¿Qué quedó de las movilizaciones en Guatemala? En lo sustancial, el
país no cambió, pero sí hay un nuevo escenario político donde la población se
siente más activa, más parte de esta débil democracia. Podrá existir, quizá,
mayor auditoría social. Todo esto abre esperanzas a futuro, porque propicia la
posibilidad de ampliar esos cambios. De todos modos, la organización popular y
la izquierda están muy débiles aún.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
“Los
pueblos no son revolucionarios…, pero a veces se ponen revolucionarios”
Anónimo
aparecido durante la Guerra Civil Española
En estos últimos dos
meses Guatemala vivió una situación inédita en toda su historia, que incluso no
se había dado de esa manera, con tanta fuerza, en el momento más alto de su
politización y avance del campo popular durante la Revolución de 1944. Luego de
años de desmovilización, de letargo político, más aún: de miedo y parálisis en
este ámbito, producto de una sangrienta represión en estas últimas décadas (245
mil muertos durante el conflicto armado interno) y los planes de capitalismo
salvaje (neoliberalismo) que intentaron terminar con toda expresión de
protesta, se rompió ese largo sueño de desinterés y apatía. La población, más
allá de todas las consideraciones que puedan hacerse al respecto, despertó. Eso
permitió ver el profundo malestar existente en la sociedad en su conjunto.
No puede decirse en
modo tajante que haya habido cambios profundos en la historia de la sociedad
guatemalteca. Pero, ¿acaso alguien los esperaba? En todo caso, habría que
precisar con exactitud de qué cambios se está hablando.
Durante décadas,
inclusive reforzándose ello después de la Firma de la Paz Firme y Duradera en
1996, la población en su conjunto mostró un enorme desinterés por la
participación política. Desinterés que puede entenderse como producto de la
historia recientemente vivida. “Meterse en política” fue sinónimo de “meterse
en problemas”. Eso puede explicar, al menos en parte, el perfil que fue tomando
la práctica política para el imaginario colectivo al día de hoy, más aún con el
retorno de la democracia representativa a partir de 1986: casi sin matices,
“político” pasó a ser sinónimo de mafioso, corrupto, personaje opaco y
gangsteril. Perfil, hay que aclarar, que no está tan lejos de ser real, a estar
con lo que la realidad –siempre mostrando “el
verde el árbol de la vida”, diría Goethe– nos enseña, quizá con excesivo e
insultante realismo a veces.
La población en su
conjunto, y definitivamente aquella que reaccionó más airadamente en esta
oportunidad: los sectores medios urbanos, está absolutamente hastiada de la
mentira politiquera, de la manipulación más vil, de la corrupción. Desde el
retorno de la llamada “democracia” (rutinaria práctica que no toca
absolutamente nada en la estructura económico-social ni confiere el más mínimo
poder al votante) la situación de la clase política (pequeño segmento de
profesionales clasemedieros administradores de la cosa pública) fue en franco
deterioro. La evidencia muestra palmariamente que la corrupción –seguramente un
mal histórico, arrastrado secularmente desde la época de la colonia– nunca
desapareció. Por el contrario, pareciera que año con año, o administración tras
administración, va en aumento.
La impunidad, que
atraviesa de cabo a rabo la sociedad desde ese momento colonial de siglos
atrás, está presente (o potencialmente presente, en mayor o menor medida) en
cada funcionario público. “¿Cómo se mete
en vereda a un político díscolo?”, me comentaba alguna vez un político de
profesión: “¡Sencillo! Las tres P: plata,
putas…, o plomo”. La cita, desgarradoramente patética (por razones éticas…
y de seguridad personal, no puedo consignar el nombre) es más que transparente.
Corrupción e impunidad van indisolublemente de la mano: la transgresión no se
castiga (¡eso es la impunidad!), por lo que la sociedad en su conjunto alienta
la comisión de más y más hechos corruptos, transgresores, que se saltan las
normas.
