Es
preciso que el imperativo masculino secularmente impuesto y que legitima las
agresiones psicológicas, físicas y sexuales contra las mujeres, cese ya. Es
hora de barrer por completo con el nefasto orden patriarcal, que justifica y sostiene
relaciones de subordinación y dependencia contra las mujeres y una falsa,
absurda y anacrónica superioridad masculina.
Pedro Rivera Ramos / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
No hay duda que la
mujer ha alcanzado grandes logros y no pocos avances en el ejercicio de sus
derechos y en la igualdad con sus semejantes. Pero esa mujer que ha sido
inspiración permanente de poetas, crucial en la caída de imperios poderosos y
que ha sido capaz hasta de fundar naciones, sigue aun confrontando en la
actualidad, no solo grandes obstáculos para su integración y desarrollo plenos,
sino soportando grandes injusticias y no pocas desigualdades. En el mundo de
hoy dos de cada tres personas analfabetas son mujeres y el 60 % de los pobres
están constituidos por ellas. Siguen siendo las principales víctimas del
desempleo, del empleo precario y de las agresiones familiares; de los salarios
injustos y el estereotipo de las profesiones; de las limitaciones a la
participación política y a la preservación de su salud reproductiva.
Una
de las lacras más infames que padecen las mujeres, son las agresiones y
maltratos machistas y misóginos que sufren por su género. Ello evidentemente es
reflejo de una compleja problemática que rodea y determina los actos violentos
contra las mujeres y cuya solución pasa primeramente, por comprender las claves
que los sostienen socialmente. El maltrato hacia las mujeres sigue haciendo de
nuestras sociedades, conglomerados humanos injustos y desiguales.
De
allí que nada será nunca suficiente, para profundizar en la necesidad de la
visibilidad y sensibilización social, hacia el cada vez más extendido problema
de la violencia contra las mujeres.
Violencia que en ninguna de sus formas y manifestaciones: física, sexual
o emocional, representan hechos de carácter aislado o están desprovistas de una
serie de mitos y prejuicios, que aún en nuestros días, suelen dificultar la
comprensión a plenitud de esta realidad como un verdadero problema social y de
derechos humanos.
Este
fenómeno cultural, social y económico de alcance universal y que solo a fines
de la década de los 80 comenzó a adquirir la prioridad que merecía, fue
catalogado recientemente por la Organización Mundial de la Salud (OMS), “como
un problema de salud global de proporciones epidémicas”. Y es que las cifras son tan alarmantes
como aterradoras y alcanza no sólo los hogares y los centros laborales; sino
también los centros de estudio y la vida pública y política de las mujeres.
Así, de cada 3 mujeres en el mundo, una ha sido víctima de maltrato físico o sexual,
por alguien a quien conocen o en quien confiaban; mientras que en el 99% de los
casos, es el hombre el que ejerce esa violencia sobre la mujer. Todo ello en un mundo marcado
predominantemente por la violencia y que según el Informe “El Progreso de las Mujeres en el
Mundo 2011-2012”, todavía existían 603 millones de mujeres y niñas
viviendo en países, donde no existe protección alguna frente a la violencia
doméstica y otras 2,600 millones, donde la violencia conyugal no estaba
penalizada.
En
nuestro país, la situación no resulta muy distinta a lo que acontece en otras
latitudes. Según cifras de la Defensoría del Pueblo y otras fuentes, desde el
2009 hasta el año 2014, 357 mujeres habían muerto de manera violenta y de
ellas, más del 65% de sus muertes habían sido consideradas como feminicidios.
Es
evidente que las diferentes formas que adquiere la violencia contra las
mujeres, tienen entre sus principales causas directas, expresiones inequívocas
de discriminación, opresión y de inequidades de género. Pero todo ello
descansa, es bueno saberlo, en las desigualdades que históricamente se han ido
configurando, a través de las estructuras sociales y de poder, que la humanidad
ha venido construyendo y que explican, en gran medida, las diferencias marcadas
en los roles sociales entre los hombres y mujeres. De ese modo, es que se
sostienen las inequidades en los diferentes ámbitos humanos y se perpetúan las
relaciones de explotación, violencia, dependencia y abuso hacia las mujeres.
Cuando han transcurrido
casi 17 años desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas,
declarara el 25 de noviembre como Día Internacional de la Eliminación de la
Violencia contra la Mujer, no hay duda que se pueden constatar algunos avances
y progresos en esa dirección y en la superación de las marcadas desigualdades
que se tienen con los hombres, en las esferas laboral, familiar y social. Sin
embargo, en el caso de nuestro país, queda mucho por hacer todavía en el
terreno legal y laboral; en la creación de centros de atención especializados;
en la prevención primaria; en las políticas públicas y en la lucha contra el
sexismo predominante en nuestros principales medios de comunicación y agencias
de publicidad. Asimismo, urge profundizar en las causas, consecuencias y
factores de riesgo, que hacen de la violencia hacia las mujeres, un instrumento
de control y dominación social.
No
existe ámbito de la vida social, económica, política o cultural de nuestras
sociedades, que estén libres de este flagelo. Es justo reconocer que ni siquiera
las universidades están, ni han estado, exentas del mismo. A diferencia de
muchos otros países, en el nuestro, pareciese que no contamos con muchas investigaciones sobre violencia de
género en el espacio universitario. Lo cierto es que el no reconocimiento de la
existencia de este problema en nuestras universidades, no significa en modo
alguno, que no exista. Encararlo y descubrir sus manifestaciones; así como
construir una guía de prevención y atención de la violencia de género en las
universidades, debiera representar en lo inmediato, una tarea urgente a asumir
cuanto antes.
Es
necesario que toda la sociedad brinde a este problema el valor y la importancia
que merece. La violencia contra las mujeres es un fenómeno complejo que tiene
impactos en diferentes ámbitos de la vida social. Hay impactos a nivel
individual, comunitario, familiar, en la sociedad en general y en la salud
física o mental, en particular. Esa violencia provoca miedos, inseguridades,
baja la calidad de vida y problemas graves de convivencia. El Estado panameño
debe plantearse políticamente y con criterios de justicia social y de género,
la erradicación de las diferentes formas de maltrato hacia las mujeres, que
vale recordar, son las responsables principales de asegurar la supervivencia de
las familias.
Es
preciso que el imperativo masculino secularmente impuesto y que legitima las
agresiones psicológicas, físicas y sexuales contra las mujeres, cese ya. Es
hora de barrer por completo con el nefasto orden patriarcal, que justifica y sostiene
relaciones de subordinación y dependencia contra las mujeres y una falsa,
absurda y anacrónica superioridad masculina.
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