Como dijera alguna vez Luis Cardoza y Aragón en alguno de sus poemas, la muerte siempre llega tarde, porque la vida siempre se le adelanta. Y nosotros hemos podido volver a ser felices porque vemos los rostros de nuestros padres en el amor, en la indignación frente a la injusticia, en los nietos que no conocieron, en la esperanza inapagable en un mundo mejor.
Discurso en el acto de dignificación y solicitud de perdón por parte del Estado guatemalteco por el asesinato de Carlos Alberto Figueroa y Edna Ibarra de Figueroa, pronunciado el pasado 28 de octubre.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Lic. Eddy Armas, Secretario de la Paz
Lic. César Dávila, Presidente de la Comisión Nacional de Resarcimiento
Dra. Dora Ruth del Valle, Comisionada Presidencial Coordinadora de la Política del Ejecutivo en Materia de Derechos Humanos
Señores y señoras del Honorable Presidium
En nombre de la familia Figueroa Ibarra, Figueroa Santa Cruz, Figueroa Cotorogea, Figueroa Carrillo, Guzmán Schwartz Figueroa, Tischler Figueroa quiero empezar diciendo que a todos nosotros nos da mucha alegría encontrarnos en este lugar y en este acontecimiento. Están presentes no solamente integrantes de nuestras familias, sino también las otras familias que tenemos, la familias afectivas, los amigos y amigas de nuestros padres, aquellos que todavía están y aquellos que siempre vivirán en nuestra memoria, también están presentes buena parte nuestros amigos y amigas de la primera juventud y aun de la infancia y sobre todo están presentes todos los compañeros y compañeras de sueños e indignaciones.
Pero quiero decir que para nosotros hay una presencia especialmente significativa en este acto solemne de dignificación en memoria de nuestros padres Carlos Alberto Figueroa y Edna Ibarra de Figueroa. Se trata de mi querido amigo de juventud y compañero de estudios del Instituto Modelo, Ricardo Lemus Monroy así como de su señora esposa Patricia Girón de Lemus. Ricardo es hermano y cuñado de Maria Josefina Lemus Monroy de Navarro y Francisco Fernando Navarro Mejía. Josefina y Francisco Fernando, ambos psicólogos, cumplieron su cita con el destino el 28 de mayo de 1980 cuando un grupo de sicarios del Ejercito Secreto Anticomunista, es decir el ejército nacional disfrazado, los asesinó en uno de los tramos del periférico de la ciudad.
En la matanza desaforada que había desencadenado la dictadura encabezada por el gobierno de Romeo Lucas García, hubo confusiones trágicas y la del matrimonio Navarro Lemus fue una de ellas. Viviendo en la misma colonia de mis padres, siendo psicólogos ambos y teniendo un auto parecido al que siempre conducía mi padre, los asesinos procedieron a ejecutarlos sin hacer mayores averiguaciones. Los hermanos Figueroa Ibarra queremos que este acto de dignificación a la memoria de nuestros padres sea también de manera simbólica un acto de dignificación del matrimonio Navarro Lemus y les extendemos a sus familiares aquí presentes nuestra solidaridad fraterna. En lo personal quiero agregar que siendo Ricardo un recuerdo querido de la adolescencia, desde que supe años después que el matrimonio asesinado días antes de que lo fueran mis padres, eran su hermana y cuñado, Ricardo ha sido un hermano en la tragedia.
Pero hay otra persona a quien queremos evocar en esta ocasión. Sus familiares más cercanos no nos acompañan pero es imposible dejarlo de recordar. Se trata del Lic. Carlos Humberto Figueroa Aguja quien fuera asesinado el 9 de junio de 1980. Su muerte fue también producto de una trágica confusión. En esta ocasión muy probablemente fue confundido con mi persona. Desde la noche del día 6 de junio de 1980 los sicarios de los cuerpos represivos del gobierno se hicieron presentes en el funeral de nuestros padres preguntando por mí. Todo ello hace pensar que los autores intelectuales y materiales de la muerte de Carlos y Edna, pensaron que su hijo mayor había ingresado al país para asistir a sus exequias. Nuestra familia quiere también aprovechar este evento para honrar la memoria del Lic. Figueroa Aguja y hacerlo copartícipe de este acto de dignificación.
