Si la naturaleza comunica
los impactos de la acción humana en su metabolismo de una forma jerarquizada,
también existen ciertos conceptos referidos al medioambiente, parcializados de
una manera todavía más escandalosa; o, peor aún, que legitiman y encubren estas
focalizaciones regionales, clasistas y raciales.
Álvaro García Linera / Rebelion
¿Puede la naturaleza
hablar? ¿Puede la naturaleza contarnos los males que le afectan? Descontando el
lenguaje verbal creado por el ser humano, la naturaleza no verbaliza; lo que sí
tiene es una capacidad infinita de comunicar, mediante otros lenguajes no
proposicionales, un conjunto de conmociones que la están perturbando. El
calentamiento global es uno de estos cambios dramáticos que a diario la
naturaleza nos informa. Cambios abruptos del clima, sequias en regiones
anteriormente húmedas; deshielo de glaciales, cataclismos ambientales,
huracanes con fuerza nunca antes vista, desbordes crecientes de ríos., etc.,
son solo unos de los cuantos efectos comunicacionales con los que la naturaleza
informa de lo que le está sucediendo.
No obstante, la manera en
que las catástrofes ambientales afectan la vida de la humanidad no es homogénea
ni equitativa; mucho menos lo es la responsabilidad que cada ser humano tiene
en su origen.
Clase y raza
medioambiental
En la última década, se
puede constatar que las catástrofes naturales más importantes están presentes
por todo el globo terráqueo, sin diferenciar continentes o países; en ese
sentido, existe una especie de democratización geográfica del cambio
climático. Sin embargo, los daños y efectos que esos desastres provocan en
las sociedades, claramente están diferenciados por país, clase social e
identificación racial. De manera consecutiva, hemos tenido en el periodo
2014-2016, los años más calurosos desde 1880, lo que explica la disminución en
el ritmo de lluvias en muchas partes del planeta. Aun así, los medios
materiales disponibles para soportar y remontar estas carencias y, por tanto,
los efectos sociales resultantes de los trastornos ambientales, son abismalmente
diferentes según el país y la condición social de las personas afectadas. Por
ejemplo, ante la escasez de agua en California, la gente se vio obligada a
pagar hasta un 100% más por el líquido elemento, aunque esto no afectó su
régimen de vida. En cambio, en el caso de la Amazonía y las zonas de altura del
continente latinoamericano se tuvo una dramática reducción del acceso a los
recursos hídricos para las familias indígenas, provocando malas cosechas,
restricción en el consumo humano de agua y ‒especialmente en la
Amazonía‒ parálisis de gran parte de la capacidad productiva
extractiva con la que las familias garantizaban su sustento anual.
Asimismo, el paso del
huracán Katrina por la ciudad de Nueva Orleans en 2005, dejó más de dos mil
muertos, miles de desaparecidos y un millón de personas desplazadas. Pero los
efectos del huracán no fueron los mismos para todas las clases e identidades
étnicas. Según el sociólogo P. Sharkey [1] , el 68% de las personas fallecidas
y el 84% de las desaparecidas eran de origen afroamericano. Ello, porque en las
zonas propensas a ser inundadas, donde el valor de la tierra es menor, viven
las personas de menos recursos; mientras que los que habitan en las zonas altas
son los ricos y blancos.
En este y en todos los casos,
la vulnerabilidad y el sufrimiento se concentran en los más pobres (indígenas y
negros), es decir, en las clases e identidades socialmente subalternas. De ahí
que se pueda hablar de un enclasamiento y racialización de los efectos del
cambio climático.
Entonces, los medios
disponibles para una resiliencia ecológica ante los cambios medioambientales
dependen de la condición socioeconómica del país y de los ingresos monetarios
de las personas afectadas. Y, dado que estos recursos están concentrados en los
países con las economías dominantes a escala planetaria y en las clases
privilegiadas, resulta que ellas son las primeras y únicas capaces de soportar
y disminuir en su vida esos impactos, comprando casas en zonas con condiciones
ambientales sanas, accediendo a tecnologías preventivas, disponiendo de un
mayor gasto para el acceso a bienes de consumo imprescindibles, etc. En cambio,
los países más pobres y las clases sociales más vulnerables, tienden a ocupar
espacios con condiciones ambientales frágiles o degradadas, carecen de medios
para acceder a tecnologías preventivas y son incapaces de soportar variaciones
sustanciales en los precios de los bienes imprescindibles para sostener sus
condiciones de vida. Por tanto, la democratización geográfica de los efectos
del calentamiento global se traduce, instantáneamente, en una concentración
nacional, clasista y racial del sufrimiento y el drama causados por los efectos
climáticos.
