La “descolonización” es, también, la recuperación de las autoestimas nacionales, esas que tan lejanas habían quedado durante el neoliberalismo. Es este interés nacional el que ha oxigenado la representación política, el que ha cambiado el contenido de los léxicos políticos, tan habituados a transitar siempre por la compaginación con los intereses extranjeros.
Amilcar Salas Oroño* / Página12 (Argentina)
1. Los cambios históricos se toman su tiempo. Pareciera que recién el siglo XXI ha traído para América Latina la posibilidad de repensar su naturaleza “dependiente”. Frente a un panorama mundial marcado por una crisis financiera que no encuentra punto de equilibrio, el desprestigio de las principales instituciones supranacionales, gobiernos renunciados y ciudadanos “indignados”, una brecha se abre entre, por un lado, los mapas ideológicos que guían las respuestas en los países centrales y, por el otro, lo que sucede en nuestro subcontinente. Son disparidades no exclusivamente de la administración: reflejan un desacople de las mentalidades políticas latinoamericanas respecto de lo que, por siglos, resultó determinante en términos prácticos: la creencia de que nuestro progreso sólo sería posible si correspondiéramos a los modelos económicos, políticos y culturales de los países centrales. Un subterráneo quiebre ideológico que se asienta, sobre todo, en heterodoxas y originales fórmulas de regulación estatal sobre algunas dinámicas del mercado –como lo promocionan incluso académicos europeos y estadounidenses–. Una tendencial “descolonización” latinoamericana, un reacomodamiento de lo que usualmente ha sido considerado centro y periferia, un cambio en las autopercepciones.
2. La “condición periférica” supuso, tradicionalmente, que nuestro dinamismo capitalista (interno), aquel que modernizaría lo arcaico, que traería el desarrollo al subdesarrollo, se encontraba afuera, en el “centro”, en los países centrales. Buena parte de las discusiones culturales de los siglos XIX y XX, promovidas por los sectores dominantes de América latina, giraron alrededor de un mismo aspecto: cómo hacer para replicar en nuestros territorios las instituciones de las metrópolis. Planteos que se presentaron bajo todo tipo de travestismos teóricos y argumentativos, con ropajes de derecha e izquierda, con fórmulas singulares: comprar el paquete civilizatorio completo, distinguiendo entre metrópolis a ser imitadas –”si nos hubiesen colonizado los ingleses y no...”–, o bien avalando la instalación de comitivas extranjeras para hacerse cargo de los asuntos públicos, ya fuera bajo dictaduras militares o en momentos democráticos, como la no tan lejana propuesta, planteada originalmente por el economista R. Dornbush, de establecer un “comisionado general” para la Argentina en 2002. Lo “externo” siempre actuó como un horizonte en nuestra identidad; una colonialidad del saber –y del poder– funcional a la autorreproducción de las elites. Un mapa conceptual que se convirtió en un muro ideológico respecto de las propias potencialidades: la “condición periférica” no sólo era la raíz del problema sino la imposibilidad de resolverlo. Pero de un tiempo a esta parte, sobre todo con la deslegitimación del propio “centro”, de sus valores, el carácter de la “periferia latinoamericana” adquiere otros contornos.
3. La reafirmación periférica ocurre en el marco de una activación económica regional que, según los casos, ha presentado ciclos de crecimiento históricos. Una resocialización desde el mercado –sobre todo, vía empleo– completada por una socialización (política) promovida desde el Estado. Es precisamente ese carácter protector, normativo, socializador y dinamizador del Estado el que pone de manifiesto esa “descolonización” de las mentalidades –siendo que, a su vez, es también consecuencia de esos cambios– y el que ha sido refrendado, por ejemplo, en la última elección de CFK. En ese sentido, el contemporáneo Estado-centrismo latinoamericano sustituye la anterior noción de “centro”: éste ya no está afuera, sino que se localiza en la dirección que pueda darse a la regulación estatal –en sintonía con las ingenierías institucionales regionales–. Desde los diferentes “desendeudamientos externos” promovidos por los gobiernos en adelante, las autopercepciones endógenas de algunos países sudamericanos han recorrido una espiral ascendente.
4. Estos cambios en las mentalidades de la acción política son demasiado recientes; nuestras sociedades distan mucho de ser realidades tranquilizadoras: conviven el extractivismo que dinamita montañas con multinacionales que distorsionan el tipo de cambio, megaconstructoras, latifundios, trabajos esclavos y riesgos de todo tipo –a que caiga el precio de la soja, del petróleo, etc.–. Sin embargo, todos estos elementos, y otros, están al interior de un mapa político que hoy disputa otro diseño, que ya no es una simple prolongación o complemento de los países centrales. Esto ocurre en contextos democráticos, lo que vuelve indiscutible la legitimidad de la reorientación; la mayoría de los países ya atraviesan más de dos mandatos y los escenarios políticos muestran más o menos el mismo panorama: masivos respaldos electorales, donde la autoridad presidencial pareciera estar en un plano de valoración social muy diferente en relación con otro tipo de representantes –regionales, municipales o parlamentarios–. No sólo porque los presidentes se parecen más a sus pueblos, sino también porque, al margen de la dirección de los proyectos, su interlocución pública con la ciudadanía se plantea desde la invocación de una cuestión tan postergada como movilizadora: el interés nacional, su defensa, su proyección. La “descolonización” es, también, la recuperación de las autoestimas nacionales, esas que tan lejanas habían quedado durante el neoliberalismo. Es este interés nacional el que ha oxigenado la representación política, el que ha cambiado el contenido de los léxicos políticos, tan habituados a transitar siempre por la compaginación con los intereses extranjeros. Estado, democracia e interés nacional, despliegues concretos de “descolonización”.
5. Cuando llegaron los españoles, no teníamos alma. Después vino la estigmatización de nuestro sincretismo –religioso, de razas, de fuerzas productivas– como factor de nuestra decadencia; luego, que no teníamos filósofos, ciencia o “acumulación originaria”. El siglo XXI trae una revisión conjunta, en varios países al mismo tiempo, de estos moldes, de estas autopercepciones: una “descolonización” que se afirma y se retroalimenta a partir de las formas de regulación e intervención políticas de la época. Algo se quebró en esa referencia imantadora del “centro”: hay herramientas e intervenciones de gestión que se instrumentan –en general o en torno de la actual crisis– que son diseñadas desde estas latitudes y no desde afuera, ni atendiendo las necesidades de afuera. Las sujeciones concretas continúan y continuarán, pero no hay excusas para no seguir auspiciando estos reordenamientos en las mentalidades políticas. Es una tendencia, pero para un continente acostumbrado a delinearse a imagen de los otros, no es poco. Como si la “periferia latinoamericana” se dirigiera a una nueva y propia fotosíntesis de su identidad. A pesar de los países centrales; eso mismo, “Apesar de você”.
*Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (Universidad de Buenos Aires).
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