El día 6 de junio de 1980, la vida de los hermanos Figueroa Ibarra cambió para siempre. En medio de signos ominosos, nuestros padres, Carlos y Edna, salieron de su domicilio a cumplir sus labores habituales. Momentos después mi padre se percató de que el auto en el que ellos se conducían estaba siendo perseguido por un vehículo o varios vehículos, no lo sabemos exactamente, y buscó evadir la persecución. Debe haber recordado que en una colonia aledaña a la cual ellos vivían, Ciudad de Plata, vivía algún conocido. Testigos presenciales han afirmado que mi padre intentó junto a mi madre refugiarse en esa casa pero no lo logró. De regreso en el automóvil los sicarios los arrasaron a tiros a ambos. Los asesinos tuvieron la tranquilidad que daba la impunidad ofrecida por el régimen de Lucas García, para bajarse de los autos y darles a nuestros padres el tiro de gracia. Nos han llegado versiones de que una colaboradora doméstica que trabajaba en una de las casas vecinas presenció el asesinato y pocos días fue desaparecida. Sus empleadores un día llegaron a su casa y encontraron las modestas pertenencias de la empleada pero no se supo nunca más de ella.
Eran días de horror y conviene en este acto recordar que el asesinato de nuestros padres ocurrió en un contexto represivo de gran escala. Esto era solamente era el inicio de una gran ola de terror que habría de encontrar sus expresiones más dantescas en las áreas rurales y en los años siguientes. Desde mayo de 1979, siendo presidente todavía el Gral. Kjell Laugerud se observó la masacre de Panzós, la cual solamente fue el preludio de las terribles masacres observadas en el primer lustro de los años ochenta. Pero en el momento del asesinato de nuestros padres, el terrorismo de estado no estaba todavía en su fase masiva sino en la selectiva. La dictadura militar buscaba desarticular la rebelión en las ciudades a través de la ejecución y la desaparición forzada en su modalidad selectiva. El asesinato de Oliverio Castañeda el 20 de octubre fue el preámbulo más notorio de este programa gubernamental de terror selectivo. El terror selectivo continuó siendo evidente en 1979 con asesinatos de notables: Alberto Fuentes Mohr el 25 de enero, Manuel Andrade Roca el 14 de febrero y Manuel Colom Argueta el 22 de marzo. El 31 de enero de 1980 ocurrió la terrible masacre de la Embajada de España. El 22 de marzo de ese año fueron secuestrados y asesinados los dirigentes estudiantiles Julio César Valle Cóbar, Iván Alfonso Bravo Soto y Marco Tulio Pereira. Dos días después fue asesinado el hombre de lucha de toda la vida, el abogado Hugo Rolando Melgar. Y el 26 de marzo, la muerte llegó muy cerca de mi familia. El director del Instituto de Investigaciones Económicas y sociales, amigo de mis padres, Julio Alfonso Figueroa Gálvez fue asesinado y su esposa Margarita gravemente herida. Julio Alfonso fue atacado en su auto mientras se conducía en él con su esposa, acto premonitorio del crimen de mis padres, como el de los esposos Navarro Lemus, como el del sindicalista Rodolfo Ramírez y su esposa Andrea Rodríguez quienes fuera asesinados el 15 de abril de 1980. La muerte de Julio Alfonso también resultó ser significativa para mis padres pues Julio Alfonso Figueroa Gálvez, Jorge Romero Imery y Ricardo Juárez Gudiel (Director y profesores de la Escuela de Ciencia Política de la USAC respectivamente) habían sido amenazados de muerte junto a mí en octubre de 1979.
La muerte rondaba pues a mis padres desde semanas antes de que fueran asesinados. Pero para ser justo habría que decir que la muerte violenta rondaba a miles y miles de guatemaltecos en aquellas semanas. No puede dejar de recordarse que Guatemala vivió en la segunda mitad del siglo XX el genocidio más grande que se haya observado en la América contemporánea. Entre 1954 y 1996, aproximadamente 150 mil guatemaltecos fueron ejecutados extrajudicialmente y 45 mil más fueron desaparecidos de manera forzada. No hay otro país en la América contemporánea que se compare de manera relativa y absoluta en cuanto a las cifras de horror que estoy recordando en estos momentos a las que se observaron en Guatemala. Las dictaduras de Pinochet en Chile, la de Videla en Argentina no llegaron en cifras de muertos y desaparecidos a las que se observaron durante los años de dictaduras militares en Guatemala y en los de los primeros gobiernos civiles. Por cierto hoy estamos celebrando la noticia de que Alfredo Astiz, Jorge “el tigre” Acosta, y Ricardo Miguel Cavallo han sido alcanzados por la justicia argentina y han sido condenados a cadena perpetua y condenas también han recibido otros esbirros de la guerra sucia en ese país.
