Estamos hoy en condiciones de construir una utopía a la vez convalidada por la praxis de los pueblos y por los escenarios de las computadoras, esa que Emmanuel Wallernstein bautizó como “utopística” y que definió como “la ponderación seria de las alternativas históricas, la evaluación serena, racional y realista de los sistemas sociales humanos, de sus limitaciones y posibilidades”. Vale la pena pensar en ella y luchar por ella.
Pablo González Casanova / LA JORNADA (México)
No hay duda que vivimos en un mundo injusto y peligroso. La “opción racional” que orienta a las ciencias sociales hegemónicas se está convirtiendo, paradójicamente, en opción irracional. El “control de riesgos” nos está llevando a riesgos descontrolados. Modelos y formalizaciones muestran aquí y allá signos entrópicos amenazadores. Las falsas “leyes del mercado libre que por sí solo se requilibra”, y cuyas políticas siempre han derivado en graves crisis, nuevamente se ven “disconfirmadas”, y quienes anunciaron que pronto habría de superase la crisis que nos abruma, a poco se vieron obligados a reconocer que la actual crisis es más grave de lo que pensaron y de mayor duración.
La disminución de riesgos y la optimización de utilidades de las megaempresas y complejos hegemónicos parecen asociarse a la maximización de riesgos y de pérdidas en “el conjunto” de que forman parte. Que esa asociación, correlación o coincidencia muestran una relación de causa a efecto es algo que no puede descartarse. Y, sin embargo, la relación de causa a efecto entre los intereses y valores de las grandes corporaciones y los graves peligros y problemas del mundo es generalmente descalificada por el pensar científico, y relegada al mundo de la negación o rechazo, que Freud descubrió entre las características del inconsciente, y que también parece darse en el inconsciente de las colectividades científicas y de los complejos militares-empresariales y políticos, todos ciegos ante las causas de los peligros del mundo y sordos ante las tragedias humanas a que se refieren como si fuesen fenómenos naturales en cuya solución están haciendo todo lo que se puede y en que dan por entendido que no se puede hacer más.
La negación o descalificación, consciente o inconsciente, de la relación de causa a efecto aparece incluso en los análisis, modelaciones y formalizaciones de los sistemas complejos. Su concepción más generalizada de la complejidad no registra la paradoja entre la opción racional de las corporaciones que buscan disminuir riesgos y optimizar utilidades, y la irracionalidad y los riesgos que en forma “monstruosa” para las matemáticas de entonces aparecieron en las iteraciones algebraicas de Poicaré, y que con las modelaciones de ahora derivan en esa “Edad de los monstruos” a que se refirió Gramci, y que corresponde a la maximización de pérdidas y riesgos para la inmensa mayoría de la humanidad y para el ecosistema.
Al mismo tiempo, el concepto prevaleciente de sistemas complejos –como ha observado Casti– incluye múltiples relaciones interactivas de manera “muy superficial”. Con plena razón, Casti define y formaliza el concepto de sistema complejo como dos o más sistemas complejos interactivos entre sí y en su propio interior. Un solo sistema complejo empobrece y hasta anula la dinámica de sistemas no lineales e interactivos. Su pensamiento sobre las características generales de la complejidad alcanza una profundidad de que pocos se percatan. Incluso los especialistas que incluyen en sus investigaciones dos o más sistemas complejos que interactúan, cuando se refieren al concepto de complejidad sólo destacan la complejidad de “un sistema complejo”. Esta ruptura epistemológica parece obedecer a un preconcepto con fuertes tradiciones en el pensamiento científico, en el filosófico y en el religioso. Empecemos por estos últimos. Muchos de los que abandonan la lógica religiosa del monoteísmo, no abandonan la lógica laica de lo “uno”. Definen y formalizan la complejidad de “un” sistema. Si lo “uno” predomina en la cibernética también se da en los modelos econométricos neoclásicos y neoliberales. En el discurso científico acostumbrado o “normal” se habla del universo como “un” universo en el que pueden darse planetas, átomos y múltiples agentes que interactúan en modelos de competencia y colaboración. Incluso se trabaja con sistemas interactivos sinérgicos, cooperativos, aliados o “tributarios” (Axelrod) y opuestos, enemigos, contrarios y rebeldes: y todas esas posibilidades cognitivas de sistemas interactivos se dan en función de “un” sistema, el sistema del observador.
