Cuando se habla de restauración
conservadora o del fin del ciclo de los gobiernos progresistas, lo que debería
advertirse es que, de triunfar esa situación, lo que se viene es la
restauración de las políticas de flexibilidad y precarización del trabajo, que
se impondrán a cualquier precio, incluida la represión a la protesta e
irrupción de la ciudadanía.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / Firmas
Selectas (Prensa Latina)
El 31 de enero de 1917, en el Teatro
Iturbide de la ciudad de Querétaro, el Congreso Constituyente expidió la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos, que promulgó Venustiano Carranza
en su calidad de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y Encargado del
Poder Ejecutivo, publicada en el Diario Oficial el lunes 5 de febrero de 1917.
Su centenario es un acontecimiento
latinoamericano, porque fue pionera en avanzar más allá de los derechos individuales
(civiles y políticos) e introducir los derechos laborales y sociales
fundamentales.
En efecto, consagró dos principios
rectores: las leyes laborales están destinadas a proteger a los trabajadores
(principio pro-laboro o pro-operario) y los derechos
de los trabajadores son irrenunciables; pero, además, dedicó el Título VI al
Trabajo y la Previsión Social, y en el artículo 23 fijó una serie de derechos.
Estos fueron: jornada máxima de 8 horas
diarias y 6 días semanales (nocturna de 7 horas, pero 6 para mayores de 12 años
y menores de 16, con prohibición del trabajo a menores de 12); prohibición del
trabajo nocturno y en labores “insalubres o peligrosas” para mujeres y jóvenes;
período de descansos para la mujer embarazada; salario mínimo; recargo del 100%
sobre las horas extras limitadas a 3 por día y máximo en 3 veces consecutivas;
reparto de utilidades empresariales; derecho a la sindicalización y a la
huelga.
Se crearían, además, cajas de seguro
populares; los patronos estaban obligados a dar habitación, escuela, enfermería
y servicios básicos; eran responsables de los accidentes del trabajo; debían
pagar indemnizaciones por despido intempestivo; serían nulas las estipulaciones
contrarias a los derechos laborales; y el arreglo de conflictos entre el
capital y el trabajo tenían que someterse a tribunales de conciliación y
arbitraje.
El constitucionalismo social mexicano se
extendió por América Latina. En Ecuador, por ejemplo, la Constitución de 1929,
nacida de la Revolución Juliana (1925), fue la primera en consagrar
prácticamente los mismos principios y derechos ya establecidos en México en
1917; y años más tarde, el Código del Trabajo (1938) consagró y amplió tales
derechos laborales.
A pesar de esas conquistas, la violación de
los derechos del trabajo, su incumplimiento y burla, los recortes y reformas
para ablandarlos, etc., han acompañado a la historia social latinoamericana.
Durante las dos últimas décadas del siglo
XX y los inicios del XXI, el neoliberalismo ganó terreno en la región y la globalización
capitalista transnacional se impuso al compás del derrumbe del campo
socialista.
En toda Latinoamérica, y acompañando las
tesis del retiro y privatización del Estado, el fomento de la competitividad
empresarial, el mercado abierto y desregulado, se generalizaron igualmente los
postulados sobre flexibilidad laboral y precarización del trabajo, que
amenazaron con liquidar los derechos sociales y laborales originados en México
un siglo atrás.
En Ecuador, las reformas galopaban al
impulso de las demandas empresariales para que se congelen salarios o se los
vincule a la “productividad” y a la “eficiencia” del trabajador, se incremente
la jornada semanal, dejen de pagarse horas extras, se suprima el reparto de
utilidades, se recorten las indemnizaciones, se regule y limite la
sindicalización y la huelga, y, desde luego, se privatice la seguridad social.
Como lo he sostenido en varios de mis escritos, era mejor revivir la esclavitud
para que los empresarios tradicionales se sintieran a gusto.
No hay duda que los gobiernos progresistas,
democráticos o de nueva izquierda alteraron el camino del neoliberalismo
latinoamericano en materia laboral. Las élites empresariales y del gran capital
no han perdonado semejante atentado a sus intereses.
Por eso, cuando se habla de restauración
conservadora o del fin del ciclo de los gobiernos progresistas, lo que debería
advertirse es que, de triunfar esa situación, lo que se viene es la
restauración de las políticas de flexibilidad y precarización del trabajo, que
se impondrán a cualquier precio, incluida la represión a la protesta e
irrupción de la ciudadanía.
Y la experiencia histórica inmediata está a
la vista.
En Argentina, bajo el pretexto de un
“programa de shock”, el nuevo gobierno presidido por Mauricio Macri (desde
diciembre de 2015), en menos de un año ya ha acumulado las nuevas condiciones
de la restauración empresarial, a la cabeza de lo cual se han colocado Clarín y
La Nación, que abiertamente abogaron por un “cambio indispensable en las
relaciones laborales”.
Las propuestas y cambios incluyen:
sustituir la negociación con los colectivos sindicales por la negociación a
nivel de empresa; descartar al Estado en los acuerdos entre empresarios y
trabajadores; flexibilizar la contratación; cuestionamiento al derecho de
huelga; disminuir o eliminar las cargas sociales; sustituir las indemnizaciones
por despido con un fondo de aportes por los mismos trabajadores.
A todo ello se suma: desfinanciamiento del
Estado, devaluación, pago a los “fondos buitre”, elevación de tarifas sobre
servicios, transporte, gas, luz, agua, teléfono; privatización de áreas y
bienes públicos; incremento de la educación privada; reventa de las acciones
estatales en las aseguras de pensiones; reforma de la seguridad social; y,
sobre todo, despido de miles de trabajadores tanto en el área pública como en
la privada.
En Brasil, con la llegada del gobierno de
Michel Temer (agosto 2016), las cosas no van por otro lado y el Ministro de
Trabajo ha cuestionado la legislación “obsoleta”, que tiene más de 40 años. Las
propuestas en camino apuntan a que se respeten los acuerdos entre empresarios y
sindicatos, pero incluyendo la flexibilidad laboral en todos los derechos,
aunque ello signifique superar las normas del Código del Trabajo; reforzar la
subcontratación o tercerización; reducción de jornadas y salarios en casos
empresariales críticos; e incluso despidos, que ya comenzaron.
Todos estos son caminos que vivió América
Latina desde la década de 1980. Pero el retorno de la flexibilidad y de la
precarización del trabajo toma ahora un nuevo brío, porque viene con aliento de
revanchismo y venganza para liquidar lo conquistado por los gobiernos
progresistas en materia laboral.
A tal punto llega la insensatez, que en
Brasil se ha sumado una medida que debería alamar al mundo entero: se
congelarán, durante dos décadas, los gastos sociales del Estado.
Salvando las distancias de espacio y de
tiempo, es un retorno parecido a las condiciones de trabajo que caracterizaron
al capitalismo de la primera revolución industrial, desde fines del siglo XVIII
y durante el siglo XIX.
Lo más inquietante es, como ha ocurrido en
Ecuador, que el movimiento de los trabajadores, así como el de los indígenas,
está debilitado y dividido y algunos de sus líderes no han tenido reparo en
inclinarse a diálogos, alianzas y uniones con las derechas empresariales y
políticas más tradicionales y sus candidatos presidenciales, con el visceral
propósito de enfrentar y derrotar al “correísmo” en las elecciones de
febrero de 2017.
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