Se puede matar
tranquilamente (los finqueros, durante la época de Jorge Ubico, podían hacerlo
con la correspondiente cobertura legal dentro de su propiedad si ello servía a
proteger sus intereses; los militares en la guerra contrainsurgente; la
población actualmente en un linchamiento), se puede mentir, robar, cometer
cualquier ilícito, porque existe la casi certeza que nada pasará.
Claudia Paz y Paz,
durante el tiempo que se desempeñó como Fiscal General, reconoció que la amplia
cantidad de ilícitos del país, por falta de justicia pronta y cumplida, queda
en la impunidad. De hecho, habló de un 98% de impunidad cuando asumió el
Ministerio Público, habiendo reducido esa tasa a un 72% cuando se vio forzada a
dejarlo. Reducción importante, sin dudas, pero que está lejísimo de conseguir
un equidad jurídica mínima para asegurar un armonioso funcionamiento social.
¡¡¿72 % de crímenes sin castigar?!! Digámoslo de entrada y sin rodeos para
entender dónde queremos llegar: Roxana Baldetti es una delincuente, sin
atenuantes. Pero ella es un síntoma de una corrupción e impunidad crónicas que
fundamentan nuestra sociedad –capitalista dependiente y agroexportadora,
profundamente excluyente, racista y patriarcal–, y consecuentemente, nuestro
Estado.
En otros términos:
corrupción e impunidad son endémicas, sin miras de solución en lo inmediato
(más allá de la existencia de una comisión internacional de Naciones Unidas que
le da seguimiento a esos problemas: la Comisión Internacional contra la
Impunidad en Guatemala, CICIG). Así como el funcionario corrupto puede robar a
sus anchas, promover tráfico de influencias y tener cuotas de poder
insultantes, el ciudadano de a pie también repite esas prácticas, en
infinitamente menor medida, y cualquiera orina en la calle, atraviesa un
semáforo en rojo, maneja en estado de ebriedad, no se hace cargo de la
paternidad que le concierne o comete cuanto “pecadillo” se le antoje, seguro
que el sistema en su conjunto funciona amparado en la corrupción y la
impunidad.
Y más aún: la condición
de país pobre, subdesarrollado y dependiente nos coloca en la situación (al
menos a los tomadores de decisiones) de aceptar (¿porque no quedan
alternativas?) la llegada de capitales para la instalación de una industria
maquilera que igualmente se mueve en la lógica de la más rampante corrupción e
impunidad, manteniendo cuotas de sobre-explotación de sus trabajadores
absolutamente inmisericordes, sin posibilidad de sindicalizarse, no pagando
impuestos al fisco, no sujetándose a ninguna regulación medioambiental y
pudiendo retirarse cuando deseen sin pago de pasivo laboral alguno.
Pareciera que esas
lacras de corrupción e impunidad definen nuestra sociedad, nuestra historia…
Pero ¡esperemos que no sea nuestro destino ineluctable!
¿Qué pasó en el país en estos dos meses?
No hay dudas que algo
importante ha estado sucediendo desde que la CICIG destapó el caso de La Línea,
y luego el del Seguro Social. Eso –independientemente de la interpretación que
haya de los hechos: bomba calculada, agenda oculta de algunos grupos de poder
(léase embajada de Washington) para detener/condicionar a las mafias
enquistadas en el poder político– lo cierto es que produjeron una inmediata
reacción colérica en buena parte de la población urbana. Las manifestaciones
espontáneas que comenzaron a sucederse a partir de conocerse la actuación de la
comisión de Naciones Unidas –hecha en combinación con el Ministerio Público–
desarticulando esos grupos criminales fueron en ascenso. Se llegó, como cosa
inédita en nuestra historia reciente, a 60 mil personas en la plaza pidiendo la
renuncia de funcionarios. ¡Extraordinario!