Este acto de dignificación de la memoria de Carlos y Edna, en realidad debe ser una oportunidad más de todas las que sea posible aprovechar, para recordar el holocausto que vivió Guatemala en aquellos años. Nuestros padres estarían felices de saber que estamos evocando su memoria solamente para evocar la de los cientos de miles que como ellos fueron asesinados o desaparecidos por las dictaduras guatemaltecas de la segunda mitad del siglo XX.
He dicho que la muerte de Carlos Alberto Figueroa y Edna Ibarra de Figueroa cambió para siempre la vida de sus hijos. Y ha marcado aun la de sus nietos y nietas. Aun de aquellos nietos y nietas que no los conocieron. En lo que a mí se refiere puedo decir que cambió para siempre el sentido de mis preocupaciones como sociólogo. Durante muchos años busqué la paz de la razón en la tarea de encontrar la respuesta al por qué mis padres habían sido asesinados, al por qué nos había tocado la suerte de nacer en el país del genocidio más significativo de la América contemporánea. He escrito dos libros y decenas de artículos sobre este tema y no es este el momento para hablar de ello. Solamente quiero recordar que en Guatemala como en todos los países en donde se han observado genocidios, estos actos perversos se han visto antecedidos por la construcción de lo que en sociología hemos llamado “otredades negativas”. El genocidio de los judíos por parte de los nazis se vio antecedido de la construcción de una representación social negativa con respecto a dicha etnia que todavía ronda por el mundo: todavía podemos encontrar las versiones paranoicas del judío internacional que domina al mundo. Pero los nazis no solamente construyeron “otredades negativas” con respecto a los judíos, la hicieron también sobre los gitanos, homosexuales, socialdemócratas y por supuesto que con respecto a los comunistas. Ellos junto a los judíos fueron también parte de los 6 millones de víctimas de los campos de concentración nazis. Lo mismo había sucedido antes en el genocidio que cometieron los turcos con respecto al pueblo armenio a principios del siglo XX. Y sucedió también después con el genocidio cometido en Ruanda en 1994 por los Hutus con respecto a los Tutsis. El genocidio en Ruanda que acabó con aproximadamente con entre 500 mil y un millón de vidas en unos meses estuvo antecedido de una campaña por los medios de comunicación que calificaba a los Tutsis como “cucarachas”.
En el caso guatemalteco el genocidio se vio antecedido por la construcción de una “otredad negativa” elaborada desde los tiempos coloniales. Me refiero a lo que se llamó “el indio” y que ahora denominados correctamente los pueblos originarios de Guatemala o lo que son su mayoría, los pueblos mayas. Esa representación social es la sustancia del racismo que ha vivido Guatemala. Pero desde finales de los años veinte del siglo pasado, se empezó a construir una nueva “otredad negativa”. La del “comunista”. Si “el indio” era perezoso, hipócrita y traicionero, el comunista era un apátrida, ateo, destructor de la familia, la propiedad privada, las buenas costumbres. La representación social se volvió visión paranoica en el contexto de la guerra fría en la segunda mitad del siglo XX. Fueron estas dos otredades negativas, las legitimaciones ideológicas que se necesitaron para poder consumar el genocidio en Guatemala. No importaba matar o desaparecer indios, finalmente eran inferiores, no importaba matar o desaparecer comunistas, finalmente eran seres despreciables. Peor aún si indios y comunistas resultaban unidos como sucedió con los subversivos de los años setenta y ochenta. Como esta legitimación ideológica se volvió paranoica, no solamente fueron asesinados o desaparecidos comunistas reales, sino también socialdemócratas, demócrata cristianos, demócratas a secas, nacionalistas, cristianos sensibles a la injusticia social.
En los peores momentos del terror, recuerdo que mi padre me dijo que el enemigo no era personal sino social. He recordado esa frase a lo largo de estas tres décadas una y otra vez. Me ha servido para no albergar ningún odio hacia los asesinos de nuestros padres. Y estoy seguro que el odio no se encuentra en los corazones de mis hermanos. La frase, que en realidad era algo que le había dicho alguna vez su amigo y compañero de luchas Rafael Tischler, tiene varias consecuencias. En primer lugar como ya lo he dicho, sirve para no consumirse en el odio que puede generar el sufrir una infamia como la que nuestra familia ha sufrido. Detrás de la muerte de nuestros padres estuvieron unos pobres diablos a los cuales les pagaban unos cuantos quetzales para hacer su perverso trabajo. Detrás de esos pobres diablos estaban los autores intelectuales del Estado Mayor Presidencial, de la sección de inteligencia y otras dependencias del ejército, de las cúpulas policiacas, del ministerio de Gobernación y del presidente de turno. A estos les pagaban con canonjías derivadas de la corrupción que era permitida por los grandes poderes fácticos como premio por mancharse las manos de sangre. Detrás de esos autores intelectuales estaban las cúspides privilegiadas que no querían perder sus enormes prerrogativas. Detrás de todos ellos estaba un sistema social y político excluyente sustentado en la miseria y expoliación de las grandes mayorías del país. Por eso cuando se analiza el genocidio en Guatemala y se concluye que los responsables últimos fueron los jefes militares y policiacos y sus agentes, no puedo sino pensar que la explicación es incompleta.