Este enclasamiento
racializado del impacto medioambiental se vuelve paradójico e incluso
moralmente injusto cuando se comparan los datos de las poblaciones afectadas y
de las poblaciones causantes o de mayor incidencia en su generación.
La nueva etapa geológica
del antropoceno ‒un concepto propuesto por el Premio Nobel de
Química, P. Crutzen‒, caracterizada por el
impacto del ser humano en el ecosistema mundial, se viene desplegando desde la
Revolución Industrial a inicios del siglo XVIII. Y, desde entonces, primero
Europa, luego Estados Unidos, y en general las economías capitalistas
desarrolladas y colonizadoras del norte, son las principales emisoras de los
gases de efecto invernadero que están causando las catástrofes climáticas. Sin
embargo, los que sufren los efectos devastadores de este fenómeno son los
países colonizados, subordinados y más pobres, como los de África y América
Latina, cuya incidencia en la emisión de CO2 es muchísimo menor.
Según datos del Banco
Mundial [2] , Kenia contribuye con el 0,1% de los gases de efecto invernadero,
pero las sequías provocadas por el impacto del calentamiento global llevan a la
hambruna a más del 10% de su población. En cambio, en EEUU, que contribuye con
el 14,5%, la sequía solo provoca una mayor erogación de los gastos en el costo
del agua, dejando intactas las condiciones básicas de vida de su ciudadanía. En
promedio, un alemán emite 9,2 toneladas de CO2 al año; en tanto que un
habitante de Kenia, 0,3 toneladas. No obstante, quien lleva en sus espaldas el
peso del impacto ambiental es el ciudadano keniano y no el alemán. Datos similares
se puede obtener comparando el grado de participación de los países del norte
en la emisión de gases de efecto invernadero, como Holanda (10 TM por
persona/año), Japón (7 TM), Reino Unido (7,1 TM), España 5 TM), Francia 8% TM),
pero con alta resilencia ecológica; frente a países del sur con baja
participación en la emisión de gases de efecto invernadero, como Bolivia (1,8
TM), Paraguay (0,7 TM), India (1,5 TM), Zambia (0,2 TM), etc., pero atravesados
de dramas sociales producidos por el cambio climático. Existe, entonces, una
oligarquización territorial de la producción de los gases de efecto
invernadero, una democratización planetaria de los efectos del calentamiento
global, y una desigualdad clasista y racial de los sufrimientos y efectos de
las conmociones medioambientales.
Medioambientalismos
coloniales
Si la naturaleza comunica
los impactos de la acción humana en su metabolismo de una forma jerarquizada,
también existen ciertos conceptos referidos al medioambiente, parcializados de
una manera todavía más escandalosa; o, peor aún, que legitiman y encubren estas
focalizaciones regionales, clasistas y raciales.
Como señala McGurty [3]
para el caso norteamericano en la década de los 70 del siglo XX, lo que hizo
posible que el debate público sobre las demandas sociales de las minorías
étnicas urbanas, e incluso del movimiento obrero sindicalizado, fuera
soslayado, llevando a que la “temática social” perdiera fuerza de presión
frente al gobierno, fue un tipo de discurso medioambientalista. Un nuevo lenguaje
acerca del medio ambiente, cargado de una asepsia respecto a las demandas
sociales, que ciertamente puso sobre la mesa una temática más “universal”, pero
con responsabilidades “adelgazadas” y diluidas en el planeta; a la vez que
distantes política y económicamente respecto a las problemáticas de las
identidades sociales (obreros, población negra). Aspecto que no deja de ser
celebrado por las grandes corporaciones y el gobierno que ven encogerse así sus
deudas sociales con la población.
