Si esta democracia representativa no sirve a las grandes mayorías
populares, habrá que ir buscando otras formas. Ahí está la democracia de base,
la democracia real, directa, participativa, esperándonos.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Poderoso caballero
es Don Dinero”
Francisco de Quevedo
I
En las democracias representativas, supuesta panacea universal para
todos los problemas sociales de la Humanidad, se repite hasta el hartazgo que
el “pueblo es el soberano”. Aunque, a
juzgar por la cruda realidad, parece que es más “ano” que otra cosa.
Manda, sí…, pero solo a través de sus representantes. O sea que, inmediatamente
formulada la que pareciera una fórmula mágica, viene la mediación (¿el engaño?)
Para muestra, véase el Artículo 22 de la Constitución de la República Argentina
(solo como ejemplo: el mecanismo se repite exactamente igual en cualquier
democracia representativa): “El pueblo no
delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades
creadas por esta Constitución”.
En otros términos: el pueblo manda (¿manda?) el día que va a votar
(al menos, así nos dicen). Después, hasta varios años más tarde, no se dedica a
mandar sino a obedecer (o, más precisamente, a producir para otro, y a
consumir). Si esa es la democracia representativa, mejor busquemos otra cosa,
pues así parece que jamás se resolverán las penurias de los pueblos.
Ahora bien: analizadas las cosas en profundidad, parece que el
pueblo no manda nunca. Ni cuando va a votar (ahí es víctima de una monstruosa
manipulación de mercadeo político, y termina “eligiendo” la mejor campaña
publicitaria), ni mucho menos en la cotidianeidad del día a día, entre elección
y elección. ¿Quién manda entonces? ¿Los representantes de la democracia
representativa? ¿Esos señores encorbatados o esas señoronas muy bien
maquilladas y con tacones, siempre en medio de periodistas y guardaespaldas,
que hacen parte de los elencos gobernantes?
Esos “políticos profesionales” son los que hacen marchar la máquina
estatal: los que hacen las leyes, quienes desarrollan las políticas públicas,
quienes negocian en nuestro nombre. Pero… ¿mandan?
II
Permítasenos presentarlo a través de algunos ejemplos puntuales. Un par
quizá, suficiente para demostrar la falacia en juego.
En los países latinoamericanos que, con las dificultades del caso,
vinieron desarrollando políticas populares estos últimos años, redistributivas,
con algún criterio social, sus gobiernos fijaron impuestos considerables a las
empresas extranjeras que explotaban sus recursos naturales. Por ejemplo, tanto
en Bolivia con la explotación gasífera o en Venezuela con la extracción de
petróleo, las compañías deben pagar un 50% de regalías a los Estados de esos
países. Podría discutirse si allí efectivamente “manda el pueblo”; lo que queda
claro es que hay allí gobiernos populares, y que la población se ve bastante
beneficiada. Si los pueblos no mandan directamente, está claro que
mayoritariamente respaldan a sus gobiernos, pues reciben los beneficios de esas
administraciones.
En Guatemala –insistamos: tomamos ese país solo por poner un ejemplo; la
situación es similar en cualquier democracia representativa, sea Noruega,
Estados Unidos, Egipto o Sierra Leona– hace 30 años que se vive dentro de esto
que llamamos “democracia”, y su población continúa tan pobre y postergada como
siempre, excluida del desarrollo económico-social. La gente vota y elige a sus
representantes. ¿Manda la gente con su voto? ¿Mandan los representantes, el
presidente, los ministros, los diputados? Pero ¿quién da las órdenes entonces?
Mientras en la República Bolivariana de Venezuela o en el Estado
Plurinacional de Bolivia se retiene un 50% como impuestos a las ganancias de
las empresas extranjeras que explotan sus recursos naturales, en la democrática
Guatemala ese porcentaje es de apenas el 1%. Como el porcentaje suena a
bochornoso, y ante la presión popular, el Congreso de la República, según el
Decreto Legislativo 22-2014, aumentó esas regalías a un 10%. Para ello modificó
un artículo de la Ley de Minería, estableciendo puntualmente:
“LEY DE AJUSTE FISCAL. CAPÍTULO I.
