La articulación
mafiosa entre los grupos mediáticos –o cartelizados- y el llamado partido
judicial, se nos presenta como uno de los principales peligros para la
construcción de democracias reales, profundas y plenas, y no los artificios
funcionales a las élites y sus aliados, como ha sido la triste tradición en una
gran mayoría de nuestros países.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
“¡Qué miseria la de
estos países, qué farsa la democracia, qué sistema más oprobioso el de América
Latina!”: con estas palabras el expresidente hondureño Manuel
Zelaya recordó y se lamentó de los hechos que rodearon el golpe de estado
que sufrió en 2009 y que, desde su perspectiva, marcó el inicio de la
restauración neoliberal o conservadora en nuestra región. En una entrevista
publicada recientemente por el diario Página/12,
Zelaya sostuvo que “este retorno de las derechas agresivas y reaccionarias de
América Latina no es coyuntural. Es una respuesta planificada desde Washington
por fuerzas que sintieron que estaban perdiendo espacios” y que, además de
Honduras, se ejecutó también en Paraguay contra Fernando Lugo y en Brasil
contra Dilma Roussef, con proyecciones y variantes hacia otros escenarios y
procesos políticos. “La restauración conservadora lleva conspiración. Combina
ataques mediáticos, fuertes engaños publicitarios y fraudes electorales. La
restauración es violenta. No es pacífica, ni es democrática”, explicó el
derrocado exmandatario y actual
dirigente del Partido Libertad y Refundación (LIBRE).
Los acontecimientos
de los últimos años en Centro y Suramérica, y particularmente en Brasil, con un
desarrollo acelerado en las últimas semanas, dan claves de interpretación del
nuevo momento histórico que vivimos, luego de tres lustros de avances del campo
popular y de fuerzas políticas y gobiernos que adhirieron, cual más cual menos,
a un ideario en el que destacaron, entre otras, banderas como las del
antiimperialismo y la integración regional, la soberanía y la
autodeterminación, la independencia y la búsqueda de alternativas de superación
del neoliberalismo.
Los golpes de estado
de nuevo patrón, o golpes blandos,
perpetrados desde los parlamentos y revestidos de seudolegalidad por instancias
judiciales sometidas a los poderes fácticos y a intereses extranjeros, así como
el recrudecimiento de las maniobras de desinformación y las estrategias de
manipulación de la opinión pública que hacen parte del repertorio de la guerra
mediática en nuestra región, son las principales armas de la restauración
neoliberal. Sin ir más lejos en la búsqueda de ejemplos, la Red O’Globo, la más
influyente y poderosa cadena de medios de comunicación de Brasil –que creció y
se fortaleció al amparo de la dictadura- acaba de reconocer que utilizó
información “imprecisa” en sus coberturas periodísticas que daban cuenta de la
presunta existencia de cuentas off shore
a nombre de Lula da Silva y Dilma Roussef para recibir dinero de sobornos. Ni O’Globo
ni los fiscales que llevan adelante las investigaciones han presentado una sola
prueba que sustente las acusaciones contra los expresidentes. Una falsedad en
todos sus extremos, utilizada como arma política, reproducida hasta el hartazgo
y con mala intención en medios hegemónicos dentro y fuera de Brasil, y que dio
ínfulas y “argumentos” al oprobioso proceso de impeachment contra Dilma. Tal es el modus operandi de la ofensiva
restauradora.
La articulación
mafiosa entre los grupos mediáticos –o cartelizados- y el llamado partido judicial, que no es otra cosa
sino la cooptación por parte de la derecha de uno de los poderes claves en la estructura
republicana, llamado a ser garante del respeto a las condiciones mínimas que
hacen viable la convivencia en sociedad, se nos presenta como uno de los
principales peligros para la construcción de democracias reales, profundas y
plenas, y no los artificios funcionales a las élites y sus aliados, como ha
sido la triste tradición en una gran mayoría de nuestros países. Y no son pocos
los riesgos a los que nos enfrentamos. Como bien explica el periodista
Martín Granovsky, “el itinerario de la justicia y del denuncismo
periodístico, como poder moral superior” conforman el ariete utilizado para “producir
lo peor de la democracia, que es dejarla a cargo de empresarios disfrazados de
benefactores públicos”.
¿Cómo enfrentarán las
izquierdas esta pérfida alianza? ¿Qué tipo de democracias se pueden construir
bajo la tutela de los partidos mediático y judicial? ¿Son viables los procesos
de cambio que no se propongan disputar
la hegemonía cultural y confrontar directamente a los poderes fácticos? ¿Puede
coexistir un proyecto emancipador con la presencia de actores de esos poderes
fácticos enquistados en el seno de las instituciones del Estado?
Este es un debate que
no podemos obviar si queremos dejar definitivamente atrás la farsa de las democracias
controladas en la sombra; en particular ahora que crujen los engranajes de una
ofensiva restauradora cuya continuidad política se acompaña de signos de
interrogación y que, como ya lo han advertido distintos intelectuales para el
caso brasileño, podría abrir peligrosas grietas para una nueva irrupción del
factor militar como protagonista de la vida política en nuestra América.
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