viernes, 11 de noviembre de 2011

Economía verde y sostenibilidad

La “economía verde”, con ese nombre o con algún otro que resulte de su propia formación, terminará por ser la economía de la sostenibilidad, o sea, la economía de la sociedad socialista hacia la cual avanza inexorablemente la humanidad. Es la economía de la utopía de hoy, pero de la realidad de un mañana no lejano.

Manuel Zárate / Especial para Con Nuestra América

Desde Ciudad Panamá

A mi gran amigo Guillermo Castro, agradeciéndole la importante reflexión a la cual invita con su documento “La economía verde en el camino hacia el desarrollo sostenible”.

El trabajo “La economía verde en el camino hacia el desarrollo sostenible”, de Guillermo Castro, pone sobre la mesa la necesidad de acometer el reto de la economía en estos tiempos de convulsiones socio-ambientales globales desde el ángulo de una racionalidad de aspiración sistémica. En efecto, hay mucho que discutir sobre la complejidad de lo que nos rodea, vista la estructura asimétrica y hasta antagónica que ha tomado la relación naturaleza/sociedad.

Recuerdo estar estudiando en Europa cuando se discutía si la ciencia se había convertido o no en un “medio de producción”, lo que implicaba la idea del conocimiento científico como materia de valor en el proceso productivo, haciendo del intelectual un trabajador más de la cadena de producción. Y bien, hoy día discutimos sobre los “mercados de servicios y bienes ambientales”, o el mercado “verde”, fenómeno nuevo también y complejo de dilucidar con los conceptos tradicionales de la economía, por lo que no logra aún articularse como noción en un todo coherente. De hecho, cuando vemos ese mercado en China por ejemplo, en donde por mandato institucional toda inversión productiva exige poner una altísima proporción de sus montos al servicio del desarrollo social y de la gestión ambiental, estamos indiscutiblemente hablando de una “economía verde” muy diferente a la que encontraríamos en cualquier país capitalista, donde rige la “máxima ganancia” como factor motriz del capital. Quiere decir que hay algo en los sistemas socioeconómicos que dan diferentes contenidos a un mismo concepto.

El enfoque sistémico de pensamiento para abordar este tema demanda considerar varios aspectos inherentes a nuestro globo terráqueo como sistema ambiental, en particular los correspondientes a las relaciones entre sus partes y el todo y la dinámica de su funcionamiento. Esto obliga a definir el concepto de sostenibilidad en el contexto de las interacciones entre naturaleza, sociedad y economía, o sea los tres pisos fundamentales de su unidad sistémica. Esta perspectiva nos llevaría a considerar primeramente la dualidad del planeta, en tanto que sistema abierto (hacia el universo) y a la vez sistema cerrado (hacia su interior), lo que significa que las leyes de la termodinámica rigen su destino y por lo mismo, que la entropía no solamente le es inseparable sino necesaria, siendo su variación siempre superior a cero.

Nuestro planeta, en tanto que sistema cerrado, pierde permanentemente, por ley física, energía en sus procesos de transformación y transferencias. A no dudarlo, llegará por esa vía a su techo de vida, desapareciendo en algún momento su actual identidad para transformarse en otra. Lo que no desaparecerá nunca es lo infinito del movimiento universal en el que transita y del cual surgen, como en efecto están surgiendo día a día, otros cuerpos con vida en algún punto del espacio cósmico. No hay, así, conservación “pura” en nuestra querida tierra, aunque hagamos los máximos esfuerzos por dejar a su propia salud los bosques prístinos, disminuir la intervención en los ciclos naturales y fortalecer la resiliencia de los ecosistemas. Y por supuesto, todo trabajo (y no solo el extractivo) destruirá inevitablemente un valor, para transformarlo en otro.

