Panamá, Editora Novo Art, 2008, 272 pp., ilustraciones a color y bibliografía.
El profesor Castillero nos presenta este libro en su introducción como una obra destinada a un público culto no especializado, aunque también advierte que ha pretendido con él ofrecer algo más que un trabajo de mera divulgación, incorporando a la síntesis historiográfica no sólo la revisión de conceptos viejos por conocidos, sino también la primicia de datos novedosos y originales.
Jaime J. Lacueva Muñoz, Universidad de Sevilla.
Esta naturaleza sólo aparentemente contradictoria se va aclarando a lo largo de sus nueve capítulos, en los que el lector encontrará los múltiples ingredientes que hacen de Los metales preciosos y la primera globalización una obra polifacética y difícil de encasillar en una única categoría.
Contiene una narración clara de un proceso bien conocido por los especialistas, aquél por el cual Europa absorbió con avidez el oro y, sobre todo, la plata producidos en América. Con esa plata se sufragó el consumo de especias, sedas, porcelanas y té, lo que incentivó las actividades productivas de la India, Indonesia y China. Ello consolidó el saldo negativo de la balanza comercial de Europa con respeto a Asia, que acabó convertida en el “cementerio de la plata” que los europeos extraían del Nuevo Mundo. Gracias a esa plata americana se articuló un sistema de intercambios directos y fluidos que, por primera vez en la Historia, adquiría una dimensión verdaderamente global, pues a él se incorporó también África a través de la trata negrera que abasteció el mercado americano de mano de obra esclava. Ese comercio de escala mundial puso en contacto espacios que hasta entonces habían permanecido práctica o totalmente desconectados, aquellos universos aislados que definieron Gordon Hewes, Braudel y Chaunu, piezas de un puzle planetario que fue componiéndose poco a poco para dar forma al mundo moderno, testigo ya de una primera globalización.
Todo este proceso se extendió hasta mediados del siglo XIX, cuando en las Guerras del Opio Gran Bretaña forzó a China a abrir sus puertos al comercio internacional y, en consecuencia, a las manufacturas de la Revolución Industrial. La producción de los tradicionales artículos chinos de exportación se estancó y las consecuencias sociales y políticas fueron demoledoras. Pero, más allá de ellas, se invirtieron los términos del intercambio comercial entre Oriente y Occidente, y China dejó de absorber la mayor parte de la plata que circulaba por los canales mercantiles. Con ello dejó de ocupar un lugar central en el orden económico internacional para situarse en una posición periférica, pues, en un mundo de intercambios planetarios, la industrialización de Europa occidental no permitiría ya la existencia de más de un único polo económico global. Pero si la conclusión del proceso marca el límite cronológico final de la obra, su inicio se observa ya antes de 1492. Y, así, sin dejar nada en el tintero, Castillero arranca el libro con la frase “en el principio fue el oro”, tras la que explica muy sucintamente la necesidad de metales que padeció la Europa bajomedieval, que la condenaban, como expresó Marc Bloch, a buscar lejos el oro que demandaba y a convertirse, por ello, en conquistadora. Es decir, que se explica todo desde el principio, y en la misma tónica continúa hasta el final para que ese lector no especializado, al que a priori va dirigida la obra, discurra con facilidad por la secuencia cronológica que marcan los hitos principales del proceso de globalización.
Ciertamente, el libro de Castillero es –como reconoce– un compendio de las principales tesis de la historiografía del siglo XX sobre la economía moderna, desde los clásicos ya citados a Pierre Vilar, Gunder Frank o Wallerstein, a quienes se suman otros autores aún menos difundidos, cuyos aportes resultan fundamentales para comprender la interacción económica con el hemisferio asiático, como Kenneth Pomeranz y Richard von Glahn. Pero Castillero es exhaustivo y no se limita a describir las grandes transformaciones estructurales o el fluir de los torrentes argénteos por el sistema circulatorio internacional, como lo hiciera Cipolla en Los destinos de la plata española (1999). Entra en detalle y ahí es donde comienza a añadir esos otros ingredientes que convierten esta obra en algo más, muchas otras cosas más que una síntesis de divulgación para el público general. Y es que este libro tiene en ciertas partes una concepción casi de manual universitario, que se explica por su propia temática, ya que referirse integralmente a la historia de los metales preciosos americanos exige abordar todos los grandes temas que configuraron la historia del Nuevo Mundo. De hecho, el primer capítulo sobre “La búsqueda de Eldorado” sistematiza el tránsito del modelo de explotación basado en la práctica del saqueo y rescate a otro que habría de fundarse en la extracción minera. Pero, más que eso, es una explicación de todo el proceso de colonización del espacio caribeño, en el que –apoyándose en datos cuantitativos– relaciona la producción de oro de cada región con la evolución de los vectores de la conquista.
