Hoy escucho recordar a
Guillermo Rodríguez Rivera por su carácter bien humorado y su facilidad para
los retruécanos. Amó entrañablemente a Cuba y cultivó la cubanidad, de la cual
creyó que la jodedera, como la valentía, eran aspectos sustantivos, que
asimismo debían practicarse con jovial y solidaria elegancia.
Nils Castro / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Guillermo Rodríguez Rivera (1943-2017), ensayista y poeta cubano. |
Valiente. Lo recuerdo
corajudo en ambos sentidos de la palabra: de mucho valor cívico, como ocurre
con los revolucionarios de fuerte consistencia ética, y de reiterado valor
personal para encarar situaciones adversas. Rasgo inesperado en un artista que
desde temprano renqueó su vida al borde de la invalidez. Lo demás es cosa harto
conocida: a despecho de la pertinaz enfermedad, sustancioso poeta, joven
erudito, talentoso ensayista, buen cultor de la canción tradicional cubana, el
más estimulante profesor de sus alumnos y un gran jodedor. Añádase que sin ser
guapo nunca le faltaron los tiernos suspiros de no pocas admiradoras.
Hoy escucho recordar a
Guillermo Rodríguez Rivera por su carácter bien humorado y su facilidad para
los retruécanos. Amó entrañablemente a Cuba y cultivó la cubanidad, de la cual
creyó que la jodedera, como la valentía, eran aspectos sustantivos, que
asimismo debían practicarse con jovial y solidaria elegancia. Nunca bromeó para
hacer daño y seguido lo hizo en apoyo de alguna buena idea o persona. Y cuando
hablaba o escribía en serio, nunca le tembló el ánimo para sostener una verdad
o una crítica que debía decirse pero que los demás pensaban callados, o para
defender a Cuba revolucionaria como también a su decoro personal.
Un remoto ejemplo: en
vísperas del llamado “decenio gris”, un oscuro funcionario circunstancialmente
venido a más lo calumnió en su ausencia, públicamente. Guillermo acudió al
sitio para cerciorarse de que aquello era cierto y acto seguido fue a encarar a
ese mal encumbrado y poner los puntos sobre las íes. Se hizo respetar, pero no
por ello se hizo querer en el ámbito burocrático donde aquello se cometió. Lo
invité entonces a venir por un tiempo a la Universidad de Oriente, a enseñar
literatura cubana e hispanoamericana en la Escuela de Letras (que yo entonces
dirigía), en su natal Santiago de Cuaba. El “Gordo” Rodríguez Rivera nunca
había dado clases, pero desde los primeros días hizo volar el cariño y la
curiosidad académica de sus alumnos por las buenas letras.
En esos años, Guillermo nunca
faltó a una zafra. Obviamente, no podía cortar ni ajilar caña, pues a duras
penas podía caminar por el campo. Pero invariablemente fue el más celoso
y eficaz ayudante de cocina, el mejor garante del orden y la buena presentación
del campamento y el bardo que con la guitarra y la poesía le refrescaba los
anocheceres a sus agotados compañeros profesores y estudiantes. Su condición
humana y revolucionaria quedó sobradamente consagrada y cuando, más tarde, la
avanzada edad de su mamá lo hizo volver a La Habana, en Santiago quedó un ancho
agujero que ya no pudimos tapar, salvo con el ejemplo que nos dejó. En cambio,
para ese entonces aquel mal funcionario ya estaba por ser remitido adonde
mereció.
Lo visité hace pocos meses en
compañía de mi hijo, quien hoy es un buen creador musical y poético, entre
otras cosas, gracias a las clases que Guillermo le dio en Santiago y mucho
después en La Habana. No teníamos ni la más remota intención de despedirnos,
puesto que damos por sentado que el Gordo era y es inmortal, no apenas como
poeta sino como humano de la mejor calidad. Pasamos un buenísimo rato, hablando
lo mismo de la coyuntura política latinoamericana que de los nuevos
creadores en la canción cubana. Aunque él ya estaba irremediablemente condenado
a la silla de ruedas, continuaba siendo el jovial cubano y el valeroso
intelectual revolucionario que siempre fue.
Por supuesto, lo seguirá
siendo. Para comprobarlo basta leerlo.
Panamá, 18 de mayo de 2017
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