Las izquierdas (digámoslo en primera persona plural, porque si no,
pareciera que altaneramente quien lo pone en tercera persona queda al margen de
la autocrítica) NO ENCONTRAMOS de momento los caminos para seguir adelante la
lucha. Lo cual no significa que la lucha haya terminado. Estamos, en todo caso,
en un período de resistencia y reformulación.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
Sabiendo que “izquierda” es un término demasiado amplio, impreciso
incluso, permítasenos usar aquí para dar a entender las fuerzas políticas y/o
sociales que bregan por un cambio respecto al sistema capitalista. Entra allí,
por tanto, un muy extendido abanico de opciones y alternativas, desde grupos alzados
en armas hasta partidos políticos que se pliegan a la institucionalidad
vigente, desde movimientos sociales más o menos sistematizados o espontáneos
hasta grupos académico-intelectuales. La característica común que une a toda
esa amorfa masa es el deseo de transformar el modelo socio-económico vigente,
aunque haya profundas diferencias en la forma de buscarlo.
América Latina no es pobre. Por el contrario, como sub-continente es uno
de los lugares con mayor riqueza natural del planeta. Inconmensurables tierras
fértiles, agua dulce al por mayor, enormes selvas tropicales, petróleo (ahí
están las mayores reservas mundiales), gas y vastos recursos minerales (en
cuenta los principales yacimientos de materiales cada vez más necesarios para
las industrias de punta), litorales marítimos plagados de vida, energía
hidroeléctrica en cantidades fabulosas, todo ello la convierten en un
“paraíso”. Pero curiosamente, pese a esa riqueza, las diferencias entre quienes
más poseen y los más desposeídos son de las más grandes del mundo (se diría un
“infierno”). Conviven ahí magnates extravagantes con riquezas incalculables
junto a poblaciones terriblemente empobrecidas. Junto a barrios ultramodernos
en las principales urbes hay poblaciones viviendo en situaciones de Siglo XIX
en áreas rurales, o apiñadas en tugurios urbanos de inusitada pobreza y
violencia. Regímenes militares en prácticamente todas sus naciones durante el
pasado siglo hicieron de Latinoamérica una tierra de represión marcada a sangre
y fuego. Las frágiles democracias existentes actualmente, con apenas unas
décadas de existencia, no logran -ni lo pretenden, en realidad, más allá de
pomposas declaraciones- terminar con las desmesuradas asimetrías
económico-sociales reinantes.
Producto de una furiosa y sangrienta represión vivida en las últimas
décadas del siglo XX y de un bombardeo ideológico-cultural inmisericorde, dado
a través de medios masivos de comunicación y las actuales redes sociales, el
discurso dominante que se ha impuesto con fuerza apabullante es de derecha,
conservador, entronizando el libre mercado, denostando todo lo estatal,
criminalizando la protesta social al par que estimulando un grosero
individualismo casi hedonista, logrando de ese modo reemplazar en la ideología del
día a día cualquier intento de cambio. La invasión de sectas neopentecostales
completa el cuadro, anestesiando la protesta y las cabezas.
Las políticas neoliberales impuestas desde hace al menos 40 años desde
los centros imperiales, acatadas mansamente por los gobiernos nacionales, fueron
reconfigurando el paisaje político-económico y social. De esa cuenta, los
grandes capitales crecieron en forma exponencial, mientras las grandes mayorías
populares ahondaron su empobrecimiento. Las políticas sociales que impulsaban
los Estados hacia mediados del siglo XX fueron siendo barridas, y hoy día, en
todos los países, las estructuras estatales son precarias, brindando muy
deficitariamente, o no brindando, los servicios básicos a sus poblaciones.
Las grandes mayorías trabajadoras (urbanas, rurales, amas de casa) están
más desprotegidas que nunca. Los derechos laborales están conculcados en forma
bochornosa, y las prácticas de explotación alcanzan niveles no vistos antes. El
movimiento sindical combativo de otrora está casi extinguido; sobrevivieron
solamente sindicatos burocratizados y plegados a las patronales, los que no
constituyen focos reales de reivindicación y/o mejoramiento de las condiciones
laborales, más allá de ocasionales declaraciones formales.
En el medio de esa marea de retroceso del campo popular, con un ataque
enorme de los capitales (nacionales y, fundamentalmente, internacionales) sobre
la masa trabajadora y los pueblos en general, las izquierdas, en tanto elemento
fundamental de lucha antisistémica, no encuentra los caminos. La gran mayoría
de movimientos armados se han desmovilizado, y los que aún continúan, no se ven
como verdadero elemento transformador, pues el contexto se los impide. Las
iniciativas políticas en el ruedo de las democracias parlamentarias burguesas
no alcanzan a constituirse en verdaderos desafíos sistémicos. Las veces que la
izquierda logró ganar el Poder Ejecutivo en los distintos países, no pudieron
pasar de administrar el neoliberalismo vigente con un poco más de sentido
social, pero sin lograr transformar de raíz el sistema capitalista.