Nosotros, los humanos, como especie del reino animal, somos en este marco parte natural de ese proceso, porque comemos, tomamos líquidos, procesamos materia, consumimos energía y despedimos residuos. Somos pues eslabón de la cadena trófica del ecosistema natural. Pero sucede que como conciencia de la naturaleza somos ser social; y así entran en juego otras reglas en la transferencia de energía y masa (reglas de la economía) diferentes a las de la cadena trófica natural (reglas de la ecología), porque tenemos la propiedad de poder manipular los procesos mediante artificios preconcebidos en la conciencia. A este respecto K. Marx nos hace una descripción magistral: “… hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía existencia ideal”.

Ambas dos, economía y ecología (entendiéndolas como fenómeno, no como disciplinas) están pues supeditadas de alguna forma a los derroteros de la entropía, aunque con diferencias sustantivas. Por un lado, los procesos de la economía tendrán la característica de responder a un interés histórico social, construcción de la conciencia humana, mientras que los de la ecología responderán a un destino puramente natural; y por el otro, la negentropía (o entropía negativa) será más lenta en el dominio ecológico, obedeciendo a los patrones naturales, que en el dominio económico donde domina la capacidad de la conciencia de reorganizar los sistemas frente a los procesos de degradación.

Desde este punto de vista, la ecología y la economía siempre han sido contradictorias en los límites del sistema, aunque no siempre antagónicas, reflejando lo que en esencia es la contradicción entre sociedad y naturaleza que mueve la vida del cuerpo terráqueo como totalidad; porque dentro del propio cuerpo, la contradicción entre las clases sociales es la que mueve la historia[1]. Sin esta contradicción sencillamente estaríamos en un estado de equilibrio, o mejor dicho, un estado inmutable, es decir inexistente como sistema complejo disipativo que somos, pues lo que motoriza la vida de estos sistemas es justamente la termodinámica del no-equilibrio (I. Prigogine, 1945). Recordamos que el llamado equilibrio es ni más ni menos que el resultado último de la entropía. Los sistemas disipativos maduros se encuentran más bien en estados estacionarios de un movimiento continuo del no-equilibrio, producto de la interacción entre sus partes y/o del todo con su exterior; o sea una situación de estabilidad en la que la pérdida total de energía del cuerpo está dentro de los límites que aseguran en la etapa de su desarrollo, un nuevo orden en el caos (y el caos nunca termina porque sin él, no habría desarrollo). En esto reside la sostenibilidad.

Desde que surgió la economía ha existido la contradicción descrita. Y menos mal, porque la naturaleza de por sí es anárquica y está llena de incertidumbres en su carrera evolutiva. Y si llegado el momento oportuno, esta naturaleza creó su propia conciencia, fue para que introdujera ese orden necesario a su movimiento creciente y continuo y a la complejidad de los intercambios y saltos de cantidad en calidad que se producen, no para apropiarse egoístamente de su materia y energía. A final de cuentas, la tierra no nos pertenece; todo lo contrario, nosotros le pertenecemos.

Qué ha sucedido con esta relación?... En el fondo, la economía ha venido asumiendo cada vez más el papel dominante en la dirección – aunque no en la gestión - del sistema ambiental. En la misma medida en que hemos crecido en población, ha avanzado históricamente el desarrollo de las fuerzas productivas y se han alcanzado nuevas formas de organización de la sociedad, estableciéndose formaciones socioeconómicas que han configurado con su devenir nuevas formas de relacionarnos con esa naturaleza, proveedora del recurso primario. Basta analizar en la actualidad algunos indicadores del desarrollo sostenible, como son las correlaciones estadísticas entre el desarrollo humano o el PIB y la huella ecológica; la relación directa entre las pérdidas de atributos de variables ambientales como el suelo, por ejemplo, y los problemas del hambre, o los déficits entre las capacidades y huellas ecológicas y las manifestaciones críticas del desarrollo desigual en las más diversas escalas territoriales, para percibir claramente esta realidad.