Igual que sucedió en la
Primavera Árabe, iniciada en diciembre de 2010 en Túnez –que luego tuvo suerte
diversa según el país, pero siempre con un denominador común: movimientos
ciudadanos de protesta ante el estado de cosas reinante en su momento–, es
imposible sentenciar con certeza cómo fue en sus entrañas el proceso: si se
trató de una reacción espontánea de una población abrumada, reacción luego
cooptada por los organismos de inteligencia de Estados Unidos, o fue desde el
vamos una brillante jugada mediático-psicológica de esos poderes imperiales.
Lo cierto es que, muy
curiosamente, todas esas espontáneas y más que justificadas rebeliones
ciudadanas no evolucionaron hacia planteamientos de izquierda, antisistémicos,
“revolucionarios”, para decirlo con una palabra no muy utilizada en estos
últimos tiempos. Terminaron siendo movimientos ciudadanos centrados en el eje
de la democracia (la representativa, la formal, aquella que alienta como valor
supremo las elecciones por sufragio universal cada cierto período de tiempo) y
el libre mercado.
En Guatemala, salvando
las distancias con lo que puede haber sucedido en aquellos lejanos países,
también hay mucha inconformidad. La hay por razones estructurales e históricas,
imposibles de desconocer: siendo la undécima economía en volumen global para
toda la región latinoamericana, Guatemala exhibe indicadores socioeconómicos altamente
preocupantes. Un 53% de su población está por debajo de la línea de pobreza,
según los criterios que establece Naciones Unidas para tal medición (dos
dólares diarios de ingreso) (PNUD: 2013).
Siendo productor neto
de alimentos, el país ofrece datos alarmantes, pues tiene el segundo índice de
desnutrición a nivel latinoamericano y sexto a nivel mundial (UNICEF: 2012). Su
población económicamente activa se encuentra desprotegida, cobrando salarios de
hambre por debajo del salario mínimo establecido legalmente en la mitad de los
casos que tienen remuneración fija, en las ciudades, y en alrededor de un 90%
de los casos en áreas rurales. Una de las pocas opciones para “sobrevivir” es
marchar como indocumentado hacia Estados Unidos, sabiéndose a lo que se expone
cada viajero (llega al “sueño americano” sólo uno de cada tres “mojados”: uno
es retornado, otro muere).
La causa de este
desastre no-natural, de esta catástrofe social no es la corrupción de
funcionarios venales. ¡Es la estructura social!, la historia de exclusión que
sigue condenando a las grandes mayorías, la forma en que se organizó el Estado
desde su nacimiento, heredando inequitativas formas de hiper-explotación desde
la época de la colonia española.
Todo lo anterior sin
dudas crea malestar, inconformidad, desasosiego. Lo cual se entremezcla con
otras inequidades que recorren la sociedad, también generadoras de malestares,
como la instalación y desarrollo de toda una industria extractiva que irrespeta
territorios ancestrales, violando cualquier norma de convivencia, y en muchos
casos deteriorando el medioambiente en forma criminal e impune.
Y por supuesto que a
todo ello se suma la rampante corrupción que campea por todos lados. Lo cierto
es que, por una enorme presión mediática bien organizada, el imaginario
colectivo percibe en esa corrupción (el funcionario que se compra una lujosa
mansión o anda en un vehículo deportivo sumamente costoso, por ejemplo) el
motivo final de las injusticias. El árbol no deja ver el bosque.
La clase media urbana,
primera en reaccionar a la bomba mediática del caso de La Línea, puso el grito
en el cielo ante tamaño robo. Las inmediatas movilizaciones sabatinas y los
espontáneos y chispeantes afiches lo dejaron ver: “No a la corrupción”, “Fuera
funcionarios ladrones”, “No queremos mafiosos en el gobierno”. Por allí fue el
sentir popular; al menos el que se comenzó a movilizar.
