Todo
sugiere que el Papa intenta mover a la Iglesia desde una previa postura de
contención del cambio en el mundo – que fue característica del papado de Karol
Woytila -, a otra nueva, de colaboración con los principales protagonistas
políticos y sociales de la transición hacia un orden mundial que sea nuevo por
su capacidad para crear las condiciones necesarias para el desarrollo
sostenible de nuestra especie.
Guillermo Castro H. / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
Para John Bellamy Foster,
allá en su Norte, y tan cercano.
Un debate
recorre las academias del Norte, entre partidarios y adversarios de la
dialéctica marxista en el abordaje de los problemas que plantea la crisis
ambiental.[1] En el nudo
de ese debate está el problema de la relación entre la sociedad humana y la
naturaleza que, en una dimensión más amplia, abarca también el lugar del ambiente
en que esa relación se expresa. Y a eso subyace lo que a fin de cuentas es
realmente fundamental, que es el juicio sobre el papel que la sociedad
contemporánea desempeña en la crisis ambiental, y sus posibilidades para
encarar las consecuencias que se derivan de ese papel. Los adversarios de la
dialéctica marxista plantean que el capitalismo ha subsumido a la naturaleza,
la ha hecho parte de sí y está en capacidad de producirla de maneras que
superen los problemas presentes de la relación entre ambos. Los otros señalan
que el capitalismo ha producido y reproduce constantemente la crisis ambiental
a escalas de complejidad cada vez mayor, y que si deseamos una relación más
sostenible entre ambas partes, necesitamos una sociedad capaz de producir esa
relación de un modo que nos lleve a crear un ambiente distinto al que tenemos
hoy.
Del pasado
reciente del Norte viene, también, un pequeño libro de gran encanto, dedicado
al lugar de la naturaleza en la vida y la obra de San Francisco de Asís, que
puede – y debería – enriquecer ese tipo de debate de maneras a primera vista
insospechadas. [2] El autor –
Roger Sorrell, un ambientalista de larga y buena trayectoria -, nos dice por
ejemplo que en la visión de Francisco – nacido en 1181, y fallecido en 1226, en
Asís, un centro comercial y de manufactura de textiles del Norte de Italia -,
la sociedad y la naturaleza no eran percibidas como entidades separadas y
opuestas. Ambas, por el contrario, eran consideradas como partes de un todo
mayor, la Creación, en el que las criaturas coexistían en interdependencia
entre sí y en su común relación con Creador.[3]
Un
planteamiento como éste -que busca un criterio integrado de análisis en las
condiciones de la cultura de su tiempo, para encarar un problema que de
entonces acá ha venido a poner en riesgo a la propia Creación que definía el
mundo de Francisco– no debería ser descartado como una simple muestra de
pensamiento primitivo. Francisco, en efecto, vivió en tiempos en que se
iniciaba la formación del capitalismo, cuando la manufactura urbana de textiles
y el comercio a larga distancia tomaban en Europa Occidental un impulso que ya
no se revertiría. Las manifestaciones tempranas de la alienación en las
relaciones sociales y en las existentes entre la sociedad y la naturaleza – que
Bertolt Brecht sintetizaría de modo tan admirable al decir, en su “Canción del
comerciante”, “¿arroz? Yo no sé lo que es el arroz / yo no sé quién lo sabrá /
yo no sé lo que es el arroz / yo solo conozco su precio” – se hacían visibles
ya en la creciente destrucción y transformación de las estructuras de la
sociedad feudal como en las de los paisajes que esa sociedad había creado.
Así, la
creciente migración a las ciudades concentraba en ellas, y visibilizaba, la
pobreza antes dispersa en el campo, al tiempo que la vieja economía doméstica
del tributo en trabajo y especie se convertía en economía mercantil, organizada
en torno al dinero, e iba incorporando gradualmente al mundo natural al de las
mercancías. La eclosión en curso adquiriría un carácter cada vez más
destructivo ya a mediados del siglo XIV, en los términos tan admirablemente
sintetizados por Umberto Eco en su novela El Nombre de la Rosa, cuyo
protagonista es, justamente, el franciscano Guillermo de Baskerville, que busca
– sin éxito - abrir paso a la reforma cultural y moral que permita contener el
proceso de desintegración violenta de la vieja sociedad en descomposición.
Todo esto
tiene una especial importancia para comprender las transformaciones en curso en
la cultura de la naturaleza en nuestra América, y los debates a que esas
transformaciones van dando lugar. Hace (apenas) unos treinta o cuarenta años,
los primeros ambientalistas latinoamericanos fueron vistos con sospecha tanto
por una izquierda que a menudo los calificó de agentes imperialistas que
promovían el diversionismo ideológico, como por una derecha que los veía como
sandías revolucionarias, verdes por fuera pero rojos por dentro. Y, de modo que
debería parecernos ya sintomático, aquellos extremos coincidían en ver en el ambientalismo
un obstáculo al progreso, entendido en términos de crecimiento económico
sustentado por la transformación masiva del patrimonio natural de nuestras
sociedades en capital natural.
