La valentía con la que
el Papa Francisco está dando una respuesta a la altura de las complejas y
delicadas exigencias de nuestro tiempo, marcará un antes y un después en la
historia de la Iglesia y del pontificado.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La visita del Papa
Francisco a Cuba y Estados Unidos, que sin duda será recordada como histórica
por su relevancia y su sentido de oportunidad, ha terminado por revelarnos la
dimensión de estadista del pontífice y su perfil de estratega político que no
deja ni un solo detalle al azar: ni en sus discursos, en los que articula con
fineza el argumento con la sencillez de las metáforas y las evocaciones; ni
mucho menos en sus puestas en escena,
donde lo mismo celebra los oficios religiosos a la sombra de la imagen del Che
Guevara y Camilo Cienfuegos en la Plaza de Revolución, o envía su saludo de “admiración y respeto” a
Fidel Castro, que refrenda en la Casa Blanca las acciones del
presidente Barack Obama contra el cambio climático o pronuncia un memorable mensaje desde el centro mismo
del imperio: el Congreso de los Estados Unidos. “El mundo contemporáneo con sus
heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas
las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos”, dijo el Papa en su
alocución ante los legisladores estadounidenses, desmarcándose así de
maniqueísmos y prejuicios ideológicos –como también lo había hecho en Cuba-,
para situar el debate en el horizonte de la búsqueda del bien común. Unir más
que dividir, acompañar más que disgregar.
El liderazgo de
Francisco, en todo caso, no se limita a cuestiones de forma y estilo, o más
precisamente, de estética y comunicación, sino que se asienta en la coherencia
entre su pensamiento –que entrelaza el amor evangélico profundo, y casi
radical, con la crítica al capitalismo depredador de nuestros días- y su praxis
pastoral: esta se expresa en su compromiso con los más humildes, con todos los
riesgos que esto implica, incluso para su propia vida, y en la construcción de
una política de la esperanza que lo
convierte en un referente mundial para creyentes y no creyentes, en momentos en
que la humanidad clama por orientaciones éticas y morales en medio de
violencias, guerras, desencanto y, en definitiva, de la crisis civilizatoria
por la que transitamos.
Esta política de la esperanza, inclusiva y
abierta al mundo, a sus dramas y sus necesidades, se perfila tanto en la
dimensión individual como en la social. En La Habana, la homilía de Francisco giró en torno al
desafío de subvertir la lógica egoísta de la cultura dominante, para encontrar la vida auténtica que “se vive en el
compromiso concreto con el prójimo”. Para el pontífice, “servir significa,
en gran parte, cuidar la fragilidad. Cuidar a los frágiles de nuestras
familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo. Son los rostros sufrientes,
desprotegidos y angustiados a los que Jesús propone mirar e invita
concretamente a amar. Amor que se plasma en acciones y decisiones. Amor que se
manifiesta en las distintas tareas que como ciudadanos estamos invitados a
desarrollar. (…) la importancia de un
pueblo, de una nación; la importancia de una persona siempre se basa en cómo
sirve la fragilidad de sus hermanos. En eso encontramos uno de los frutos
de una verdadera humanidad”.
En Washington,
Francisco insistió en su crítica a la negación de la dignidad humana que
promueven gobiernos, instituciones y políticos que sirven al dinero –“el
estiércol del diablo”, como lo llamó en Bolivia- y no al prójimo oprimido y
sufriente. “Si es verdad que la política
debe servir a la persona humana, -sostuvo- se sigue que no puede ser esclava de la economía y de las finanzas.
La política responde a la necesidad
imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de
una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con
justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social”.
Y en su intervención
en la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas en Nueva York,
el Papa condenó la perversa combinación de destrucción ambiental y exclusión
social, que hoy amenaza a la humanidad entera y sus posibilidades de garantizar
la reproducción de la vida en condiciones dignas para todos y todas: “La exclusión económica y social es una
negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos
humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos
atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al
mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente las
consecuencias del abuso del ambiente. Estos
fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada
«cultura del descarte»”. Y agregó: “los
gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la
mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y
mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social.
Ese mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad del espíritu, que comprende la
libertad religiosa, el derecho a la educación y los otros derechos cívicos”.
En su encíclica Laudato si’, Francisco sostiene que,
ante la degradación social y ambiental que nos amenaza, debemos emprender una “revolución cultural”. Y a eso está
abocado: a sumar esfuerzos, acercar pueblos, tender la mano, forjar alianzas y
apelar a la conciencia de los hombres y mujeres de todo el planeta. Con audacia,
navega en medio de aguas agitadas para llevar adelante el programa político de
su encíclica. Sus giras por América del Sur, en el mes de julio, y ahora por
Cuba y los Estados Unidos, dan testimonio de ello.
No sabemos si Francisco
logrará concretar la reforma institucional del Vaticano y la actualización
doctrinaria que la Iglesia Católica requiere con urgencia. Los obstáculos y
resistencias internas de las jerarquías episcopales, y el inevitable pulso de
intereses, podrían dar al traste con el que, finalmente, se presentaba como el
desafío mayor al momento de su elección. En ese escenario, la agenda global
parece ganar terreno a la agenda de los
asuntos internos de la Iglesia, o acaso
avanzar en la primera sea también una forma de legitimar y preparar el
terreno para la segunda. Eso está por verse.
Al margen de estas
disquisiciones, es inobjetable el liderazgo activo que ha asumido el primer
Papa latinoamericano en temas como la paz, las tensiones geopolíticas del mundo
multipolar, la lucha contra la pobreza y
la desigualdad social, o la protección de la Casa Común ante el capitalismo y
el cambio climático. Y que lo haga desde la influyente posición que ahora ocupa
merece un profundo y sincero reconocimiento. La valentía con la que el Papa
Francisco está dando una respuesta a la altura de las complejas y delicadas
exigencias de nuestro tiempo, marcará un antes y un después en la historia de la
Iglesia y del pontificado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario