La encrucijada imperio o humanidad nos emplaza a decidir, también, entre muerte o vida; entre la opulencia y el dominio de unos pocos, o la justicia, la iguadad y la liberación de toda esa inmensa humanidad pospuesta por aquel Norte revuelto y brutal que todavía nos desprecia.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
En una conferencia del año 2008 titulada “Imperio o humanidad”, que luego se convirtió en un corto documental, el intelectual estadounidense Howard Zinn analizó críticamente el desarrollo de los Estados Unidos y su expansión hegemónica por el mundo bajo la forma del imperialismo. Tras desnudar mitos y trampas ideológicas de la cultura dominante y del sentido común norteamericano, y en el contexto de las invasiones a Irak y Afganistán (todavía no se vislumbraban en el horizonte la crisis financiera y la invasión a Libia) Zinn concluía su argumentación con esta pregunta: “¿Hemos llegado a un punto en la historia en el que estamos listos para abrazar una nueva forma de vida en el mundo, expandiendo no nuestro poder militar, sino nuestra humanidad?”
Esta interrogante, sin embargo, trasciende a la sociedad estadounidense y, por sus implicaciones, clama a la conciencia de todas y todos nosotros en el resto del mundo. Es que la crisis sistémica del capitalismo, y cuya profundización presenciamos a diario, es también la crisis del imperialismo noratlántico (EE.UU+UE+OTAN, su brazo armado), una inmensa maquinaria de poder -la más grande y peligrosa que ha existido en la historia humana- que se despliega a escala global en varios frentes: estimula un aumento creciente del gasto militar mundial -43% del cual corresponde a EE.UU-; lanza guerras de rapiña para la conquista de territorios geoestratégicos claves y asegurarse el control de recursos naturales (apenas unas semanas después del asesinato de Gadafi en Libia, la transnacional española Repsol ya reinició sus explotaciones petroleras); coloniza el sistema financiero y productivo internacional (147 empresas controlan el 40% de los ingresos totales de la red transnacional de negocios), y desde allí somete a los países pobres, impone gobiernos y tutela democracias mínimas, cada vez menos representativas y más vacías de contenido político y popular, como lo atestigua Grecia en estos momentos, o la América Latina de los años 1990. Y si todo lo anterior no fuese suficiente, este aparato imperialista también apuesta al dominio ideológico y la conquista de “los corazones y las mentes” de la opinión pública mundial, gracias al dominio de los medios de comunicación de masas, las nuevas tecnologías de la información y las industrias culturales.
Tratándose de un aparato imperialista tan sofisticado como destructivo, su impacto civilizatorio, en consecuencia, afecta a todo planeta. Esto, sin ser una novedad, sí adquiere hoy dimensiones de auténtica catástrofe: en lo social y económico, mientras se llevan adelante planes de rescate de bancos y deudas con grandes acreedores, datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) demuestran que el desempleo en el mundo afecta a 200 millones de personas –un nivel inédito en la historia-, y en el caso del desempleo juvenil, se estima en 80 millones de personas. Esto sin considerar que, como explica Juan Somavía, director de la OIT, “millones de trabajadores tienen trabajos sólo de tiempo parcial porque carecen de una alternativa mejor”, una problemática que en conjunto alimenta “la percepción de que algunos bancos son demasiado grandes para fracasar y algunas personas son demasiado pequeñas para ser tomadas en cuenta”.
Y en el ámbito de lo productivo-ambiental, como lo documenta el Índice de Capacidades Básicas 2011, elaborado por la organización Social Watch, “aunque el auge económico de la primera década de este siglo no logró impulsar los indicadores económicos, sí aceleró la destrucción ambiental”. Y si bien entre 1990 y 2000, el índice de sustentabilidad “mejoró cinco puntos (de 79 a 84), en tanto las emisiones mundiales per cápita de dióxido de carbono disminuyeron de 4,3 a 4,1 toneladas. En la primera década del siglo XXI, las emisiones mundiales aumentaron a 4,6 toneladas per cápita, pero los indicadores sociales solo subieron tres puntos” (“La paz bajo amenaza mundial”, Adital, 08-11-2011). Es decir, una avanzada del capital contra la naturaleza y el ser humano.
Esto es lo que el presidente uruguayo José Mujica, en el marco de una reunión del proyecto Unidos en la Acción de Naciones Unidas, calificó como un orden mundial -el de la globalización hegemónica- regido por gobiernos “imperiales e impositivos”. Y agregó: “Globalización no es igualdad ni justicia, hay mucho de humanidad pospuesta anhelando subirse en el tren de civilización que hemos inventado (…) Hacia el sur navega el mundo a los tumbos y necesitamos darle fuerza, de derecho y de realidad, a instituciones como las Naciones Unidas que nos puedan amparar a los débiles y respirar igualdad en un mundo de desiguales".
Y esta es la cuestión de fondo en el momento que vivimos: la encrucijada que planteara Zinn -imperio o humanidad- nos emplaza a decidir, también, entre muerte o vida; entre la opulencia y el dominio de unos pocos, o la justicia, la iguadad y la liberación de toda esa inmensa humanidad pospuesta por aquel Norte revuelto y brutal que todavía nos desprecia.
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