El Poder Político reside hoy, tal como en el Chile premoderno, en unas pocas familias de derecha y de izquierda, de clase alta y de clase media alta, algunas de las cuales vienen mandando este país por más de una centena de años. Esta falta de renovación ha significado una cuasi captura de parte de ciertos individuos y familias de los más altos cargos del Estado.
Manuel Barrera Romero / Especial para Con Nuestra América
Desde Santiago de Chile
La renovación de las dirigencias políticas es un proceso nada de fácil y, quizás, imposible de conseguir bajo las normas y los comportamientos de la democracia y sociedad chilenas. En el caso extremo de la derrota electoral del gobierno militar no se produjo una participación política destacada de aquellas capas sociales que estuvieron excluidas y que realizaron, in situ, una sistemática oposición a dicho gobierno. Ello había dado origen a un potente liderazgo político, masivo y popular. No obstante, el liderazgo político del retorno a la democracia fue el de la década de los 60’ y primeros 70’ que había participado de los gobiernos de Frei Montalva y de Allende y de los Parlamentos de la época.
El movimiento popular durante los 17 años del gobierno militar se organizó en numerosas organizaciones: sindicatos; juntas de vecinos; ollas comunes; ONG´s de estudio, de capacitación y de solidaridad; en las llamadas organizaciones económicas populares; en las comunidades cristianes de base; etc. Ahí se generó un multitudinario liderazgo popular, cuya expresión más dramática fueron las decisivas protestas callejeras en contra de la dictadura, pero cuya actividad fue cotidiana.
Eran tiempos en que se manifestó una sociedad civil variada y potente que con la llegada de la democracia tendió, extrañamente, a desaparecer para dar paso a una excluyente sociedad política. Porque hay que decirlo claramente, mientras gran parte de la dirigencia política estaba en el exilio aquí al interior del país la esperanza popular no se dejó abatir. ¿Qué pasó con estos líderes populares, por qué no accedió ninguno a las responsabilidades superiores del Estado durante los gobiernos democráticos? No conocemos respuesta alguna de parte de los partidos a este interrogante. Queda claro que se impuso la “ley de hierro de la oligarquía” de los partidos políticos, enunciada por el sociólogo alemán Robert Mitchels.
Al paso del tiempo surgieron algunos nuevos rostros en la política tanto en la derecha como en la izquierda, frecuentemente familiares de dirigentes políticos, aún vigentes. Como muchos analistas han apuntado, la política chilena fue, es y si no se realiza una profunda reforma en la institucionalidad, seguirá siendo bastante endogámica. Y, como es fácil imaginarse, la endogamia y el nepotismo son primos hermanos. Así el Poder Político reside hoy, tal como en el Chile premoderno, en unas pocas familias de derecha y de izquierda, de clase alta y de clase media alta, algunas de las cuales vienen mandando este país por más de una centena de años. Esta falta de renovación ha significado una cuasi captura de parte de ciertos individuos y familias de los más altos cargos del Estado. Es así como los nombres de la élite de la Concertación en los altos cargos se repitieron desde 1990 hasta el último día de su gobierno, ad nauseam.
Entre otras varias consecuencias de ello la transparencia en las decisiones de los partidos y los gobiernos fue y es escasa. Esta es, sin duda, una de las mayores deudas de nuestra democracia. Los nombramientos realizados por cuoteos partidistas en los altos cargos del Estado, en ocasiones, no se correlacionaban con las capacidades específicas del privilegiado.
Ello explica, en parte, las dificultades de la Concertación que la llevaron, por último, a la derrota. Es difícil conciliar servicios o lealtades a pagar (o a conquistar) por parte del que decide, cuotas de los partidos, cuotas de las tendencias al interior de los partidos, ambiciones personales de los candidatos, sus relaciones con los altos dirigentes partidarios, sus antecedentes y experiencias profesionales; y las necesidades del cargo.
La política de paridad entre hombres y mujeres en el ministerio de la Presidenta Bachelet fue una innovación que podría haber variado, en parte, esta conducta. Pero el porfiado cuoteo partidista fue causante de no pocos problemas para la Presidenta. El campo de reclutamiento de los altos funcionarios ha estado reducido a la élite política quedando fuera de dicho campo amplios sectores sociales. (Véase, Manuel Barrera; “Political Participation and Social Exclusion of the Popular Sectors in Chile” en Philip Oxhorn y Pamela K. Starr (editores); Markets and Democracy in Latin America. Conflict or Convergence?; Boulder y Londres: Lynne Rienner Publishers; 1999).
El distanciamiento de las élites. Las élites, tengan su soporte en el poder económico; en el poder y las relaciones políticas; en los vínculos familiares, de amistad y asistencia mutua; conforman en Chile otra sociedad, distante y distinta a la sociedad conformada por el hombre común. Viven en barrios segregados, sus hijos van a colegios especiales. A vía de ejemplo se puede señalar al Saint George’s College de la Congregación de Santa Cruz (C.S.C.) de los Estados Unidos. Como dice Wikipedia “es uno de los colegios más exclusivos de la clase alta en Santiago de Chile”.