REFORMAS Al DECRETO 48-97 DEL CONGRESO DE LA REPÚBLICA Y SUS REFORMAS, LEY DE
MINERÍA. Artículo 61. Se reforma el artículo 63 del Decreto Número 48-97 del
Congreso de la República y sus reformas, el cual queda redactado de la
siguiente manera: "Articulo 63. Porcentaje de regalías. El porcentaje de
las regalías a pagarse por la explotación de minerales y materiales de
construcción serán del diez por ciento (10%). De la recaudación resultante de
dicho porcentaje, el monto correspondiente a nueve puntos porcentuales (9%),
serán parte del fondo común y el monto correspondiente a un punto porcentual
(1%) se asignará a las municipalidades; y, cuando se trate de las
'explotaciones de los materiales a que se refiere el artículo cinco de esta
ley, los diez puntos porcentuales (10%) se asignarán a las municipalidades. Se
exceptúa de esta disposición, las regalías correspondientes a la explotación de
níquel, la cual pagará el cinco por ciento (5%), y las de jade que pagará el
seis por ciento (6%). De la recaudación resultante de ambos casos, el monto
correspondiente a un punto porcentual (1%) se asignará a las municipalidades y
el resto al fondo común.”
Hasta allí, eso parece una medida popular, de beneficio para la
población; en otros términos: habría más recaudación fiscal, por tanto, mayor
capacidad de inversión social. Llevar el impuesto del 1 al 10%, si bien no es
de gobierno con talante socialista como los de Venezuela y Bolivia, significa
un aumento considerable en la recaudación fiscal, y por tanto, una merma en los
ingresos de las empresas mineras (¡que, por supuesto, no quebrarán!).
Pero ahora viene lo importante: la normativa legislativa fue impugnada
por determinados círculos de poder (¿los que realmente mandan?) –léase: alto
empresariado organizado en sus cámaras– y tiempo después, el 17 de septiembre
de 2015, la Corte de Constitucionalidad (¿mandan ellos?) dejó sin efecto el
aumento a las regalías mineras. Por tanto, esa tasa impositiva sigue siendo del
1%.
Las compañías mineras, en nombre de la hoy día a la moda
“responsabilidad social empresarial”, voluntariamente llevaron ese aporte a un
2%. ¿Encomiable?
Valga aclarar que quienes forman la Corte de Constitucionalidad son
magistrados democráticos, no electos por voto popular sino en oscuras y
cuestionables negociaciones palaciegas, pero “firmes defensores de la constitucionalidad
democrática” en definitiva (o, al menos –aunque hagan exactamente lo contrario–
así lo declaran). Ahora bien: ¿por qué estos dignos y egregios funcionarios de
justicia dieron marcha atrás con el aumento, que realmente favorecía a los
sectores populares?
“A buen entendedor, pocas palabras”, reza el refrán. ¿Cómo, después de
cosas así, seguir creyendo en la democracia formal?
III
Si lo anterior no fue suficiente para empezar a abrir una crítica a la
democracia representativa e impulsar la pregunta sobre cómo se articulan los
verdaderos circuitos de poder, el siguiente ejemplo puede terminar de
demostrarlo.
La empresa Minera Montana Exploradora de Guatemala S.A., subsidiaria de
la transnacional canadiense Goldcorp, es propietaria del proyecto minero
Marlin, la mina de oro y plata a cielo abierto más grande del país, ubicada en
el Departamento de San Marcos (municipios de San Miguel Ixtahuacán y Sipakapa),
zona indígena maya-mam. Dicha empresa inició exploraciones mineras en el 2005
con licencias ilegales, dado que no se realizó una consulta ciudadana para
consensuar el proyecto en cuestión, tal como lo estipula el artículo 15.2 del
Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, que es ley
guatemalteca desde el 24 de junio de 1997, y que obliga a hacer un referéndum
para tomar este tipo de decisiones.
La operación de la mina genera 170 barriles de desechos mensuales (una
tercera parte son desechos orgánicos), con una estimación total de 23 a 27
millones de toneladas de residuos al cierre de sus operaciones. Parte de los
deshechos de la mina van a parar a los ríos Cuilco y Tzalá y sus afluentes, que
son las principales fuentes de agua de la región para consumo y actividades de
subsistencia. A partir de su contaminación, aparecen los problemas de salud. La
población afectada por esta situación es de aproximadamente 10.000
habitantes.