La ruptura epistemológica subsiste incluso cuando se avanza en la concepción de los sistemas biológicos “autorregulados, autoadaptables y creadores”, o en los sistemas en fase de transición al caos o en los que emergen de una situación caótica y, entre bifurcaciones y atractores, van configurando formaciones parecidas a escalas distintas hasta integrar el nuevo sistema con otra complejidad y otra dinámica. Todas estas investigaciones sobre la dinámica de varios sistemas no acaban con la lógica de lo Uno. Casi sin pensar sus autores, automáticamente, definen la “complejidad” como “un” sistema complejo o en relación a “un” sistema complejo. No hay sistema alternativo. Otro sistema no es posible.
Y aun ahí no queda todo. La ruptura entre las investigaciones específicas y las concepciones generales es todavía más impresionante cuando sus autores trabajan en investigaciones sobre sistemas complejos interactivos como los sistemas auto-inmunológicos. En ese tipo de sistemas claramente aparecen los anticuerpos negativos y positivos que luchan entre sí, en que los anticuerpos negativos no sólo ganan las batallas destruyendo directamente a los positivos, sino confundiendo al sistema encargado de la defensa del organismo y haciéndole perder su capacidad de identificar a amigos y enemigos. El sistema defensivo del organismo pierde al dar la bienvenida a sus atacantes y al destruir a sus defensores. Los sistemas en lucha tienen como referente a la víctima final de la batalla. Su dinámica se interpreta como lucha entre anticuerpos, y como ataque y destrucción de un subsistema que defiende a “un” organismo –al sistema– y que al ser derrotado muere con el organismo, muere con el sistema de que es parte y cuya vida no alcanzó a defender.
Los juegos de guerra y las estrategias de guerra contrainsurgente o antiterrorista presentan obstáculos parecidos. Obedecen al mismo presupuesto epistemológico. Es “uno” quien juega a la guerra o quien hace la guerra, así tenga asociados o subordinados. El que juega, o el que manda, mueve a los luchadores virtuales y hasta a los soldados no convencionales, así como a los enemigos espiados, seducidos, sometidos o cooptados. Mueve al propio jugador del videojuego o del juego virtual que ha hecho real. La sofisticación del conocimiento del Gran Jugador y de los científicos que son sus “asesores financieros” o sus think tanks político-militares provoca un notable conocimiento de la manipulación y esclavización de los demás. También empuja a un extraño “desconocimiento” de las amenazas que pesan sobre todos los jugadores y de las que también será víctima el Gran Jugador. Los escenarios de guerra pueden incluir fenómenos de inteligencia distribuida, de díadas, de simbiosis, dendritas, nodos y redes, con notables y numerosas interacciones que siempre serán analizadas en función del actor cognitivo, y del sistema al que pertenece, considerado como constante en la defensa y promoción de sus valores e intereses, y naturalmente interesado en ganar la lucha, pero obcecado en creer que es eterno, ignorante de aquello que todos sabemos y de que habló el viejo Hegel cuando dijo que “toda cosa natural es mortal y efímera”.
El sistema no piensa en su propia muerte o la pospone a un futuro milenario sin historia. Desconoce, descalifica, debilita, confunde, enajena a su opositor. Lo anula como sistema. Y así como los sabios del rey por buena educación no hablan al Rey de su muerte y menos de la muerte de la casa real, así los científicos al servicio de un sistema de dominación y acumulación que se encuentra en situación terminal y que coloca en situación terminal a todos sus vasallos, ni pensar pueden en esa posibilidad, y a su silencio se suman las fiestas y fanfarrias de quienes anuncian que el sistema tiene asegurada la vida, al menos, por un milenio.
La afirmación de Fukuyama de que vivimos el fin de la historia fue recibida como bálsamo divino. Quien juega con los jugadores estimula el desconocimiento y la descalificación de la evolución pasada y actual de las luchas sistémicas y antisistémicas. No sabe ni quiere saber cuál es y será la historia del sistema dominante o del emergente. Rechaza la sola idea de que puede morir a manos del otro y causar su propia muerte y la del otro. E insiste en seguir reinando mientras muestra todos los signos de estarse muriendo, hecho que ocurre en el escenario mundial, como el rey que se muere en el escenario teatral de Simenon.
Hoy mismo, en sus modelos de conflicto y consenso, el sistema en estado terminal impone la negociación para la rendición, y en el mundo realmente existente aumenta sus exigencias y extiende el campo de “lo no negociable”. Lo “no negociable” crece y prolifera no sólo en la periferias, sino en el centro del mundo, encabezado por Estados Unidos y la Unión Europea.