Este fenómeno, profundamente dominante en el sistema capitalista, se ha agudizado con la revolución científico-técnica. Esto no se debe a que dicha revolución sea “ambientalmente perversa”, sino a que el orden del sistema, sobre todo en su fase actual de hegemonía financiera y de mercados monopólicos corporativos ha simplificado sus frutos a llana mercancía (incluso financiera), castrándolos de su contenido humano y contraponiéndolos a la madre naturaleza. De este modo, la economía se ha hecho antagónica con la ecología y la sostenibilidad se nos ha convertido en algo imposible, como lo demuestra la batalla por la regulación de los efectos de gases invernadero[2] y el control del calentamiento global.

Desde esta perspectiva, cabe afirmar sin equívoco alguno que no puede haber una economía que cumpla a cabalidad, coherente y consistentemente con el principio de la sostenibilidad dentro del capitalismo, aunque sea lógico admitir que de su seno broten, por ley dialéctica y sobre todo hoy, por razones de su crisis general y del movimiento por la vida que insurge del ciudadano común, gérmenes de esta nueva economía que se menciona “verde”, pero que no tomará organicidad y dominio de la sociedad sino dentro de un nuevo orden sistémico. En mi criterio ese nuevo orden será la sociedad socialista, construida bajo el modelo democrático que dicten los pueblos indignados de la tierra sobre la base de las nuevas condiciones que ofrece el siglo XXI[3]. Por lo mismo, podremos hablar entonces de esta economía como una de “transición” entre una y otra sociedad, que inserta la dimensión ambiental en sus ciclos de producción y circulación, aunque con contenidos y resultados diferentes según el sistema en el que se despliega. Porque mientras en una, tal dimensión representará un factor esencial del “buen vivir” de la colectividad, en la otra será siempre un instrumento para hacer crecer más el capital en la formula Dinero-Mercancía-Dinero (D-M-D’), a pesar de las confrontaciones de forma que puedan surgir de la lucha entre lo nuevo y lo viejo.

Con estas premisas, quisiera entrar a revisar ahora el planteamiento de la naturaleza como capital natural y como recurso. En uno de los párrafos del documento se señala que “en la cultura puesta en crisis por la interrupción de lo ambiental, la naturaleza es asumida directamente como capital natural”… Y estoy de acuerdo con la afirmación… Sin embargo agregaría que es asumida como capital debido a la formación de nuevos intereses de carácter socioeconómicos, producidos al ampliarse el conocimiento sobre los bienes y servicios ambientales y descubrirse la gama de oportunidades que ofrecen al capitalista, para abaratar los costos de “capital constante” mediante el uso casi gratuito de éstos; y luego por la falsa apreciación, en este plano, de supuestas existencias infinitas de los atributos de uso[4], lo cual ha llevado por derivación a la escases de algunos inventarios locales y globales. En este marco, diríamos que las inversiones en infraestructuras y los vastos procesos de reordenamiento territorial que se mencionan, lo que ocasionan es el incremento de la competitividad de tales atributos.

En mi concepto todo bien o servicio de la naturaleza se ha transformado hoy, de alguna manera, en un objeto de trabajo[5] mediante el conocimiento científico de sus características; y por lo mismo se puede extender la idea de capital entendido como “todo valor que se valoriza”, a estos atributos aprovechables, sustentando así el concepto de capital natural. Es bueno recordar al respecto, que los bienes pueden ser capital solo cumpliendo con la condición de encontrarse en un ámbito donde su destino sea obtener mayor valor, o sea valorizarse porque se apropian del valor generado por otros en el circuito comercial, industrial o financiero, o porque crean nuevo valor (cuando están vinculados directamente a la fuerza de trabajo). El capital natural sería en este sentido un resultado de la propia lógica del sistema, llegado a un escalón concreto de su desarrollo; y anotaría solamente como paréntesis -porque usamos muy a menudo la fórmula que sigue-, que la idea de “fomentar el capital social para fomentar el capital natural” insurge así como un nuevo germen de conflicto con el sistema, o más precisamente como un factor de contradicción, de coyuntura -es verdad-, pero ya irreversible con esa cultura “puesta en crisis”.