Tal como esa población lo preveía, aparecieron
problemas sanitarios; concretamente: hidroarsenicismo. Esta es una enfermedad
ambiental crónica, cuya etiología está asociada al consumo de aguas
contaminadas con sales de arsénico, tal como el proyecto minero utiliza para
sus operaciones. En algunos estudios clínicos, a esta patología se le llama por
su acrónimo HACRE o HACER. El hidroarsenicismo crónico endémico provoca
alteraciones cardíacas, vasculares y neurológicas, repercusiones en el aparato
respiratorio y lesiones hepáticas, renales e hiperqueratosis cutánea, que
avanzan progresivamente hasta las neoplasias o cáncer. Casos graves de
trastornos dermatológicos y neurológicos pueden encontrarse ya en pobladores de
la región, muy probablemente producto del contacto con aguas contaminadas.
A partir de los graves daños sufridos, la población se movilizó,
entrando en pugna abierta tanto con la empresa como con el Estado, defensor a
rajatablas de la compañía y no de los pobladores. La lucha contra la minería
depredadora pasó a ser una de las principales reivindicaciones de la población
campesina maya, dado que en sus territorios ancestrales se fueron asentando las
industrias extractivas a lo largo de todo el país, como en el caso de Sipakapa
y San Miguel Ixtahuacán, produciendo enormes perjuicios. Esas luchas populares
llegaron hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos –CIDH– de la
Organización de Estados Americanos –OEA–.
El 20 de mayo de 2010, la CIDH otorgó medidas
cautelares a favor de los miembros de 18 comunidades del pueblo indígena maya.
Según la solicitud, varios pozos de agua y manantiales se habrían secado, y los
metales presentes en el agua como consecuencia de la actividad minera han
tenido efectos nocivos sobre la salud de miembros de la comunidad. La Comisión
Interamericana solicitó al Estado de Guatemala que suspenda la explotación
minera del proyecto Marlin y demás actividades relacionadas con la concesión
otorgada a la empresa Goldcorp / Montana Exploradora de Guatemala S.A., e
implementar medidas efectivas para prevenir la contaminación ambiental, hasta
tanto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos adoptara una decisión sobre
el fondo de la petición asociada a esta solicitud de medidas cautelares.
La CIDH solicitó asimismo al Estado adoptar las
medidas necesarias para descontaminar las fuentes de agua de las 18 comunidades
beneficiarias, y asegurar el acceso por sus miembros a agua apta para el
consumo humano; atender los problemas de salud objeto de estas medidas
cautelares, en particular, iniciar un programa de asistencia y atención en
salubridad para los beneficiarios, a efectos de identificar a aquellas personas
que pudieran haber sido afectadas con las consecuencias de la contaminación
para que se les provea de la atención médica pertinente; adoptar las demás
medidas necesarias para garantizar la vida y la integridad física de los
miembros de las 18 comunidades mayas en cuestión, y planificar e implementar
las medidas de protección con la participación de los beneficiarios y/o sus
representantes.
Con la demanda se esperaba que se dieran reformas a la Ley y Reglamento
de Minerías y el Código Municipal, a fin de que se armonicen con el Convenio
169 de la OIT. Igualmente, que se decrete una moratoria de permisos para las
mineras y se elimine el ya extendido a Montana. Asimismo, que la minera resarza
los daños ambientales e indemnice a las personas y comunidades afectadas de San
Miguel Ixtahuacán y de Sipakapa.
Pero el 9 de diciembre de 2011, contrariando la
voluntad popular, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, obviamente
por presiones recibidas de parte de la empresa, modificó las medidas cautelares
que había otorgado el 20 de mayo de 2010. Por lo pronto, suprimió la solicitud
de suspensión de las operaciones de la mina Marlín, de descontaminar las
fuentes de agua y de atender los problemas de salud.
Una vez más: ¿quién manda efectivamente? ¿Los funcionarios democráticos
de la OEA –Ministerio de Colonias de Estados Unidos, había dicho en su momento
el Che Guevara– o las empresas transnacionales?