Por otra parte, el
sociólogo francés Keucheyan [4] subraya cómo en ciertos países como Estados
Unidos, el “color de la ecología no es verde sino blanco”; no solo por la
mayoritaria condición social de los activistas ‒por lo general, blancos,
de clase media y alta‒, sino también por la
negativa de sus grandes fundaciones a involucrarse en temáticas
medioambientales urbanas que afectan directamente a los pobres y las minorías
raciales.
Al parecer, la naturaleza
que vale la pena salvar o proteger no es “toda” la naturaleza ‒de la que las sociedades son una parte fundamental‒, sino solamente aquella naturaleza “salvaje” que se encuentra
esterilizada de pobres, negros, campesinos, obreros, latinos e indios, con sus
molestosas problemáticas sociales y laborales.
Todo ello refleja, pues,
la construcción de una idea sesgada de naturaleza de clase, asociada a una
pureza original contrapuesta a la ciudad, que simboliza la degradación. Así,
para estos medioambientalistas, las ciudades son sucias, caóticas, oscuras,
problemáticas y llena de pobres, obreros, latinos y negros, mientras que la
naturaleza a proteger es prístina y apacible, el santuario imprescindible donde
las clases pudientes, que disponen de tiempo y dinero para ello, pueden
experimentar su autenticidad y superioridad.
En los países
subalternos, las construcciones discursivas dominantes sobre la naturaleza y el
medioambiente comparten ese carácter elitista y disociado de la problemática
social, aunque incorporan otros tres componentes de clase y de relaciones de
poder.
En primer lugar se
encuentra el estado de auto-culpabilización ambiental. Eso quiere decir que la
responsabilidad frente al calentamiento global la distribuyen de manera
homogénea en el mundo. Por tanto, talar un árbol para sembrar alimentos tiene
tanta incidencia en el cambio climático como instalar una usina atómica para
generar electricidad. Y como en la mayoría de los países subalternos existe una
apremiante necesidad de utilizar los recursos naturales para aumentar la
producción alimenticia u obtener divisas a fin de acceder a tecnologías y
superar las precarias condiciones de vida heredadas tras siglos de
colonialidad, entonces, para estas corrientes ambientalistas, los mayores
responsables del calentamiento global son estos países pobres que depredan la
naturaleza. No importa que su contribución a la emisión de gases de efecto
invernadero sea del 0,1% o que el impacto de los millones de coches y miles de
fábricas de los países del norte afecte 50 o 100 veces más al cambio climático.
Surge así una especie de naturalización de la acción anti-ecológica de la
economía de los países ricos, de sus consumos y de su forma de vida cotidiana,
que en realidad son las causantes históricas de las actuales catástrofes
naturales. Dicha esquizofrenia ambiental llega a tales extremos, que se dice
que la reciente sequía en la Amazonía es responsabilidad de unos cientos de
campesinos e indígenas que habilitan sus parcelas familiares para cultivar
productos alimenticios y no, por ejemplo, del incesante consumo de combustibles
fósiles que en un 95% proviene de una veintena de países del norte, altamente
industrializados.
La financiarización de la
plusvalía medioambiental
Un segundo componente de
esta construcción discursiva de clase es una especie de “financiarización
medioambiental”. En los países capitalistas desarrollados ha surgido una
economía de seguros, expansiva y altamente lucrativa, que protege a empresas,
multinacionales, gobiernos y personas de posibles catástrofes ambientales. Así,
el desastre ambiental ha devenido en un lucrativo y ascendente negocio de
aseguradoras y reaseguradoras que protegen las inversiones de grandes empresas,
no solo de crisis políticas, sino de cataclismos naturales mediante un mercado
de “bonos catástrofe” [5] , volviendo al capital “resilente” al calentamiento
global. Paralelamente a ello, en los países subalternos emerge un amplio
mercado de empresas de transferencia de lo que hemos venido a denominar plusvalía
medioambiental.