Insistamos con esto
(sin entrar a desarrollarlo más en profundidad): puede haber habido mano de la
embajada estadounidense en el presente proceso, como agenda preparatoria del
Plan para la Prosperidad que se supone vendrá en lo inmediato (curiosamente
aparecen también movilizaciones similares en Honduras, y se dice –¿quién lo
dice?, ¿cómo lo sabe?– que algo similar ocurrirá en El Salvador). Es decir:
condiciones no tan mafiosas ni perjudiciales para las inversiones que vendrán a
Guatemala, obviamente no para beneficio de guatemaltecos (ni de trabajadores
¡ni de funcionarios corruptos que cobran hasta un 30% de “comisión” por cada
obra/autorización!), sino de los inversores, que no son de la casa
precisamente.
Luego de estas décadas
de inmovilismo político, de desmovilización y desmotivación por los problemas
sociales, este resurgir popular, masas de gente en la calle y un ácido sentimiento
anti-gobierno, pudo haber despertado expectativas de cambio más profundo. ¿Por
qué no esperarlas, si es que se sigue pensando que “la historia no terminó”,
como ampulosamente se quiso hacer creer algunos años atrás con la caída del
campo socialista europeo? Por supuesto que estas movilizaciones motivaron sanas
esperanzas de cambio, de ahondamiento de las protestas, de agendas más
politizadas.
Pero si de algún modo
se esperaba una transformación radical del estado de cosas reinante en el país…
¡se era un iluso! O un desubicado. Quizá: un desinformado, un “romántico” que
quiso ver en población de clase media entonando el himno nacional y haciendo
sonar pitos y trompetas el inicio, o la posibilidad del inicio de un cambio más
profundo. ¡Pero las cosas no iban por ahí!, en absoluto (¿se estarán
felicitando algunos estrategas estadounidenses en alguna de sus poderosas
oficinas?, me pregunto no sin cierta cuota de consternación. ¿No es a eso, a
las “revoluciones democráticas de colores” vividas –manipuladas– en Europa, a
la Primavera Árabe, lo que se le llama guerra de cuarta generación?).
¿Qué cambió?
Lo que ha estado
sucediendo en estos días fue un despertar en las ideas políticas de la
población –habrá que ver si mínimo o no, una pasajera “llamarada de tusa” o no,
quizá un movimiento esperanzador a mediano plazo–. Lo que queda claro es que
hubo un panorama nuevo: ¿se había visto alguna vez a jóvenes de la liberal
Universidad Francisco Marroquín, muchos de ellos acostumbrados a andar con sus
guardaespaldas, y detentadores también de mansiones y lujosos vehículos, junto
a los “revoltosos” de la USAC?
Grafiquémoslo con un
ejemplo puntual, muy elocuente: el lunes 22 de junio, cuando la ex
vicepresidenta Ingrid Roxana Baldetti Elías, ahora con orden de arraigo impuesta
por un juzgado, se presentó a declarar a la Torre de Tribunales por sus
presuntos vínculos con la estructura criminal descubierta, algunos ciudadanos
de a pie, al ver de quién se trataba el personaje en cuestión, comenzaron a
increparla al grito de “ladrona” y “corrupta”, pese a al nutrido grupo de
guardaespaldas que la protegían. Eso hubiese sido impensable un par de meses
atrás.
¿Qué significa todo
eso? Según cómo lo queramos ver, puede ser algo intrascendente… ¡o algo
sumamente significativo!
Es cierto que la
situación de exclusión social crónica del país, con la población hambreada, un
25% de ella analfabeta, con un alto porcentaje de trabajadores que no llega a
cobrar el sueldo mínimo y niveles de crimen tan altos que no dejan de ser una
tentación para el “dinero fácil” que llama a la vuelta de cada esquina, a lo
que se suman ominosas lacras como el racismo o el machismo patriarcal, siempre
presentes en la dinámica “normal”, nada de eso cambió. Y, según puede
desprenderse de lo que se va viendo con esta “protesta pacífica” centrada en la
lucha contra la corrupción: nada va a cambiar en lo sustancial.
