Para nuestra América no hay un pasado al cual regresar. En cambio, tiene diversos futuros entre los cuales optar. Es en ese sentido que cabe entender el hecho de que entre nosotros estén luchando nuevamente hoy las especies – pobres de la ciudad y el campo, trabajadores manuales e intelectuales de la economía formal y la informal, indígenas y campesinos – por el dominio en la unidad del género. O, si se quiere, por constituirse en el bloque histórico capaz de crear finalmente el mundo nuevo de mañana en el Nuevo Mundo de ayer.
Para Atilio Borón
El quehacer cultural latinoamericano, incluso restringido a las formas en que nuestras sociedades han reflexionado y reflexionan sobre lo que son y lo que desean llegar a ser, constituye un objeto de estudio de extraordinaria complejidad. Al respecto, basta el ejemplo de la intimidad de los vínculos – nunca meras correspondencias reflejas – entre las obras de José Carlos Mariátegui y César Vallejo; de Paulo Freire y Jorge Amado; de Ernesto Guevara y Alejo Carpentier, o de Aníbal Quijano y José Arguedas. No es de extrañar, así, que el sociólogo comunista Agustín Cueva, uno de los hombres más cultos de su generación, llegara a soñar con el proyecto de construir una bibliografía literaria que - desde el Facundo, de Sarmiento, hasta los Cien Años de Soledad, de García Márquez y La Casa Verde (pero no más allá), de Mario Vargas Llosa - , ayudara a conocer y comprender el desarrollo del capitalismo en América Latina en su socialidad.
Esta complejidad aconseja abordar la formación y las trasformaciones del pensamiento latinoamericano de nuestro tiempo en su doble carácter de estructura y de proceso, como nos enseñara a hacerlo el maestro Sergio Bagú. En esta tarea, la cultura, entendida – con Gramsci – como una visión del mundo dotada de una ética acorde a su estructura, resulta una categoría indispensable para encontrar organización y sentido en nuestro quehacer intelectual. Así, la cultura se presenta a un tiempo como una estructura de valores que se expresan en objetos y conductas característicos, y como un proceso cuyo desarrollo en el tiempo esa estructura contribuye a organizar.
En esa perspectiva, el tiempo pasa a ser una categoría fundamental para la organización de nuestro entendimiento. Por lo mismo, hay que tratarlo con especial cuidado, para evitar sobre todo la confusión entre el tiempo cronológico, vacío de significado social, y el histórico, que sólo encuentra en lo social su significado. Para el primero, el registro es lo fundamental. Un siglo empieza al iniciarse su primer año, y concluye cuando su año cien termina. Para el tiempo histórico, en cambio, lo esencial es la valoración – un hecho de cultura. De ese modo, Fernand Braudel podía referirse a un siglo XVI “largo”, que iba de 1450 a 1650, para designar el período de transición desde las viejas economías – mundo de la Europa medieval a la economía mundial organizada en centros, semiperiferias y periferias a la vez cambiantes y constantes, que aquella Europa creó para el desarrollo del capitalismo y de su propia modernidad.
Este conflicto de tiempos opera entre nosotros a partir de una singular combinación de circunstancias. Somos en efecto un pequeño género humano, como lo advirtiera en 1815 Simón Bolívar, constituido de modo original en el marco del proceso, más amplio, de la formación del sistema mundial, y expresamos como ninguna otra región del mundo las contradicciones y las promesas en que ese sistema involucró a la Humanidad entera. Leer más...
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