De la actual élite política fueron alumnos de este selecto colegio José Miguel Insulza, Secretario General de la OEA, varias veces ministro durante los gobiernos de la Concertación, del Partido Socialista (PS). Carlos Larraín, senador y presidente del Partido Renovación Nacional (RN), actualmente en el gobierno. Andrés Allamand (RN), Ministro de Defensa del actual gobierno, ex senador. Ignacio Walker, senador y presidente del Partido Demócrata Cristiano (DC), ex Canciller de la Concertación. Patricio Melero, presidente de la Cámara de Diputados del Partido UDI, del actual gobierno. Hernán Larraín y Jovino Novoa, ambos senadores, de la UDI. Claudio Orrego (DC), actual alcalde y mencionado como eventual presidenciable. Marco Enríquez-Ominami, ex candidato presidencial, independiente de izquierda, ex diputado socialista. También estudiaron aquí Mariana Aylwin (DC), Ministra de Educación en el gobierno de Ricardo Lagos, Eduardo Aninat (DC), ministro de Hacienda en el gobierno de Eduardo Frei; Edmundo Pérez Yoma (CD), Ministro del Interior, en el gobierno de M. Bachelet, el diputado Carlos Montes (PS) que ejerce como tal desde 1990 hasta hoy. Varios otros ministros y políticos de la Concertación y del gobierno militar y muy destacados grandes empresarios. (Véase un listado en Wikipedia). No es raro, entonces, que varios de ellos sean adalides de la política de los consensos, aún en el corsé de la institucionalidad heredada del régimen militar.
La vía más importante que determina la pertenencia a la élite política es, naturalmente, la familia. En un reportaje, el diario La Tercera detectó los treinta clanes familiares más numerosos del Parlamento. Ahí señala, por ejemplo, que la familia Larraín ha tenido desde el 1900 al 2006, 54 parlamentarios y 91 años presentes en el Congreso. La familia Errázuriz 36 parlamentarios y 89 años de permanencia. La familia Valdés 31 y 87. Los Vicuña 31 y 74 años. La familia Larraín tuvo más actividad política aún en el S.XIX, que en el XX. “El 58% de los actuales herederos de dinastías militan en la Alianza y el 42% en la Concertación” Los hermanos Walker Prieto, actualmente parlamentarios (dos senadores y un diputado) son los más “dinásticos” ya que integran cuatro clanes: Los Walker, Prieto, Concha y Vial. (La Tercera; Santiago: 4 de mayo de 2008, pp. 16-17)
El estilo de vida de la élite tiende a imitar al de los ricos de los países desarrollados. Adoptan modas, valores y bienes según su percepción de la elite internacional. Si pudiésemos medir el poder social, político, económico y cultural es obvio que la transición chilena no significó que los sectores pro dictadura de la élite (gran mayoría) perdieran su poder. Su ausencia del Gobierno la compensaron con su presencia en el Parlamento y en las grandes empresas, incluyendo Universidades creadas por ellos. Estas personas y los estratos sociales correspondientes quedaron, y siguen estando, fuertemente asentados en la sociedad, en la economía, en la institucionalidad política y en los medios de comunicación. A su vez, desplazada la élite de la Concertación del gobierno, sus prohombres se han ido a los directorios de grandes empresas y a otros altos cargos del sector privado, o de organismos internacionales.
No es raro, entonces, que la sociedad chilena siga siendo una de las más conservadoras de la región y corra el riesgo de ser comparada con culturas fundamentalistas ajenas a la tradición racionalista del mundo occidental. Una de las últimas leyes dejadas como herencia por Pinochet fue la prohibición del aborto terapéutico. Aún está vigente. “Prácticamente todos los países de América tienen leyes sobre el aborto terapéutico que datan, algunas, del año 1870.” (Mirta Roses, Directora de la OPS; El Mercurio, 18 noviembre, 2006). Por otro lado, está comprobado que son hijos que nacen bajo las leyes que sancionan el aborto los que, de mayores, pasan a practicar la delincuencia como forma de vida, convirtiéndose en drogadictos y delincuentes y, muchas veces, en asesinos. (Véase al respecto el análisis de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner; Freakonomics; Barcelona: 2006).
En cuanto al conservadurismo valórico se constata que no se ha producido un cambio significativo en la cultura oficial. Todavía existe la necesidad, pero en muy pocos la voluntad, de luchar por una sociedad civil culturalmente más libre, menos sometida a los valores tradicionales de los grupos dominantes en nuestra cultura. La laicidad es un valor de la modernización que no ha penetrado en Chile. El proceso de separación de la Iglesia y el Estado que comenzó en la tercera década del Siglo XX no se ha completado. Lo anterior se ve reflejado claramente en la mentalidad de muchos políticos. Actúan en la vida pública, al interior de las instituciones políticas del Estado, de acuerdo a sus convicciones religiosas en desmedro de una realidad social con vidas humanas en peligro o situaciones riesgosas para grandes sectores de población. No distinguen sus creencias de las políticas del Estado. El dominio cultural del conservadurismo persiste por la no renovación de la élite dirigente.
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