A través de algunas
fundaciones y ONG, las grandes multinacionales del norte financian, en los
países pobres, políticas de protección de bosques. Todo, a cambio de los
Certificados de Emisión Reducida (CER) [6] que se cotizan en los mercados de
carbono. De esta manera, por una tonelada de CO2 que se deja de emitir en un
bosque de la Amazonía gracias a unos miles de dólares entregados a una ONG que
impide su uso agrícola, una industria norteamericana o alemana de armas, autos
o acero, que utiliza como fuente energética al carbón y emite gases de efecto
invernadero, puede mantener inalterable su actividad productiva sin necesidad
de cambiar de matriz energética o de reducir su emisión de gases ni mucho menos
parar la producción de sus mercancías medioambientalmente depredadoras. En
otras palabras, a cambio de 100.000 dólares invertidos en un alejado bosque del
sur, la empresa puede ganar y ahorrar cientos de millones de dólares,
manteniendo la lógica de consumo destructiva inalterada.
Así, hoy el capitalismo
depreda la naturaleza y eleva las tasas de ganancia empresarial. Convierte la
contaminación en un derecho negociable en la bolsa de valores. Hace de las
catástrofes ambientales provocadas por la producción capitalista, una
contingencia sujeta a un mercado de seguros. Y finalmente transforma la defensa
de la ecología en los países del sur, en un redituable mercado de bonos de
carbono concentrado por las grandes empresas y países contaminantes. En
definitiva, el capitalismo esta subsumiendo de manera formal y real la
naturaleza, tanto en su capacidad creativa, como el mismísimo proceso de su
propia destrucción.
Por último, el
colonialismo ambiental recoge de su alter ego del norte el divorcio entre
naturaleza y sociedad, con una variante. Mientras que el ambientalismo
dominante del norte propugna una contemplación de la naturaleza purificada de
seres humanos ‒su política de exterminio de indígenas le permite
ese exceso‒, el ambientalismo colonizado, por la fuerza de los
hechos, se ve obligado a incorporar en este tipo de naturaleza idealizada, a
los indígenas que inevitablemente habitan en los bosques. Pero no a cualquier
indígena porque, para ellos, el que cultiva la tierra para vender en los
mercados, el que reclama un colegio, hospital, carretera o los mismos derechos
que cualquier citadino, no es un verdadero sino un falso indígena, un indígena
a “medias”, en proceso de campesinización, de mestización; por tanto, un
indígena “impuro”. Para el ambientalismo colonial, el indígena “verdadero” es
un ser carente de necesidades sociales, casi camuflado con la naturaleza; ese
indígena fósil de la postal de los turistas que vienen en busca de una supuesta
“autenticidad”, olvidando que ella no es más que un producto de siglos de
colonización y despojo de los pueblos del bosque.
En síntesis, no hay nada
más intensamente político que la naturaleza, la gestión y los discursos que se
tejen alrededor de ella. Lo lamentable es que en ese campo de fuerzas, las
políticas dominantes sean, hasta ahora, simplemente las políticas de las clases
dominantes. Por eso, aun son largos el camino y la lucha que permitan el
surgimiento de una política medioambiental que, a tiempo de fusionar temáticas
sociales y ecológicas, proyecte una mirada protectora de la naturaleza desde la
perspectiva de las clases subalternas, en lo que alguna vez Marx denominó una
acción metabólica mutuamente vivificante entre ser humano y naturaleza [7] .
El autor es
Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia
NOTAS:
[1] P. Sharkey, “Survival
and death un New Orleans: an empirical look at the human impact of Katrina”, en
Journal of Black Studies, 2007; 37; 482. En:
http://www.patricksharkey.net/images/pdf/Sharkey_JBS_2007.pdf
[2] Databank-Banco
Mundial 2013.
[3] E. McGurty,
Transforming Environmentalism, Rutgers University Press, New Brunswick, 2007.
[4] R. Keucheyan, La
naturaleza es un campo de batalla, Clave Intelectual, España, 2016.
[5] Banco Mundial, “
Seguro contra riesgo de desastres naturales: Nueva plataforma de emisión de
bonos de catástrofes”, en
http://www.bancomundial.org/es/news/feature/2009/10/28/insuring-against-natural-disaster-risk-new-catastrophe-bond-issuance-platform.
[6] BID/ BALCOLDEX, “Guía
en Cambio Climático y Mercados de Carbono”, en
https://www.bancoldex.com/documentos/3810_Guia_en_cambio_clim%C3%A1tico_y_mercados_de_carbono.pdf
[7] Marx, El Capital,
Tomo III; Ed. Siglo XXI, pág. 1044, México, 1980.
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