Si aleccionadores son
los afiches que espontáneamente dejan ver el odio visceral contra la corrupción
(“Otto, Baldetti: ustedes son nuestros empleados. ¡Están despedidos!”, “No
queremos más políticos tránsfugas”, “¡Ladrones y corruptos: fuera!”,
“Presidente cerote, te vas a ir al bote”), también lo puede ser otro que
circulaba por las movilizaciones: “Esto no es 1954. ¡No somos comunistas! Somos
gente pacífica en contra de la corrupción”.
Todo esto muestra que
el estado político, ético o emocional de los manifestantes… daba para todo:
para satisfacerse porque renunció la corrupta Doctora Honoris Causa por la
Universidad Católica de Daegu de Seúl y ex vendedora de productos de belleza,
luego convertida en vice-principal mandataria, o para pensar que esto era la
plataforma que podía iniciar una escalada, a mediano plazo, de una más profunda
movilización transformadora.
Para una visión de las
cosas crítica, que puede ir más allá de la reacción visceral muy clasemediera
(la que llenó las plazas de la capital y de algunas cabeceras departamentales),
que puede intentar superar la indignación “contra los políticos que son todos
iguales, que siempre han robado y que seguirán robando”, para esa visión, no
importa el funcionario público venal del caso: hay infinidad de Baldettis aún,
y como van las cosas, seguramente no se van a terminar. ¿Acaso será
especialmente distinto alguno de los que compiten en este momento para las
elecciones del 6 de septiembre? Para esa visión crítica, el enemigo a vencer no
es sólo el funcionario corrupto de turno, sino el sistema de base que lo
genera.
En ese sentido, puede
decirse que por una combinación de cosas (¿movilización popular?, ¿jugada de
Washington?, ¿lucha de poderes entre este nueva “burguesía mafiosa” y la vieja
burguesía tradicional representada por el CACIF?, ¿una mezcla de todo lo
anterior?), algo se movió en la superficie de la sociedad guatemalteca.
La cuestión es
determinar qué porcentaje real de cambio hubo, y ver cómo eso incide en nuestra
historia, qué otra cosa posibilita a futuro, si es que efectivamente la puede
posibilitar. Quizá lleguemos a la legalización de la marihuana, o de los
matrimonios homosexuales. Pero… ¿alcanzan esos cambios? ¿De eso se trata? ¿Qué
otros cambios están ahí esperando? En Disneylandia se prohibieron los palos
para selfie por ser peligrosos para
la población. ¿A esas transformaciones ciudadanas tenemos que aspirar, o no es
por allí por donde va la cosa?
Para el próximo 14 de
enero a las 14 horas cambiarán los nombres, las caras, los estilos, pero la
corrupción como cuestión endémica sigue firme, enquistada en la historia
política. Sólo basta mirar al respecto las actuales (¿patéticas, tragicómicas?)
campañas electorales, plagadas de hechos corruptos: se superan los techos
presupuestarios fijados por las autoridades electorales, se otorgan vales
canjeables a los electores/“clientes”, se prometen paraísos, se miente
descaradamente (¿la Selección ya no irá al próximo Mundial de Fútbol?).
Y lo más importante:
los poderes constituidos, los que detentan las riendas reales de la marcha del
país, los que pagan las campañas electorales (el alto empresariado donde
confluyen los grandes capitales nucleados en el CACIF, y la representación
diplomática de Washington que es la que efectivamente baja o sube el pulgar
ante los candidatos) no quieren más cambios reales (como, obviamente, no lo
quisieron en ningún país árabe donde estallaron aquellas protestas que antes se
mencionaban).
Estos poderes fácticos
podrán agradecer a la población protestando en la calle los “favores que le
hicieron a la democracia”. Habría que agregar, inmediatamente, de qué
democracia se habla: de la representativa, que custodia el libre mercado, por
supuesto. Y que permite la Alianza para la Prosperidad y los climas de negocios
“decentes” (sin el 30% de mordida que exigen las actuales mafias… “¡Se les fue
la mano, muchá!”).
