Un Estado competente demanda una sociedad capaz de someter a control la gestión pública. Y esto solo es posible en la medida en que todos los sectores de la sociedad ejerzan el derecho a la organización, sin la cual es imposible una participación verdadera.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Elmer Miranda, allí donde se encuentre
La expresión “Estado competente” pertenece al economista panameño Elmer Miranda, que ha planteando desde mediados de la década de 1990 la necesidad de vincular de un modo nuevo la gestión estatal a las oportunidades de desarrollo que surgen para Panamá a partir de la incorporación del Canal a su economía interna. El tema, sin duda, persiste en la vida nacional, más como una demanda sentida que como una reivindicación política. Por lo mismo, el planteamiento de Miranda merecería ser objeto del debate que haga posible convertirlo en la reivindicación que merece ser.
Ese debate contribuiría, además, a que nuestra vida política se aleje del juego a las escondidas entre precandidatos a puestos públicos de elección, y se acerque a la construcción de un verdadero programa de desarrollo nacional, distinto de raíz a la combinación de ofertas filantrópicas y oportunidades de negocios que entre nosotros pasa por tal. Así, por ejemplo, podría señalarse que, para ser competitivo, el país no necesita administrar mejor el Estado que tiene, sino crear uno que sea nuevo en su capacidad para servir con eficiencia a los mejores intereses del país, de estructura más sencilla, y abierto a un efectivo control social de la gestión pública.
El Estado que la nación requiere es el opuesto al que emerge del proceso de desintegración del ordenamiento de nuestra vida y política gestado entre los gobiernos que presidieran Harmodio Arias y Omar Torrijos. De entonces acá, hemos asistido a un intento de reforma de la estructura estatal que ha resultado en la creación de múltiples secretarías, programas y autoridades -algunas de las cuales han adquirido el rango de ministerios-, la desaparición de algunos Ministerios, el deterioro de la autoridad de otros, y la creación de otros más.
Todo ello ha ocurrido a lo largo de un proceso puramente burocrático, que se ha visto distorsionado y mediatizado una y otra vez por las resistencias y las presiones de unas u otras partes afectadas. La solución a esas resistencias ha sido la correspondiente a la vieja tradición autoritaria y centralista que caracteriza al ejercicio del poder entre nosotros. Así, el Poder Ejecutivo ha venido a acumular potestades y ejercer capacidades que mediatizan las de los poderes legislativo y judicial, para imponer desde arriba lo que no se está en capacidad de establecer por consenso desde abajo. Y esto, a su vez, ha derivado en una contradicción -insólita solo en apariencia, y que se agudiza sin cesar- entre un Gobierno cada vez más fuerte y un Estado cada vez más débil.
Un Estado competente, sin embargo, no puede tener un carácter autoritario. Por el contrario, debe ser construido a partir de un proceso de entendimiento entre el gobierno y la sociedad, encaminado a concentrar recursos y capacidades en un conjunto bien delimitado de tareas de importancia crítica para el futuro del país en un sistema mundial cada vez más interdependiente. En esta perspectiva, destacan tres órdenes distintos de problemas a encarar.
Uno de esos órdenes corresponde a los problemas relativos a la relación del Estado con sus ciudadanos, por un lado, y con el resto de la comunidad mundial, por el otro. Aquí se trata, en breve, de la gestión política de nuestras relaciones interiores y exteriores. Otro orden corresponde a los problemas relacionados con la necesidad de garantizar la dotación de las condiciones de producción que demanda el funcionamiento de la actividad económica. Estas condiciones -que deben ser producidas- son tres: la fuerza de trabajo, el espacio organizado para el uso de esa fuerza en actividades productivas, y las condiciones naturales que permitan llevar a cabo esas actividades. Y está, por último, el problema de organizar la captación de recursos -siempre escasos- y su asignación entre fines múltiples y excluyentes, esto es, la planificación y orientación del conjunto de la actividad económica en el territorio nacional.
Todo sumado, esto se traduce en seis entidades responsables por la organización del conjunto de la gestión publica en el país. Se trata, a fin de cuentas, de ir hacia una organización estatal más sencilla, para atender problemas cada vez más complejos. Ahora bien, todo esto define una tarea política que debe ser resuelta por medios técnicos, y no al revés. El Estado, en efecto, existe en la sociedad, como organismo que la expresa y contribuye a fomentar y encauzar su energía hacia fines correspondientes al interés general de la nación. Por lo mismo, el Estado no puede ser competente si la sociedad misma no está en condiciones de otorgarle ese carácter.
Visto así, un Estado competente demanda una sociedad capaz de someter a control la gestión pública. Y esto solo es posible en la medida en que todos los sectores de la sociedad ejerzan el derecho a la organización, sin la cual es imposible una participación verdadera. En el fondo, como vemos, el problema es sencillo. Para hacer realidad la promesa de prosperidad equitativa que alienta en la transición del siglo XX al XXI a partir de la integración del Canal a la economía nacional, Panamá requiere de un Estado que sea competente por lo democrático que llegue a ser. Únicamente ese Estado, que aún está por construir entre nosotros, podrá garantizar una economía sana, que asigne recursos escasos entre fines múltiples y excluyentes guiándose por el interés general de una nación capaz de ejercerse con todos, y para el bien de todos los que se identifiquen con ella.
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