El segundo capítulo demuestra, como titula uno de los epígrafes, que “se sigue buscando oro y se encuentra”, aun después del hallazgo de los grandes yacimientos de plata de México y Perú a mediados del siglo XVI. Adentrándose hasta comienzos del siglo XIX, aporta datos sobre periodos de explotación y volúmenes de producción de Panamá, Nueva Granada, Quito, Nueva España y Honduras y recoge información muy concreta de una bibliografía especializada sobre, por ejemplo, productividad de la mano de obra y costos de explotación. Resulta muy interesante la atención con que se explica la relación económica de Honduras y Guatemala, que ejemplifica cómo la minería actuó como la mayor fuerza integradora de la geografía colonial, y no sólo en los espacios nucleares que estudiaron Chevalier, Assadourian o Palerm. Se expone también cómo la minería del oro panameño y neogranadino decayó tras la restauración portuguesa y la interrupción de los asientos negreros, y con ello aparece ya uno de los leit motiv de la obra, como es la crisis del siglo XVII. Pero la narración trasciende hasta explicar el funcionamiento general de la trata y la sustitución de Portugal por Holanda como principal provisor de esclavos en el contexto atlántico. Esa rivalidad luso-holandesa prepara al lector para iniciar el capítulo que se ocupa de Brasil. Tras una magistral síntesis de su evolución económica en los siglos XVI y XVII, Castillero expone todos y cada uno de los factores que hicieron de Minas Gerais la piedra angular del Imperio portugués, reservando un apartado al Barroco Mineiro como expresión cultural genuinamente brasilera, con el que cierra su desarrollo de la minería del oro en América.
Tras el oro, la plata. El cuarto capítulo explica el auge de las grandes regiones productoras de la América española. Perú y México son, pues, los protagonistas, aunque vuelve a incluir un epígrafe dedicado a Honduras, manteniendo el ánimo del autor por ofrecer un panorama lo más comprehensivo posible. En él se señalan los particularismos y muy diferentes cotas de la producción hondureña, pero también se evidencia que la minería de la plata seguía pautas similares en cuanto a sistemas de beneficio y empleo de insumos, así como generaba consecuencias análogas sobre el desarrollo de actividades económicas subsidiarias en toda América. Ese modelo de organización de la producción, así como las diferentes tendencias de la minería peruana y la novohispana, está expuesto siguiendo la bibliografía más autorizada, en un panorama que se complementa perfectamente con el capítulo sexto, que refleja el “diseño imperial del Nuevo Mundo” establecido a mediados del siglo XVI para drenar la producción de metales preciosos hacia la metrópoli.
Señala Castillero que, a pesar de sus muchas fallas, la eficacia de ese sistema de cauces circulatorios de la plata está demostrada por su vigencia, pues se mantuvo hasta que los Borbones respondieron a la decadencia de las ferias y flotas fomentando el desarrollo económico de las áreas marginales e intentando implantar un modelo de explotación más integral, como se describe en el último capítulo, donde las reformas político-administrativas y económicas se combinan con la explicación de la producción en el XVIII. Sin embargo, sin negar la importancia de las reformas borbónicas, Castillero resalta que éstas no modificaron sustancialmente el esquema inicial de los Habsburgo, dado que la minería siguió conservando su función axial para la integración de América en el sistema global de intercambios. Todo está descrito pormenorizadamente, y no sólo en relación a las rutas marítimas del Atlántico y el Pacífico, sino también en cuanto a las comunicaciones interiores.
