Para comienzos del
siglo XXI, sin embargo, la creciente escasez relativa de tierra y agua en
Panamá genera conflictos socioambientales cada vez más generalziados; encarece
los costos económicos y políticos de la actividad de tránsito, y genera
dificultades crecientes para la operación sostenida del Canal a mediano y largo
plazo.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
A lo largo de doce mil
años, la gestión del ambiente y el territorio por la especie humana en Panamá
ha concedido una importancia de primer orden al tránsito interoceánico como
elemento articulador de su desarrollo en el Istmo. Así, en el momento de la
Conquista europea el territorio panameño estaba organizado en cacicazgos
vinculados a corredores interoceánicos que discurrían a lo largo de grandes
cuencas – como las de los ríos Santa María, Coclé, Bayano y el sistema
Chucunaque – Tuira. Esos corredores ofrecían tanto el acceso tanto a una
multiplicidad de ecosistemas y recursos - desde los manglares de las zonas de
grandes mareas del Pacífico, hasta el bosque tropical húmedo y los yacimientos
de oro aluvial del Atlántico -, como a rutas de intercambio comercial entre los
mundos chibcha y maya, por las que circulaba una abundante riqueza.
Tras la Conquista, en
cambio, la Corona española concentró el tránsito en un único corredor, que corría
– y aún corre – por los valles de los ríos Chagres, en la vertiente Atlántica,
y Grande, en la Pacífica. Ese corredor se vio complementado por otro, de
carácter agroganadero, orientado en dirección Este – Oeste sobre las sabanas
antrópicas ya existentes entre la ciudad de Panamá y la América Central, a lo
largo de la región Sur - central del país. A su vez, el monopolio del tránsito
por el valle del Chagres se vio complementado por la clausura de las demás
rutas anteriormente en uso, y la creación de una frontera interior que segregó
la mayor parte del litoral Atlántico y del Darién del territorio considerado
“útil” en el nuevo ordenamiento colonial.
El principal centro de
población pasó a estar ubicado en la zona articulada por la ciudad de Panamá y
el corredor agraganadero, mientras la población indígena que sobrevivió a la
Conquista fue desplazada a tierras marginales, y la fuerza de trabajo
fundamental pasó a estar constituida por esclavos africanos y por la población
mestiza a partir del siglo XVII. Así, el contraste contemporáneo entre los
paisajes del corredor interoceánico y los del interior del país expresa los
resultados de la organización territorial de una sociedad integrada por grupos
humanos que organizan sus relaciones con la naturaleza en el marco de una
estructura de poder contradictoria y conflictiva, sustentada por un crecimiento
económico siempre asociado a la degradación ambiental y la inequidad
social.
Para comienzos del
siglo XXI, sin embargo, la creciente escasez relativa de tierra y agua en
Panamá genera conflictos socioambientales cada vez más generalziados; encarece
los costos económicos y políticos de la actividad de tránsito, y genera
dificultades crecientes para la operación sostenida del Canal a mediano y largo
plazo. Todo esto demanda encarar las dificultades inherentes al hecho de que solo puede ser
sostenible una sociedad democrática; que solo puede ser democrática una
sociedad culta, y que solo puede llegar a ser plenamente culta y democrática
una sociedad que sea a la vez próspera y equitativa.
Hoy, una mirada al país
desde el futuro que deseamos para nuestra gente revela ya posibilidades y
capacidades para construir una sociedad así mediante el fomento de los recursos
humanos y naturales que la sociedad insostenible que tenemos ha despilfarrado por más de cuatro siglos. La resistencia al cambio, en este plano, hunde sus raíces tanto en las
estructuras de relación con la naturaleza gestadas por el transitismo, como en
las estructuras de gestión pública asociadas a esa relación. Por eso mismo, llega la hora de
empezar a discutir la transformación del Estado panameño, para ponerlo en
condiciones de contribuir realmente a la transformación de la sociedad a la que
debe servir.
El país que emerja de
una transformación semejante será sin duda muy distinto al del transitismo,
pero sin duda será también mucho más semejante a sí mismo y mucho más capaz, de
conocerse, ejercerse y desplegarse desde sí. El hecho de reconocer y
enfrentar esta necesidad representa ya un importante logro cultural y político.
Cultural, porque dispondremos de mejores respuestas en la medida en que seamos
capaces de producir mejores preguntas. Y político, porque empezamos a entender
que la libertad consiste en poder decidir con qué problemas
queremos vivir, y con cuáles no estamos dispuestos a hacerlo, y en atenernos a
las consecuencias de lo que decidamos al respecto.
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