Siguiendo esta dirección de análisis, si la llamada “economía verde” tal como ha sido definida quiere ser entonces una disidente de la racionalidad económica del gran capital que nos gobierna, haría bien en reconocer a los elementos de la naturaleza de utilidad para el hombre como recursos - y no escuetos recursos sin límites, sino finitos. De este modo las propiedades útiles de la biodiversidad para el aprovechamiento productivo, además de ser un rasgo de los sistemas naturales (tal como se expresa en el documento), son un recurso y no simples elementos naturales menos aún de capacidades infinitas como los está dando a entender la cultura que muere. Indiscutiblemente los bienes y servicios naturales son y serán medios de producción, objetos que no necesitan del trabajo para ser recursos; porque a fin de cuentas el papel del trabajo es crear valor, no transformar elementos en recursos. Bien lo explica Marx en el Capital, “un valor de uso solo encierra valor por ser encarnación o materialización del trabajo humano abstracto”.

La pregunta que nos haríamos entonces es: ¿y cuando hablamos del valor de un recurso natural de qué valor se está hablando?... En el fondo, cuando se da un valor monetario al recurso natural lo que se establece es un precio por su utilidad y escasez en el mercado, no un valor por el trabajo socialmente necesario incorporado. Y este costo es sustraído de una parte del plusvalor global generado por su uso, o sea mediante el trabajo de transformación. Así, su propietario, ya sea de tipo estatal o privado, participa de la apropiación del plusvalor creado por el trabajo humano, en la producción de la mercancía que usa el recurso. Es por esto que la matemática de esta economía trabaja fundamentalmente mediante espacios equivalentes o, en concreto, por equivalencias sobre precios del mercado.

Para terminar, creo al igual que se sostiene en el documento, que la “economía verde”, con ese nombre o con algún otro que resulte de su propia formación, terminará por ser la economía de la sostenibilidad, o sea, para mí, la economía de la sociedad socialista hacia la cual avanza inexorablemente la humanidad. Es la economía de la utopía de hoy, pero de la realidad de un mañana no lejano, la cual ya no dominará bajo un modelo único de desarrollo como ocurrió en el Siglo XX sino mediante múltiples modelos que expresarán, a no dudarlo, los mismos principios científicos básicos de múltiples formas, según lo determinen los propios pueblos con su historia, sus condiciones económicas, sociales y ambientales de desarrollo, sus capacidades de poder y su cultura… Y cuando eso esté presente, estoy de acuerdo, habremos entrado en una etapa nueva de desarrollo de nuestra especie, preñada por supuesto, de nuevos desafíos que surgirán de la necesidad inagotable del no-equilibrio del sistema.

NOTAS

[1] La otra contradicción fundamental es la universal que se produce entre la cantidad y la calidad, extraordinaria unidad de contrarios que garantiza en lo específico del tema, la evolución de los componentes naturales del planeta.

[2] A pesar de todas las conferencias mundiales y supuestas medidas de control sobre estos gases, entre el 2009 y el 2010 las emisiones tuvieron un incremento global del 6%.

[3] Estoy seguro de encontrar también en esta sociedad, un sector primario extractivo pero apuntando a la sostenibilidad; y la habrá porque no puede haber sostenibilidad de la especie humana, o sea de la conciencia de la naturaleza si no hay actividad extractiva, a pesar de todos los reciclajes que podamos alcanzar.

[4] Es esa vieja cultura, en crisis, la que al asumir a la naturaleza como capital natural, entiende a éste como una suma de elementos naturales de uso infinito, y no como un conjunto de recursos de capacidades finitas, que sería la visión adecuada de una nueva cultura. Cualquier elemento para ser recurso debe tener tres características fundamentales: a) utilidad; b) disponibilidad limitada, y c) potencial de agotamiento o consumo.

[5] Entendemos por “objeto de trabajo”, que la naturaleza brinda, todas aquellas cosas que el trabajo no haría más que desprender de su contacto directo con la tierra. Como tal son recursos naturales.

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