La historia está llena
individuos que un día se convierten en sus propios antagónicos: amantes que se
odian, ángeles que caen del cielo a los abismos más oscuros, moderados que se
vuelven fanáticos y fanáticos que se pasan al bando opuesto.
Jorge Majfud / Rebelion
La historia de las
civilizaciones registra casos similares pero rara vez alguien puede observar la
dirección desde la breve experiencia de la vida propia. Con frecuencia, cuando
los vientos soplan hacia el Este, el huracán se dirige hacia el Oeste. Durante
gran parte de la Edad Media, la civilización islámica fue el centro de la
racionalidad sobre la autoridad intelectual mientras la Europa cristiana se
entretenía en las explicaciones religiosas de los fenómenos naturales y se
basaba en el arbitrio de la autoridad para liquidar cualquier discusión. La
tolerancia hacia las otras grandes religiones era más común en el mundo
musulmán que en el mundo cristiano.
Pero en cierto momento de
lo que luego se llamaría Renacimiento los roles comenzaron a cruzarse hasta
alcanzar, en muchos casos, una situación inversa a la existente en la Edad
Media.
Lo mismo ocurrió a una
escala menor con los partidos políticos: En Estados Unidos, los republicanos
eran los liberales y los demócratas los conservadores el sur esclavista hasta
que cambiaron de roles y hoy se odian por sus valores supuestamente contrarios.
En América latina no son raros casos similares donde la izquierda liberal del
siglo XIX pasó a representar los intereses y narrativas de la derecha liberal
del siglo XX.
En todos los casos vemos
un factor común: una sostenida lucha antagónica desde lo militar hasta lo
dialectico, lo que recuerda una observación de Jorge Luis Borges: “hay que
tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a
ellos”.
Es probable que en
nuestro presente estemos (1) inmersos en un punto de cruce semejante, donde
Oriente y Occidente se intercambian roles o (2) como anotamos más arriba, solo
se trate de un ciclo menor (una reacción) con dirección contraria al súper
ciclo.
En casi todo el mundo,
las democracias liberales están teniendo problemas económicos. No se trata
tanto de que estén sumidas en la pobreza sino de que sus crecimientos son
inferiores a los registrados por los países con sistemas menos democráticos y,
en casos, el crecimiento de sus economías no es suficiente para sostener sus
actuales niveles de vida.
Lo contrario ha estado
ocurriendo con países comunistas como China o Vietnam. Singapur, una sociedad
diversa, multi religiosa, con los mayores índices de desarrollo social y
económico del mundo, no califica para democracia plena. Al menos según el
estándar occidental. Incluso la China liberal, Hong Kong, empieza a perder
terreno competitivo con Shenzhen, su vecino comunista. Estos países comunistas
han adoptado un capitalismo de mercado más globalizado mientras las democracias
liberales se mueven en el sentido contrario hacia la antiglobalización, los
nacionalismos y nuevas propuestas proteccionistas. En el medio, las
“democracias iliberales” de Putin en Rusia, Erdogan en Turquía y Orban en
Hungría.
Estados Unidos, Europa y
Japón ya perciben el declive de sus hegemonías y reaccionan negando la realidad
con sus nacionalismos más autoritarios, menos liberales, en nombre de la
seguridad y la restauración de un pasado que no puede volver sin causar más
declive aun.
Un aspecto crítico de
este cambio de roles, en cuanto a su manifestación económica, consiste en el
factor “predictibilidad”. Irónicamente (aunque no es una contradicción), los
capitalistas están hoy más seguros con gobiernos comunistas, como el chino, y
menos con gobiernos capitalistas. No el resto de la tradición liberal, si
consideramos que quienes no poseen grandes capitales todavía consideran que hay
ciertos valores, como la libertad de expresión y otras libertades que no se dan
en China y su éxito económico no justifica perderlas.
Este grupo suele ser
identificado en Estados Unidos y en Europa con las izquierdas (antes acusadas
de lo contrario) mientras que las derechas, fortalecidas por el sentimiento de
frustración, se refugian en un nacionalismo dispuesto a cambiar ciertas
libertades y ciertos valores (como la diversidad y el cosmopolitismo) por un
supuesto renacimiento o una supuesta “recuperación de sus países”. Nada de esto
preocupaba tanto cuando las economías iban mejor y, sobre todo, cuando no se
percibía el declive, la pérdida del poder hegemónico o imperial, cuando los
pobres eran los comunistas o los países del tercer mundo (que también eran
capitalistas pero dependientes servidores del centro).
La relación del
capitalismo con las democracias siempre fue una relación de interés, no de
amor, pero hoy podemos ver un capitalismo postdemocrático sin prejuicios. Hay
algo que todavía tiene en común con el capitalismo moderno y posmoderno: aunque
todavía elogia el espíritu de riesgo de sus individuos, detesta la
imprevisibilidad, eso mismo que las todavía democracias liberales han demostrado
sufrir en un alto grado.
De hecho, es un valor que
el presidente Trump se ha encargado de destacar en su persona, mucho antes de
ser elegido presidente. Es un valor del hombre de negocios que regatea y
presiona, pero un arma peligrosa, tal vez suicida, para un presidente. En sus
primeros cien días de gobierno, Trump se ha dedicado a revertir todas las
políticas y logros del presidente anterior, desde las reformas al sistema de
salud hasta los acuerdos comerciales internacionales. Lo mismo puede ocurrir en
cualquier país de Europa.
Dese un punto de vista
democrático no parece mal: las sociedades deben tener la opción de cambiar
aunque, por lo general, sea solo una ilusión necesaria. Sin embargo, para bien
o para mal, toda esa imprevisibilidad de hacer y deshacer significa más de lo
mismo: las actuales democracias liberales son tan imprevisibles que no se puede
confiar ni en sus propios acuerdos. Los países que negocian con ellas negocian
con hombres y mujeres que están en el poder cuatro u ocho años y luego son
reemplazados sistemáticamente por un antagónico, ya que la insatisfacción de la
población es cada vez más frecuente.
Según un estudio reciente
de los profesores Stephen Broadberry y John Wallis (“Growing, Shrinking and
Long Run Economic Performance”) el factor que explica el aumento del
crecimiento económico en los últimos siete siglos no se ha debido a la mayor
producción sino a las menores recesiones y, según los datos extraídos de un
estudio posterior, este fenómeno no se explica por factores demográficos o por
las grandes invenciones sino por la capacidad de las cortes de resolver
disputas basadas en reglas previamente establecidas. Es decir, predecibles.
Más allá de muchos otros
factores (como la justicia de reglas establecidas por los vencedores a escala
social e internacional), parece aún menos discutible el hecho de que la
previsibilidad es lo que atrae a los dueños del dinero, también en nuestro
mundo posliberal. Es ahí donde los países no democráticos de Asia se benefician
de una mayor apertura y liberalización económica mientras que las democracias
liberales corren la suerte contraria.
Una posible consecuencia
a largo plazo puede ser un corrimiento aún mayor de Oriente hacia sociedades
más democráticas y abiertas al tiempo que Occidente decide moverse en sentido
opuesto, lo que confirmaría lo anunciado en “El lento suicidio de Occidente” (2003)
La otra posibilidad es
nuestra mayor esperanza: que Occidente reaccione y no se deje seducir por lo
peor de sí mismo. Ejemplos tiene de sobra en su propia historia.
Ambas posibilidades están
ahí, vivas, latentes. Tal vez todo dependa de una de las mayores virtudes
humanas, que es también su mayor peligro: la libertad de tomar sus propias
decisiones.
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