La preconcepción del sistema como UNO predomina en las ciencias económicas “normales” de que Khün hablaba. Predomina en todo análisis que usa como categorías las de “el sistema” y “el contexto”, en que aquél insume energía y al que arroja desechos. Se trata de actos neguentrópicos que ya no cumplen esa función y que el investigador, supuestamente funcional al sistema, tampoco ve. Uno y otro se vuelven parte de la entropía que a ambos amenaza y que puede dar nacimiento a la configuración de otro sistema tras una fase de transición al caos y de transición del caos, para ellos inconcebibles, o “negados”, cuando los llegan a intuir.
Hoy el sistema dominado por la lógica del capital –una lógica de disminución de riesgos e incremento de utilidades para las corporaciones, tanto en la economía como en la guerra– enfrenta conflictos internos y externos con medidas de retroalimentación negativa o positiva.
Las relaciones interactivas de ocupación, depredación, parasitismo, cooperación, corrupción, persuasión virtual y subliminal, terror colectivo, eliminación de resistencias y de formaciones defensivas, aparecen en las simulaciones y escenarios de “guerra de espectro amplio”, pero aparecen a medias. La realidad histórica que vivimos es mucho más compleja de lo que sus autores imaginan o son capaces de concebir con las informaciones y computaciones que los “decision makers” les piden para mejorar su capacidad de decidir en función de sus intereses y valores.
El inmenso conocimiento que se ha adquirido sobre el papel del azar y de la organización y reorganización del sistema ha permitido superar la teoría de la selección natural, aunque se le use en lo que es útil. Cuando no es útil se vuelve a las viejas teorías del darwinismo colonialista que invoca las políticas de la eliminación de los más débiles, así conduzcan en menos de cuatro décadas a un genocidio de más de 2 mil millones de habitantes que (“otros factores iguales”), se van a añadir a los 7 mil millones que hay y en los que la población “excluida” y “desechable”, ya llega más de 3 mil millones.
El “sistema” y muchos de sus científicos atribuyen al excesivo crecimiento de la población los problemas ecológicos que vivimos, y si ese sistema de dominación y acumulación mundial se considera como una constante, la población que debe morir o desaparecer, será del orden de más o menos 5 mil 50 millones, según predicciones demográficas relativamente confiables.
Y aquí surge el gran engaño y autoengaño en medio del gran conocimiento. Como esa aberración hay varias más que caen en el orden de la sicopatología, pero que corresponden a la “opción racional” de las empresas y sus accionistas mayoritarios y minoritarios. Entre ellos destaca el creer que se puede seguir jugando con las amenazas de guerra nuclear sin que se produzca la guerra de la locura, esto es MAD, siglas que en inglés, claramente se refieren a una guerra de destrucción mutua asegurada. Y existen otros ocultamientos y rechazos que llevan a no hacer nada frente a evidentes y acalladas amenazas, como el cambio climático. Me detengo en éste para aclarar una disertación que parece catastrofista y no lo es, como mostraré más tarde.
En los últimos meses de 2009 y primeros de 2010, es decir, en torno a la reunión de jefes de Estado sobre el cambio climático, se desató una feroz campaña contra los científicos de las antes llamadas “ciencias duras”. No sólo fue descalificado el informe que presentaron en 2007 sobre ese problema los integrantes de una comisión gubernamental de investigadores, sino fueron descalificados los más de mil científicos que, reunidos en París, confirmaron la validez del informe y añadieron algo más: que había un error en sus predicciones, pues habían subestimado la rapidez y gravedad del cambio climático. El futuro resultó más grave de lo calculado.
El motivo principal de la campaña y la cólera que levantaron los científicos, no se debieron tanto a las predicciones sobre los crecientes daños a la Tierra y a la vida, sino a la tesis ratificada por la comunidad científica internacional de que los cambios climáticos son de origen humano; atropógenos fue la palabra que usaron. Decir sólo eso, y que los propios científicos intergubernamentales lo dijeran, resultó inaceptable para los complejos empresariales-militares-políticos-y-mediáticos que dominan el mundo. Representados por sus jefes de Estado en una reunión que tuvo lugar en Copenhague, destinada a tomar “acuerdos vinculantes”, los “acuerdos” fueron dictados por un pequeño grupo de jefes de Estado que se reunió a escondidas en las primeras horas de la madrugada y sin más consulta fueron leídos por el presidente Obama minutos antes de tomar el avión de regreso.