Es cierto que esos capítulos que comparten el enfoque al que antes me referí como de manual universitario podrían leerse como en una rayuela. Pero el gran acierto del autor es haber sabido imbricarlos con aquellos otros que se refieren a sus implicaciones globales. De este modo, logra una secuencia que combina la descripción estructural del sistema económico colonial –panorámica, pero necesariamente estática– y la evolución de la colonización española y brasileña en sus distintas etapas con el fenómeno de la circulación global de los metales, que es el verdadero protagonista de la obra. De hecho, el capítulo quinto, que analiza la crisis del siglo XVII al hilo del debate historiográfico, no se aborda desde una perspectiva americanista excluyente, en la que China aparezca sólo como un destino exótico; ni siquiera desde una perspectiva que contemple únicamente la relación de España con sus colonias, en la que Portugal, Holanda e Inglaterra sean presentados –como muchas veces ocurre– como actores que desempeñan un papel secundario.
De ahí que este libro sea una obra de historia global y eso lo convierte –además de las otras cosas que también es– en un libro original y especialmente interesante, que nos explica un fenómeno planetario y una relación económica multilateral. Así, las consecuencias económicas y políticas sufridas en China por la simultánea disminución de la producción de plata tanto en la América española como en Japón entre 1625 y 1640, el segundo proveedor de plata del mundo moderno, resultan sorprendentes cuando se comparan con la crisis vivida en la España de Felipe IV. Aunque la pregunta clave es por qué se produjo una disminución simultánea de la producción de plata en ambas regiones. Sin desconsiderar otras hipótesis, Castillero se inclina por la tesis de Ralph Davis: la sobreproducción había devaluado el valor de la plata en los mercados internacionales y, a partir de segundo tercio del XVII, los elevados costos desalentaron la actividad minera tanto en Japón como en América.
La reducción de las importaciones de plata –tanto japonesa como americana– de China paralizaron su producción de sedas y porcelanas, y la economía colapsó. Las crisis climáticas terminaron por destronar a la dinastía Ming y sus sucesores manchúes cerraron los puertos al comercio extranjero, lo que entorpeció la negociación de Inglaterra y de sus intermediarios portugueses en el Extremo Oriente. Todo ello se agravó cuando el shogunato Tokugawa adoptó una política de aislamiento, cerró también sus fronteras al comercio exterior y prohibió la exportación de plata en 1660, aunque para entonces la minería japonesa ya había entrado en decadencia. Esa coyuntura de crisis global sufrida desde de 1640 y el hecho de que las Indias españolas quedaran como única proveedora de plata de Oriente entre 1660 y 1680 habrían implicado –sugiere Castillero– una revaluación de la plata que explicaría por qué volvió a estimularse la explotación minera y volvió a crecer la producción de plata en las Indias en las dos últimas décadas del siglo XVII, como efectivamente ocurrió, al menos, en Nueva España, cuya tendencia al alza se mantuvo ya hasta fines del periodo colonial.
Esta interpretación se muestra especialmente interesante para la historiografía americanista, en tanto que aporta una explicación no sólo del inicio de la tan debatida crisis del siglo XVII, sino también de su resolución. En este sentido, resulta más comprehensiva que las tesis tradicionales, que, en contraste, parecen también más limitadas por considerar factores exclusivamente regionales. Y aquí es donde el autor va encajando las tesis que no son suyas –como aclaraba en la introducción– con esos otros datos menos conocidos por la comunidad americanista, ignorados bien sea por los límites del marco geográfico de nuestra especialización o bien, sencillamente, por nuestros prejuicios eurocéntricos. Los capítulos séptimo –“Europa y Oriente se enfrentan”– y octavo –dedicado especialmente a la formación de los imperios de la VOC, la WIC y la East India Company– completan esta visión auténticamente tridimensional del planeta.
¿Cómo definir, pues, esta obra del profesor Castillero? Desde luego no es un libro de mera síntesis divulgativa, pues consigue con maestría el objetivo que se propone, “ofrecer una propuesta convincente de enfoque global”. Es innegablemente una obra de madurez, resultado de una larga trayectoria investigadora enfocada mayormente en la historia de Panamá, intersección de los intercambios globales, lo que, sin duda, ha dotado al autor de una visión especialmente sensible para percibir el proceso que ahora nos describe. Todo ello con una redacción fluida que hace que la obra sea de fácil y agradable lectura, aun estando preñada de información cuantitativa, referencias a textos contemporáneos y reflexiones historiográficas, reflejo de un bagaje copioso que evidencia su sensibilidad y conocimiento del Arte moderno y su capacidad para integrarlo como fuente complementaria.
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