IV
Y por si quedara alguna duda de cómo se dan estos mecanismos, observemos
lo que sucede en la gran fuente universal de la democracia, el paladín más
encumbrado de su defensa: los Estados Unidos de América.
El futuro primer mandatario de este país, Donald Trump, ganó la
presidencia con un encendido discurso de campaña. Pero no tanto por su furioso
racismo, su acendrada xenofobia o su repulsivo machismo sexista, sino porque
levantó un discurso ultra nacionalista que encendió esperanzas en la clase
trabajadora estadounidense.
Está claro que este país dejó de ser la super potencia que fuera una vez
terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando aportaba el 52% del producto bruto
mundial. Su moneda, el dólar, que por décadas fue el patrón monetario universal
obligado, y el dinamismo de su industria, basado en una fabulosa expansión
científico-técnica, ya no brillan como antaño. Quizá ya nunca vuelvan a brillar
así. Sus trabajadores –proletariado industrial urbano y sectores medios más
ligados a los servicios– están en caída libre. Con la relocalización de muchas
empresas en otros países donde la mano de obra es más barata, se han perdido
millones de puestos de trabajo en su propio territorio. El patriotismo no
parece preocupar a los capitales (“El
capital no tiene patria”, había expresado ya Marx en el siglo XIX), y si la
instalación de plantas industriales en otros puntos del planeta aumenta su
ganancia aún a costa de la pauperización del ciudadano estadounidense medio,
ello no parece inquietar a los que realmente deciden la marcha de las cosas.
Los puestos perdidos en suelo de Estados Unidos difícilmente se
recuperen. Pero la campaña proselitista de Trump, ganadora en las elecciones
finalmente, prometió repatriarlos. ¿Lo logrará? Esto sirve para demostrar quién
manda realmente en las llamadas democracias.
¿Cómo podrá el futuro presidente de esta gran nación forzar a que los
megacapitales diseminados por todo el mundo (¡eso es la globalización
neoliberal!) regresen a suelo patrio? Ya se está viendo cómo: eximiendo de
impuestos. Esas fueron las negociaciones emprendidas para cumplir con la
reinstalación en suelo americano: ¿se le habrá consultado eso a la población?
Exención de impuestos para las grandes empresas: ¿quién lo habrá impuesto? Los
trabajadores desocupados, seguramente no. ¿El futuro presidente, o los
representantes de esos megacapitales?
Seguramente Estados Unidos no volverá a ser la potencia dominante de
varias décadas atrás, pero el discurso político (siempre mentiroso, embustero,
manipulador, en cualquier democracia en cualquier parte del mundo) hará creer a
la clase trabajadora (el Homero Simpson término medio) que desde la presidencia
se logró repatriar inversiones. Y por supuesto, habrá que inventar algo para
mostrar que la desgravación impositiva era necesaria.
Todo lo dicho y estos pocos ejemplos (para el caso funcionan igual una
gran potencia imperial como un país del Tercer Mundo, un banana country) sirven para demostrar que los funcionarios de
gobierno son simples empleados de los capitales (para el caso, incluyendo a
Donald Trump, que a su vez es parte de esos grandes millonarios, de un modo
bastante excéntrico por cierto, de ahí que lo que vendrá en la política
estadounidense puede deparar sorpresas). Y sirve también para demostrar que la
gente en su conjunto, la población de a pie no decide absolutamente nada. ¿A
quién se le consultó para decidir no aumentar las regalías mineras, o para dar
marcha atrás con las medidas cautelares contra una mina que contamina y mata, o
para eximir de impuestos a las grandes empresas? ¿Cuándo las poblaciones toman
parte en esas discusiones? Las decisiones finales, ¿las toman realmente esos
encorbatados funcionarios, o se acerca más a la realidad el epígrafe de
Francisco de Quevedo?
Por tanto, si esta democracia representativa no sirve a las grandes
mayorías populares, habrá que ir buscando otras formas. Ahí está la democracia
de base, la democracia real, directa, participativa, esperándonos. ¿No fue eso
la Comuna de París en 1871? ¿No fueron eso las Comunidades de Población en
Resistencia –CPR– en Guatemala durante los años de la guerra? Otra democracia
donde la población efectivamente sí elije es posible. ¿Cuándo comenzamos a
construirla?
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