En Copenhague no hubo “acuerdos vinculantes”. Incluso los pobres compromisos que se habían tomado en Kioto, desaparecieron. La antropología de políticos y científicos no quedó allí. La maquinaria de los ricos y los poderosos se movió para desprestigiar y castigar a los científicos que habían osado decir una verdad que debió alertar a aquéllos sobre las amenazas a su propia vida y que sólo indirectamente los inculpaba al apuntar que ellos y sus megaempresas eran causantes de los peligros que corre la especie humana
Los “medios” y los publicistas llegaron a tratar a todos los científicos de las ciencias naturales con las descalificaciones a que estamos acostumbrados los de las ciencias “blandas”, digamos “humanas” o sociales. Abusando de atrevidos artificios retóricos llegaron a sostener que las ciencias duras ya no son ciencias, y con prepotencia de ignorantes llegaron a decir que los propios científicos reconocen que los domina ¡el principio de incertidumbre!, del que por supuesto no tenían ni la menor idea de lo que es. El mundo de la ciencia respondió de una manera realmente ejemplar. Le dio un impresionante apoyo a sus colegas. En los primeros meses del año las más famosas revistas científicas y de difusión científicas publicaron artículos que defendían las mismas tesis de los científicos estigmatizados. Entre ellas Scientific American y Nature. No se ablandaron. Un gran número de científicos asumió su responsabilidad científica. Lejos de dejarse dominar por sus genes egoístas se vieron más y más atraídos a sostener las verdades sobre medidas que son necesarias para la supervivencia de la especie humana.
Un paso no dieron, sin embargo, que es necesario dar si no se quiere ser copartícipe de la negación más profunda y grave para las ciencias de la materia, de la vida y de la humanidad. Y para la humanidad. El paso que no se dio y que se necesita dar con la mayor seriedad consiste en incluir la categoría del capitalismo como un riguroso concepto científico, no sólo asociado a la ley del valor, sino a la ley de la producción y reproducción de la vida.
Las ciencias de la complejidad que investigan el mundo actual no serán ciencias ni investigarán la complejidad del mundo actual y sus escenarios de futuro si no incluyen el capitalismo, una de sus categorías más profundas, cuyo solo nombre suele ser rechazado instintivamente por no pertenecer al lenguaje políticamente correcto de las ciencias hegemónicas.
Pocas hipótesis tienen tantas posibilidades de ser confirmadas como ésta: La solución a los problemas sociales como problemas científicos y como problemas reales es imposible con el actual sistema de dominación y acumulación capitalista y con la lógica que en él impera. En relación al mismo ya no sólo se plantean las alternativas anteriores de reforma o revolución. Hay otra más que surge tanto de los nuevos movimientos sociales como de los modelos matemáticos sobre sistemas en transición al caos y en transición del caos a un orden llamado emergente o alternativo. Tanto en los movimientos como en los modelos aparecen lo que en estos últimos se llaman atractores y bifurcaciones en que parecería optarse por uno de ellos, así como fractales y formaciones parecidas que se forjan a las más distintas escalas. La atención a la construcción de alternativas en los movimientos sociales y en los modelos de sistemas habrá de dar cabida a las nuevas estructuraciones de la libertad, la democracia, y la justicia social. Con unas y otras será fundamental estudiar cuáles son las alternativas que no sólo permitan construir el “buen vivir”, sino preservar la vida
En los nuevos movimientos sociales y en los modelos de desarrollo autosustentable destacan por su mayor posibilidad de alcanzar esas metas los modelos de cooperación, de inteligencia distribuida, de control descentralizado, que se articulan con otros de control centralizado y jerárquico sin que se dé en forma metafísica la vieja oposición entre el autoritarismo y la anarquía.
Desde ejemplos como Los Caracoles de los pueblos mayas de Chiapas, por un lado, y por otro, desde investigaciones pioneras y recientes como las de Axelrod y muchos científicos más, estamos hoy en condiciones de construir una utopía a la vez convalidada por la praxis de los pueblos y por los escenarios de las computadoras, esa que Emmanuel Wallernstein bautizó como “utopística” y que definió como “la ponderación seria de las alternativas históricas, la evaluación serena, racional y realista de los sistemas sociales humanos, de sus limitaciones y posibilidades”. Vale la pena pensar en ella y luchar por ella.
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