La prensa internacional
reporta que más de 130 mil migrantes y refugiados, provenientes de África,
Medio Oriente y Asia han intentado llegar a Europa en lo que va de este año: desplazados
por las guerras imperiales en Libia, Siria o Ucrania; acosados por el
extremismo religioso; perseguidos por los ejércitos mercenarios y terroristas
con los que Occidente libra hoy sus guerras sucias por el mundo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“Esta semana se han
batido todos los récords en llegada de refugiados a Europa. La explicación es
sencilla: las rutas, aunque cada vez más largas y mortíferas, siguen abiertas.
Los muros que Europa construye aún no están terminados, ni se ha puesto en
marcha la operación para controlar militarmente la costa Libia. Los que huyen
de las guerras saben que esta es una oportunidad única y el próximo tren tal
vez les obligue a tomar aún más riesgos”. El
Mundo, 31/08/2015
“Cierro los ojos para
vivir. También para matar”. Así reflexionaba Ovidio, el poeta latino de la antigüedad,
durante su destierro en Tomis (hoy el puerto rumano de Constanza). Al menos así
lo imaginó Vintila Horia (Segarcea, Rumania, 1915-1992) en su obra Dios ha nacido en el exilio. Un libro
que, 55 años después de su publicación y
de que se le galardonara con el prestigioso premio Goncourt, mantiene una asombrosa
actualidad y sigue siendo una invitación para quienes, aún en medio del drama
contemporáneo, creemos en el ser humano, sus posibilidades de emancipación y de
transformación de la realidad opresora.
En Tomis, frontera
final del imperio, límite entre la
civilización romana y la barbarie
de un mundo desconocido, Ovidio probó la hiel del destierro, del abandono y de
la censura impuesta por el puño de hierro del emperador Augusto, a causa de sus
críticas y la falsa acusación de corromper a la juventud. Abandonado a merced de los caprichos del César, dice el poeta en uno de los pasajes del libro: “Augusto nos ha dado
un Imperio, pero nos ha quitado
el alma”.
¿Cómo no sentir, con
Ovidio, que hoy también el Imperio global nos va desgarrando de a poco el alma?
¿Que la vida nos pertenece un poco menos cuando crecen las legiones de los
desterrados; de los condenados que malviven en la periferia de la opulencia,
purgando el castigo de una sentencia que jamás conocieron, y que ahora buscan
llegar al pretendido paraíso –Europa- que fue labrado a costa de su despojo, de
su desposesión? Exiliados de su propia tierra, exiliados de sí mismos.
La prensa internacional
reporta que más de 130 mil migrantes y refugiados, provenientes de África,
Medio Oriente y Asia han intentado llegar a Europa en lo que va de este año: desplazados
por las guerras imperiales en Libia, Siria o Ucrania; acosados por el
extremismo religioso; perseguidos por los ejércitos mercenarios y terroristas
con los que Occidente libra hoy sus guerras
sucias por el mundo. Es la libertad humana atormentada por las tempestades
de los fabricantes de una historia que no admite más voces que las del poder, y
en la que vida o muerte se deciden en la balanza de la justicia de la Bolsa de
Valores o en el tablero del ajedrez geopolítico y de la codicia imperial.
Niños que mueren
ahogados en el mar, barcos que naufragan con cientos de personas a bordo,
madres que claman en el anden de los ferrocarriles, hombres y mujeres que
intentan saltar los muros de la infamia y la deshumanización... El mal, el
verdadero, no el de las viejas páginas del catecismo de la infancia, crece frente
a nosotros cada día y nos susurra, perverso, al oído: “¿Hay Dios? ¿Se acuerda
de estos, sus hijos e hijas que sufren hasta lo indecible?”
La locura de la guerra y
la autodestrucción nos acosa: los carniceros sacian su hambre en los banquetes del
extremismo, bebiendo en ojivas la sangre humana, mientras desgarran con sus
dientes la carne de cañón de los inocentes. Desde la lejanía, confinados al
espectáculo del horror, ¿no nos queda más que asistir, impasibles, al
pestilente anuncio del “crimen ecuménico”, como decía el poeta español Félix
Grande, que ya enturbia el aire?
Cierro los ojos: ahora
miro el horizonte que contempló Ovidio en Tomis, extendiéndose más allá del Mar
Negro y de los límites del imperio. La vida está allí, al margen de esta
vorágine criminal de la racionalidad asesina del dinero y de la fuerza de las
armas. Allá, lejos de la civilización del capital y de la muerte, está la vida,
en lo no explorado todavía, en lo que falta por construir, en el nuevo mundo
que habremos de traer a este viejo mundo decadente: donde los hombres y mujeres
serán por fin dueños de sus días.
¿Habrá un mañana
diferente al futuro que nos anuncia este presente atroz? Quiero creerlo. Y
cuando este llegue, no tendremos que empeñar nuestras preces, ni vender los
sueños que nos mantienen en pie, para ir viviendo por el mundo mientras el alma
se consume hasta extinguirse. ¿Qué puede ser solo un sueño? Quizás. Pero es la
utopía a la que debemos aferrarnos.
Cuando abramos de
nuevos los ojos… ¿tendremos que matar para seguir viviendo, como en la paradoja
existencial de Ovidio? ¿Lo harán los otros? ¿Está el hombre irremediablemente
condenado a ser el lobo del hombre?
En esa decisión nos va
el destino de la humanidad.
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