Vistas las cosas así, toda esta
movilización social lamentablemente no pasó de una “moda” sabatina de raigambre
clasemediera, urbana, muy probablemente manipulada por algunos medios masivos
de comunicación, sin proyecto político en definitiva.
Los datos suministrados a la CICIG
y al Ministerio Público con los que se desarticularon las estructuras de La
Línea y del Seguro Social provienen (¿casualmente?) del trabajo de inteligencia
de la embajada de Estados Unidos (concretamente se habla de la DEA, la oficina
contra las drogas). Y “curiosamente” también, en Izabal el embajador de
Washington, Todd Robinson, tuvo hace unos días severos conceptos respecto a la
corrupción como el enemigo a vencer.
“Toca al
gobierno y a la gente de Guatemala luchar cada día contra la corrupción y el
crimen organizado. Me da rabia francamente la situación acá. Toca al gobierno,
toca a las autoridades locales cambiar su situación. Nosotros podemos ayudar
pero ellos tiene que cambiar su situación”, manifestó el 28 de abril a
Emisoras Unidas. Ya se perfilaba ahí la gran preocupación de su gobierno por la
corrupción reinante…. ¿Coincidencia?
En otros términos,
podemos estar ante una pura reacción visceral de la población, importante tal
vez, pero sin posibilidades reales de transformar nada, porque hay niveles de
manipulación, y porque faltando un proyecto político real de transformación, el
solo espontaneísmo no conduce a ningún lado. Es ahí donde cobra sentido el
epígrafe del presente texto, un anónimo de la Guerra Civil Española: “Los pueblos no son revolucionarios…, pero a
veces se ponen revolucionarios”. ¿Sucedió eso en Guatemala en estos días?
La indignación ante la
corrupción –seguramente un poco manipulada por cierta prensa y cierta ideología
que ve en el político profesional y no en la estructura de base el problema
general, el “malo de la película– sin dudas fue honesta. Aunque eso solo, sin
proyecto político real a mediano plazo, con propuestas concretas de cambios
político-sociales y económicos bien definidos, no conduce a nada.
Ejemplos de ello sobran
en la historia. “El camino del infierno está plagado de buenas intenciones”,
podría agregarse. De ahí la necesidad imperiosa de plantear las
transformaciones como lo que efectivamente son: grandes movimientos en los
cimientos que conmueven hasta la última piedra del edificio social. Si no, no
hay cambio. Es gatopardismo.
Eso, el cambio
profundo, no pasó en Guatemala, y como van las cosas, no va a suceder, porque
la derecha ya fue desactivando la protesta… y porque los estados de rebeldía
duran poco, pasan, se esfuman (los pueblos “se ponen” revolucionarios…, después
todo sigue su curso. “Vuelve el rico a su
riqueza, vuelve el pobre a su pobreza y el señor cura a sus misas”, dice
con acierto una conocida canción de Joan Manuel Serrat).
De ahí que para lograr
cambios hay que poder aprovechar esos momentos, esas “explosiones”
revolucionarias. Y está claro que en estos momentos en el país, producto de la
represión histórica, de la cooptación de los sectores progresistas, de la falta
de recursos por parte del campo popular y de la acumulación enorme de ellos por
parte de las clases dirigentes, la lucha no se libra en igualdad de
condiciones.
Ante un momento
interesante –no más que eso, pero tampoco menos– como el que se abrió, con un
renacer de civismo y sed de protagonismo, con juventudes movilizadas como hacía
años que no se veía, la protesta no pudo ir a más. No terminó, pero tiende a
bajar, y todo indica que pronto habrá elecciones generales dentro de lo
esperable, sin reforma electoral, con “más de lo mismo” (¿seguramente Baldizón
presidente?; y si no fuera él, cualquiera más o menos igual, no importando el
color, el género, el estilo o el envase con que se presente).
Otras medidas como el
llamado a la refundación del Estado…, ambiciosas por cierto (¿refundar será
dejar a un lado el actual y construir un nuevo?, ¿no implica eso un cambio
radical en el juego de poderes?, ¿hay con qué hacerlo?), refundar el Estado
seguramente deberá seguir esperando.
¿Más de lo mismo
entonces? Como van las cosas, y en lo inmediato: sí. Entonces: ¿no sirvió de
nada todo este despertar? ¡¡De ningún modo!! Deja consecuencias, enseñanzas,
lecciones aprendidas… y avances.
Si bien esto no fue una
“revolución popular” (¿la Revolución Sandinista, por ejemplo?, donde la gente
en la calle, armada de palos y machetes y mucha cólera sacó del poder al
dictador Somoza), tampoco puede decirse que la gente en la calle,
definitivamente indignada, hastiada de tanta basura, no cuenta, que todo esto
fue en vano.
Para muchos, el hecho
de haberse permitido salir a protestar, marca un cambio en su vida. Luego del
miedo de décadas atrás, se vivió ahora un despertar. El ejercicio ciudadano de
ir más allá del rutinario (e inservible) voto cada cierto tiempo, mostró que
existe un poder popular. Por lo pronto, varios funcionarios corruptos tuvieron
que abandonar sus cargos, y varios de ellos guardan prisión. No es un cambio
sustancial en la vida de ese 53% de guatemaltecas y guatemaltecos que
sobreviven en la más cruel pobreza con dos dólares diarios, pero podría ser un
inicio de algo.
¿Cayó la corrupta ex
vicepresidenta por la movilización ciudadana? Sí y no. Seguramente hubo ahí una
movida política palaciega (para eso vino el vicepresidente estadounidense
Joseph Biden hace unos meses), y probablemente se utilizó el descontento
ciudadano para amplificar la movida (guerra de cuarta generación, no lo
olvidemos). Pero también la gente abrió algo los ojos.
Que el campo popular
está fragmentado, desorganizado, cooptado por los poderes dominantes, no es
ninguna novedad. Caído el Muro de Berlín, y con él caídos muchos sueños
transformadores (¿caídos o adormilados temporalmente?), es difícil re-articular
luchas por ideales que, hoy por hoy, se los quiere presentar como
antidiluvianos, anacrónicos, supuestamente superados. De todos modos, mientras
haya injusticias habrá reacción popular. Y por supuesto que sigue habiendo
muchas y profundas injusticias.
La corrupción es una
más de ellas, ni siquiera la más importante: es un efecto de un sistema que la
crea. Por supuesto que son corruptas las propiedades obtenidas con la
corrupción y el robo, tal como hizo –digámoslo como muestra– la ex
vicepresidenta, al igual que todo el séquito de corruptos y parásitos que
hicieron fortuna amparados en el Estado contrainsurgente y mafioso que aún
continúa vigente y de la que ella era cabeza, junto al presidente aún en
funciones.
Pero ¿no lo son también
las obtenidas por medio de la explotación? Porque, hasta donde se sabe, nadie
ha hecho fortuna trabajando… ¿Sólo a Ingrid Roxana Baldetti Elías habría que
enviar al pelotón de fusilamiento? (en China, recordemos, se fusila sin
miramientos a los funcionarios corruptos). ¿Quién corrompía a estos corruptos?
¿Quién se benefició –¡o se sigue beneficiando!– de estos enjuagues aduaneros,
por ejemplo? ¿Cuándo se conocerán los nombres y, principalmente, se actuará
contra ellos? ¿No muestra ese silencio que hay jugada palaciega en la denuncia
de la CICIG?
La cuestión que este
texto pretende transmitir es: ¿cómo hacer para mantener ese espíritu rebelde
que se encendió en Guatemala en estos meses e ir más allá de la corrupción?
Ojalá quienes lean esto tomen la pregunta como provocación para encontrar las
respuestas. Aquí estamos esperándolas.
Material
aparecido en la Revista Análisis de la Realidad Nacional, del IPNUSAC, año 4,
edición digital No. 76, julio de 2015
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