La frase que alguna vez me dijo mi padre tiene también una consecuencia llena de humanismo, la cual está por cierto en uno de los prefacios de Marx a su gran obra, El Capital: la lucha por una sociedad justa y libertaria no tiene como objetivo matar a personas sino cambiar relaciones sociales.
Hoy nos reunimos en este Palacio Nacional de la Cultura a un acto por medio del cual el Estado guatemalteco reconoce que actuó como un gigantesco criminal. Asumo que pide perdón por el crimen cometido contra nuestros padres aunque tal expresión no está presente en los documentos que se han hecho con motivo de este evento. Asumo que reconoce que no mató a delincuentes, sino a personas de bien, a “humanistas comprometidos con la justicia” como dice la invitación que se ha hecho circular para este acto. Personas de bien como lo eran María Josefina Lemus Monroy de Navarro y Francisco Fernando Navarro Mejía, como lo era Carlos Humberto Figueroa Aguja y como lo eran todos aquellos y aquellas que he mencionado en este discurso. Como lo fueron la inmensa mayoría de las casi 200 mil personas que fueron asesinadas y desaparecidas en la segunda mitad del siglo XX. El Estado no es una entidad abstracta sino son instituciones y dependencias en las cuales se expresa la pluralidad que existe en la sociedad. Los hermanos Figueroa Ibarra aceptamos este acto de resarcimiento porque lo hace un gobierno que no tiene las manos manchadas de sangre en lo que se refiere al genocidio que he mencionado. No hubiéramos podido aceptar este acto en el contexto de un gobierno encabezado por un genocida. Aceptamos también este acto porque vemos en la Secretaria de la Paz y en el Programa Nacional de Resarcimiento y en la Comisión Presidencial de los Derechos humanos a luchadores por los derechos humanos en Guatemala. A todos ellos quiero expresarles mi gratitud y la de mis hermanos por los diversos actos que constituyen el resarcimiento moral con respecto a nuestros padres. Y queremos decirles que nuestra gratitud será para siempre.
Pero no podemos olvidar que el Estado también tiene una esencia que deriva de la correlación de fuerzas que existe en su seno. Y para esto sirve también la frase que Rafael Tischler y mi padre compartieron: que el enemigo no es personal sino social. Estoy seguro que mis padres pensarían que el perdón solamente podrá otorgarse de manera definitiva cuando actos como los que les arrancaron la vida, dejen de observarse en Guatemala. Cuando se deje de criminalizar a los luchadores por los derechos humanos, cuando se deje de asesinar a todos aquellos que están luchando en contra de los megaproyectos y minerías y cementeras que envenenan la vida, cuando se asuma que todos los seres humanos aun los delincuentes tienen derecho a la vida y a la justicia, cuando se dejen de contaminar ríos y lagos en función del infinito afán de lucro, cuando los campesinos del Valle de Polochic dejen de ser arrasados para satisfacer los intereses del gran capital. Cuando en este país haya un respeto pleno a la vida, sea en los seres humanos y en la naturaleza. El corazón se nos acongoja al escuchar el rumor de que se planea hacer una concesión a una compañía transnacional para la exploración geotérmica en 483 kilómetros cuadrados situados precisamente en el lago de Atitlán y su cuenca.
Alguna vez, en medio de la gran represión en la que vivíamos, mi padre me dijo que aun en medio de esa terrible realidad, se podía ser feliz. La vida de nosotros, los hijos de mi padre y de mi padre, nunca podrá ser igual a lo que fue antes de su asesinato. Pero como dijera alguna vez Luis Cardoza y Aragón en alguno de sus poemas, la muerte siempre llega tarde, porque la vida siempre se le adelanta. Y nosotros hemos podido volver a ser felices porque vemos los rostros de nuestros padres en el amor, en la indignación frente a la injusticia, en los nietos que no conocieron, en la esperanza inapagable en un mundo mejor.
Guatemala, Palacio Nacional de la Cultura.
28 de octubre de 2011.
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