Nada
más distinto -pero no distante, lamentablemente- entre sí, que los movimientos
sociales (ecologistas, indígenas, de derechos humanos) y las políticas
proempresariales. Son dos mundos antagónicos: uno, surgido de la lucha por el
sostén de derechos colectivos fundamentales, y la defensa de los bienes
comunes; el otro, regido por la lógica de la ganancia individual y del lucro
como racionalidad fundaste.
Roberto Follari / El Telégrafo
(Ecuador)
Y sin
embargo, a veces se unen. ¿Será una porción de ese barroco latinoamericano
donde todo es posible, incluso la unidad fáctica de los contrarios? ¿Es esto
una cuasificcional muestra de lo ‘real maravilloso’ regional? De ninguna
manera: lamentablemente, es una concreta exhibición de ceguera y torpeza, de
parte de los que coordinan y dirigen algunos movimientos sociales. Las
diferencias, las vemos más con quienes están cerca. Yo no puedo tener
rispideces con finlandeses o japoneses: nunca he tenido relación con ellos. De
tal modo, algunos ven las pequeñas fallas de los cercanos como enormes; y las
enormidades antisociales de los que están más lejos, como pequeñeces. Solo así
-en ver a los lejanos con distorsión perceptiva ‘positiva’- puede explicarse
que la dirigencia de los indios qom, del noreste de Argentina, haya estado en
rotunda oposición al gobierno kirchnerista, y tenga relación relativamente
armoniosa con el derechista gobierno de Macri, el cual tiene presa a la
dirigente Milagro Sala por reivindicar pobres e indios, y por ser indígena ella
misma.
Esos
sectores en otros países, como es Ecuador, han llevado la apuesta más adelante:
directamente se han aliado a la derecha bancaria, se han subordinado en los
hechos a una conducción política reaccionaria, con tal de enfrentar al gobierno
actual y al del mismo color que lo continuará por decisión popular. No han sido
neutrales en la elección, o apoyado subrepticiamente a la derecha: han operado
como derecha práctica ellos mismos.
Pueden
esgrimir sus razones para no coincidir con el gobierno de Alianza PAIS, y
algunas pueden resultar muy atendibles. Pero menos claro es que puedan mostrar
razonablemente por qué se vuelven furgón de cola de sectores empresariales: una
cosa no se sigue de la otra. Es cierto que la orfandad política de los
movimientos sociales puede ayudar a este equívoco; contra lo que dicen algunos
autores encerrados en sus escritorios universitarios, las reivindicaciones
sociales solo alcanzan rango político si se articulan en una política general
que busque la dirección gubernativa del Estado. Es decir: los movimientos
sociales, en tanto que tales, no son una opción política. Tienen que
construirla, y eso implicaría perder la autonomía que suele caracterizarlos.
Pero si se elige el resguardo de tal autonomía y no participar de un colectivo
político, se está condenando al seguidismo de alguien que viabilice una
posición en el plano de lo directamente político-partidario. O sea: en nombre
de la autonomía, se está llevando a la peor dependencia.
Así,
alguna vez se pudo formar parte del gobierno de Lucio Gutiérrez, aquel
presidente que voló a Washington tras la elección, mientras en la campaña
aparecía como un nuevo Hugo Chávez. Más grave aún que eso, por cierto, es ir
junto a una cruda derecha que representa sin más los intereses del concentrado
mundo financiero. ¿Qué clase de coherencia puede exhibir un movimiento social
que se subordina a los intereses del capitalismo internacional, justo aquellos
contra los que luchan quienes forman parte de dicho movimiento?
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