Esta
situación ha cambiado hoy. Todas las partes están ahora involucradas en el
problema, y sus diferencias se expresan también en los modelos de
relación con la naturaleza que cada una propone. Y esto incluye a la Iglesia
Católica del Papa Francisco, en particular desde la publicación de la Encíclica
Laudato Si’. En este caso, todo sugiere que el Papa intenta mover a la
Iglesia desde una previa postura de contención del cambio en el mundo – que fue
característica del papado de Karol Woytila -, a otra nueva, de colaboración con
los principales protagonistas políticos y sociales de la transición hacia un
orden mundial que sea nuevo por su capacidad para crear las condiciones
necesarias para el desarrollo sostenible de nuestra especie.
Ya se va
haciendo un lugar común decir que no estamos en una época de cambios, sino en
un cambio de épocas. Si ponemos ese lugar común en perspectiva histórica, el
alcance y la trascendencia del cambio de que se trata vendría a ser comparable
con el que produjo la transición de la Antigüedad a la Edad Media, entre los
siglos V y IX. Aquí, al decir de Antonio Gramsci, el cristianismo “fue
revolucionario en comparación con el paganismo porque fue un elemento de
escisión completa entre los defensores del viejo y el nuevo mundo”, pues una
teoría “es revolucionaria en cuanto que es precisamente elemento de separación
completa en dos campos, en cuanto que es vértice inaccesible para los
adversarios.”[4] La
circunstancia, por supuesto, es muy diferente, no sólo en cuanto a la velocidad
creciente de los procesos de cambio económico, social y ambiental, sino además
en lo que hace a la experiencia histórica acumulada por nuestra especie de
entonces acá, y sus expresiones en el campo del pensamiento y la acción
sociales. Aun así, cabe establecer un paralelo entre aquella transición – que
en los planos intelectual y político fue del teórico San Agustín en el siglo V
al organizador práctico San Benito en el VI, para culminar en plenitud en la
coronación de Carlomagno como Emperador Romano – Germano por el Papa León III
en la Navidad del año 800. En esa perspectiva, si consideramos a 1917 como el
punto de partida de nuestra propia transición – que parece haber llegado ya a
un punto de no retorno -, nada indica que debamos esperar otros tres siglos por
un nuevo Emperador.
Entretanto,
la visión integrada del lugar de la naturaleza y la sociedad en el proceso de
la Creación puede ofrecer un terreno común de gran valor para la confluencia
del ambientalismo culto y los movimientos populares de resistencia a la
ampliación de la brecha metabólica entre el mundo social y el natural, y contra
la expansión de la alienación en las relaciones sociales - y de la sociedad con
la naturaleza – en la periferias internas y externas (en Dakota como en la
Amazonía) del sistema mundial en descomposición. Francisco, en efecto, percibió
con claridad el efecto disruptivo de las primeras afloraciones del capitalismo
en sus tiempos, y las expresó en los términos, el lenguajes y las conductas más
adecuadas para esos tiempos. Podemos entenderlo, y compartir con aquellos que
aún comparten su visión las tareas necesarias para crear – y no solo demandar –
el reino con el que soñó a través del desarrollo de este singular nicho que
hemos creado para nosotros, al que llamamos sociedad. Al hacerlo así, el Cántico
de las Criaturas no será nunca uno de despedida a un mundo que fue, sino de
bienvenida a otro que (aún) puede llegar a ser. En estas cosas, como tanto nos
lo recuerda el Papa Francisco, el tiempo es superior al espacio, como la
realidad es superior a la idea.
NOTAS:
[1] Al respecto, por
ejemplo: Foster, John Bellamy, y Clark, Brett: “Marxism and the Dialectics of
Ecology”. http://monthlyreview.org/2016/10/01/marxism-and-the-dialectics-of-ecology/
[2] Sorrell, Roger D.,
(1988): St. Francis of Assisi and Nature. Tradition and innovation in
Western Christian attitudes toward the environment. Oxford University
Press.
[3] “el propio Francisco”,
nos dice Sorrell, “nunca utilizó el término natura, y esta carencia es
reveladora en un santo que es a menudo representado como un ‘amante de la
naturaleza’. En cambio, Francisco habla de los ‘cielos’, ‘la tierra’, y el
‘mundo’, y ‘todas las criaturas que se encuentran bajo los cielos’. Los
términos, y de hecho toda su visión – no surgen de un concepto moderno de la
naturaleza como el intrincado conjunto de leyes científicas que gobiernan el
universo, o de la personificación de estas leyes, sino de los términos y
concepciones que encontró en la Biblia Vulgata, especialmente en los Salmos y
las Cánticos de los oficios litúrgicos que ofrecía a diario. La literatura
bíblica en la que se apoya Francisco es rica en términos específicos en lo que
hace a las cosas de la creación, pero rara vez se permite la conceptualización
abstracta; en cambio, depende de una cierta sugerencia poética para su poder
descriptivo. Igualmente enfatiza la creencia en una creación divina, organizada
de acuerdo a un plan que es jerárquico y no cambia, en el que todas las partes
tienen posiciones establecidas dependientes de la voluntad y la acción divinas.
Esta era la base más fundamental de la concepción del mundo natural en
Francisco.” Sorrell, 1988: 7-8.
[4] Gramsci, Antonio, 1999:
“Apuntes de filosofía. Materialismo e idealismo”. Cuadernos de la Cárcel.
Edición crítica del Instituto Gramsci. Ediciones ERA, México, II, 147 - 148.
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