Ante la crisis la única
respuesta ha sido la manifestación de la impotencia. Esto es el ELA: impotencia.
Lo grave es que, mientras tanto, la sociedad puertorriqueña se desmorona.
Francisco
Catalá Oliveras* / Semanario Claridad
Es un contrasentido plantear la resucitación
o la autopsia de algo inexistente. La existencia del Estado Libre Asociado
(ELA) ---que no es estado, ni libre ni asociado--- siempre ha estado en
entredicho. Vicente Geigel Polanco lo catalogó de “farsa”. Por su parte, José
Trías Monge, al analizar las “penas de la colonia más antigua del mundo”, se
refiere al proceso que culminó con la proclamación del Estado Libre Asociado,
el 25 de julio de 1952, como “horrorosa ordalía y de un récord vergonzoso”.
Nadie pone en duda que ambos sabían de lo que estaban hablando.
Sin embargo, el hecho es que el Estado Libre
Asociado, real o mítico, existe como fenómeno político. Después de todo, la
falsificación de la realidad, la demagogia y la mentira forman parte de los
procesos políticos. Pero, más allá de todo esto, es evidente que en todo marco
colonial se dan cambios institucionales, sociales y económicos.
Puerto Rico, aunque siempre encajado en su
encuadramiento colonial, ha experimentado varios cambios institucionales
significativos. Valga destacar la Real Cédula de Gracias de 1815, catalogada
por algunos como el primer programa de fomento económico en la historia del
País, y la Carta Autonómica de 1897, interrumpida casi al nacer por la invasión
militar de 1898. A las alteraciones institucionales bajo el imperio español le
han sucedido varios arreglos bajo el imperio estadounidense, como la Ley Foraker
de 1900, la Ley Jones de 1917 y la que ahora se denomina Ley de Relaciones
Federales con Puerto Rico.
No todos los cambios institucionales se
recogen en leyes orgánicas. La dinámica institucional las desborda. Las
agencias creadas bajo la presidencia de Roosevelt ---la “Puerto Rican Emergency
Relief Administration” (PRERA) y la “Puerto Rican Reconstruction
Administration” (PRRA)--- reflejan tal
dinámica. Le sirvieron de prólogo al reformismo de la década de 1940. A la
intensificación de la gestión pública le acompañó la legislación federal que
proveyó para el gobernador electivo y la Ley de Incentivos Industriales (1947)
orientada al fomento de la inversión directa externa a base de exenciones
tributarias, eje de la política industrial que, con las modificaciones de
rigor, persiste hasta el día de hoy. Tal andamiaje institucional, junto a la
engañosa denominación de “común” a la previa extensión unilateral de la
defensa, el mercado, la moneda y la ciudadanía, sirvió de materia prima en la
configuración del llamado Estado Libre Asociado (ELA).
El ELA no alteró el estatus colonial de
Puerto Rico. La soberanía del Congreso sobre el territorio permaneció incólume.
Más aún, se ha menoscabado la supuesta “autonomía” ya que continuamente aumenta
la intervención del gobierno federal de Estados Unidos en numerosos espacios
del ámbito político puertorriqueño. La jurisdicción de la Corte Federal, por
ejemplo, parece no tener límites. Por otro lado, los límites del “gobierno
local” lucen cada vez más asfixiantes. Desde el primer día el reclamo de
“crecimiento” o “culminación” del ELA se hizo sal y agua.
En el campo económico se ha dado un proceso
análogo al de la dimensión política: pérdida progresiva de control. Se ha
configurado un enclave de inversión directa externa que se caracteriza por las
ventajas tributarias, la repatriación de ganancias y la desproporción en la
distribución funcional del ingreso entre propietarios y trabajadores.
En un excelente trabajo empírico, realizado
por el economista Edwin Irizarry Mora, en el que se estima el Estado de
Situación de Puerto Rico para el período 1950-1984, se revela que del total de
la riqueza o de activos en Puerto Rico la fracción que pertenecía a los
residentes del País (gobierno, empresas y personas) se redujo de 81 por ciento
en 1950 a 59 por ciento en 1960, 38 por ciento en 1970 y 19 por ciento en 1984.
Ahora debe ser aún más bajo. En otras palabras, el patrimonio nacional neto
(excluyendo el valor de las tierras y del capital humano) es relativamente cada
vez más modesto, lo que significa que la propiedad y el control del grueso de
los activos productivos radicados en Puerto Rico están fuera del País.
No fue por casualidad que en el último
mensaje que el gobernador Muñoz Marín presentó ante la Asamblea Legislativa, El
Propósito de Puerto Rico (1964), se plantea como uno de los objetivos medulares
lograr que una creciente proporción de la economía puertorriqueña y de las
decisiones esté “en manos de hijos del País como ha ocurrido en todos los que
actualmente son los países desarrollados del mundo”. No obstante, tanto bajo su
gestión como bajo la de sus sucesores la ruta ha sido precisamente la inversa:
si algo no controlan los “hijos del País” es la economía.
En estos momentos la discusión pública se
centra en la crisis, sobre todo en la deuda del gobierno y sus corporaciones,
entre las que sobresalen la Autoridad de Energía Eléctrica y la Autoridad de
Acueductos y Alcantarillados. El endeudamiento se discute en un contexto
definido por la contracción de la actividad productiva, la insuficiencia fiscal
y la emigración. Puesto que el ELA, realidad o mito, cumple 63 años resulta
oportuno darle cierta perspectiva histórica a tal discusión.
Según la versión oficial la “recesión”
comenzó en marzo de 2006 ---hace nueve años---, mucho antes que la crisis
financiera que precipitara la recesión en la economía estadounidense y en otras
economías. No debe olvidarse que fue precedida por un largo periodo de relativo
estancamiento, a partir de la década de 1970, que ni la Sección 936 ni las
crecientes transferencias federales ni el progresivo endeudamiento público
pudieron evitar. A este periodo le precedió un tramo (décadas de 1950 y 1960)
de alto crecimiento del enclave industrial en función de privilegios
tributarios que, aparte de erosionar la base fiscal, no pudo conjurar los altos
niveles de desempleo. Se acompañó de un enorme flujo emigratorio, de una
creciente remisión de ganancias hacia el exterior y de un progresivo
endeudamiento.
Para el año 1970 la deuda pública representaba
el 35.4 por ciento del Producto Nacional Bruto. Si se contrasta con el 100 por
ciento de ahora, luce modesta. Pero no debe olvidarse que partió de una base
relativamente insignificante. Mientras que el Producto Nacional Bruto aumentó
por un múltiplo de seis de 1950 a 1970, la deuda pública se incrementó por un
múltiplo de catorce durante el mismo periodo. Todo era cuestión de tiempo.
En el siglo 21 la emigración masiva ha
reaparecido con mayor intensidad. La población total acusa reducción y la pirámide
demográfica se ha invertido. Para colmo de contradicciones, aunque resulte
inconcebible, los rendimientos de capital (ganancias, dividendos e intereses)
remitidos al exterior sumaron $36,052.2 millones en el año fiscal 2014. De tal
suma se atribuyen a ganancias de inversiones directas $30,535.7 millones. Esto
refleja una mezcla perversa de exenciones tributarias y precios de
transferencia que podrá resultar funcional para el enclave ---por naturaleza
inestable, hoy está aquí y mañana allá--- pero no para el desarrollo sostenido
y sustentable del País. Y ahora, la agudización de todos los problemas coincide
con un gobierno cuyos grados de libertad de operación se han reducido al
mínimo: sus finanzas agonizan y su margen de endeudamiento ha llegado prácticamente
al límite. En realidad, a partir de tal expediente histórico no podía ser otro
el desenlace. La economía de Puerto Rico siempre, aun en los llamados buenos
momentos, ha sido disfuncional.
Quizás los parámetros de la discusión pública
deberían ser otros. Tal vez deberían analizarse las posibilidades de una gran
industria de procesamiento de alimentos, montada en la importación de materia
prima y en la rehabilitación del sector agrícola local, orientada tanto a la
exportación como a la tan necesaria seguridad alimentaria. Ante la contracción
de la industria farmacéutica podría ser tema de discusión la transición hacia
una industria farmacéutica especializada en genéricos, compuesta de capital
local ajustado a márgenes de ganancia menos ambiciosos que los que caracterizan
a las grandes multinacionales. O, quizás, podrían explorarse nuevos rumbos para
el turismo, vinculándolo más estrechamente al desarrollo de actividades
artísticas y de entretenimiento y enlazándolo con el turismo más amplio del Caribe.
Hay mucho que discutir y que hacer. Los
países progresan en función de complejos tratados comerciales que les sirven
para atraer y gestar nuevas actividades económicas en función de la diversidad
de sus mercados y de sus fuentes de inversión; articulan sólidas
infraestructuras sociales (como la educación pública y el servicio de salud) y
físicas (transportación, comunicación y energía) montadas en una amplia y
creciente base impositiva; aprovechan al máximo recursos que les permitan
distinguirse y hacer valer ventajas comparativas, como, entre otras, posición
geográfica, rutas comerciales, experiencia histórica y acervo cultural; y se
caracterizan por su agilidad institucional o disposición al cambio.
Desafortunadamente, éstos no son los temas que dominan la discusión pública.
Todavía se conmemora el ELA, aunque el
entusiasmo haya mermado significativamente. Y la discusión sigue girando en
torno a la dependencia, la emigración, el agotamiento, la deuda y claro, la
gran propuesta del Secretario de Desarrollo Económico de hacer de Puerto Rico
un santuario para multimillonarios… Ante la crisis la única respuesta ha sido
la manifestación de la impotencia. Esto es el ELA: impotencia. Lo grave es que,
mientras tanto, la sociedad puertorriqueña se desmorona.
* El autor es economista y
miembro de la Junta Directiva de CLARIDAD.
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