En el inicio del siglo, en muy buena medida alentada por la Revolución
Bolivariana en Venezuela encabezada por Hugo Chávez, los mandatarios de varios
países de la región (Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, El
Salvador, Honduras) comenzaron tímidamente a desarrollar políticas que, sin
superar el capitalismo, presentaron un carácter más moderado, con cierta
preocupación por los sectores históricamente postergados. En todos ellos,
llegados a las casas de gobierno por elecciones dentro del marco de la
institucionalidad capitalista y no por procesos de revolución popular, no se
tocaron los resortes básicos del sistema: propiedad privada de los medios de
producción, reforma agraria, nuevo Estado socialista, ideología revolucionaria
desmontando la anterior cultura, reemplazo de las antiguas fuerzas armadas por
milicias populares y un nuevo ejército plegado a las dirigencias de izquierda.
En síntesis: se asistió a procesos asistenciales que no modificaron de cuajo
las estructuras vigentes.
Luego de un período de crecimiento y cierto esplendor económico (ligado
en parte al fabuloso despegue económico de la República Popular China,
principal comprador de las materias primas latinoamericanas), la relativa
prosperidad no pudo mantenerse, y lentamente (no sin la intervención de Estados
Unidos y la presión interminable de las propias oligarquías nacionales) esos
gobiernos de corte social-popular fueron cayendo. En el caso de Bolivia, y en
cierta forma también en Honduras, a través de cruentos golpes militares al
mejor estilo de los que se conocieron durante todo el siglo XX, siempre de la
mano de los ejércitos, que siguen siendo fuerzas de ocupación, preparados en la
Doctrina de Seguridad Nacional impulsada por la Casa Blanca (aunque ahora se
nombre de otra manera, con pretendido énfasis en la defensa de derechos
humanos).
Al día de hoy solo Cuba se mantiene en un proyecto claramente socialista,
sin retroceder ni hacer concesiones, pese al bloqueo y a los interminables
problemas heredados. Los elementos capitalistas que puedan darse hoy en la isla
(que, definitivamente, se dan a un nivel de micro-empresa) no alcanzan a torcer
el rumbo socialista del Estado. Pueblo, gobierno y fuerzas armadas siguen ese
derrotero, resistiendo los embates del capitalismo global.
Otros países que pueden nombrarse socialistas, presentan innumerables
cuestionamientos a ese ideario. Nicaragua, con un discurso pretendidamente
anti-imperialista, presenta un populismo asistencial centrado en la figura de
un aprendiz de dictador rodeado de una nueva burguesía ascendente que nada
tiene de revolucionaria. México (con Andrés Manuel Pérez Obrador en la
presidencia) y Argentina (con un nuevo planteo peronista), con gobiernos
llegados a través del voto popular (en buena medida “voto castigo” a los
terribles planes neoliberales que pauperizaron en forma creciente a las ya
paupérrimas mayorías), abren esperanzas, las cuales no pasan de
administraciones no tan marcadamente antipopulares, pero que no cuestionan en
absoluto la primacía del capital y del papel hegemónico de Estados Unidos en la
región (“capitalismo serio”, pudo decir la actual vicepresidenta del país
sudamericano).
El caso de la República Bolivariana de Venezuela merece una mención
aparte. Habiendo surgido allí un primer grito anticapitalista con la figura
carismática de Hugo Chávez, lo novedoso de ese movimiento (se volvía a hablar
de “socialismo” y “antiimperialismo” luego de décadas de silencio) abrió
enormes expectativas en las fuerzas de izquierda, no solo latinoamericanas,
sino a nivel mundial. Seguramente porque la caída del campo popular en todo el
planeta -luego de la desintegración del bloque socialista europeo y la adopción
por parte de China de mecanismos de mercado- fue tan dura que un discurso que
ponía de nuevo en el tapete un ideario caído en el olvido, permitía volver a
soñar, a tener esperanzas. De todos modos, desde el inicio de ese proceso se
vio que lo que se vivía en Venezuela no era una revolución socialista; era, en
todo caso, una mejor y más equitativa repartición de la renta petrolera, pero
que no tocaba los fundamentos de la empresa privada. Muerto Chávez (o asesinado
por el imperialismo), la burocracia que siguió dirigiendo el proceso mostró que
en su ADN constitutivo no había “revolución socialista”. Sumando a ello la
brutal agresión de Washington, la situación actual del país caribeño es
sumamente compleja. Las fuerzas de izquierda del continente no pueden dejar de
defender el proceso emancipatorio venezolano, pero queda la pregunta -con sabor
amargo- de hasta qué punto eso es un auténtico proceso emancipatorio.
Obviamente, hay que seguir defendiendo la autodeterminación de Venezuela y condenando
enérgicamente la intromisión imperialista (de Estados Unidos o de cualquier
potencia que intente saquear los recursos del país). De todos modos, no puede
dejarse de considerar que estos “socialismos sin socialismo” dan pie a la
derecha para mostrar la ineficacia de estos planteos (la situación de Venezuela
es mostrada como la patencia de lo imposible del socialismo).
El Movimiento Zapatista, una opción de izquierda centralizada en el
sureño estado mexicano de Chiapas, no pudo constituirse en un modelo de
autogestión popular replicable en todo el país o en otros contextos fuera de
México, y si bien en sus territorios se mueve con una lógica anticapitalista,
está absolutamente condicionado por el contexto nacional e internacional, no
pasando de ser una interesante experiencia, pero sin posibilidad real de
profundizarse y construir una alternativa socialista autónoma (como Cuba, por
ejemplo).
Las principales protestas antisistémicas provienen de movimientos
sociales en sentido amplio: campesinos, movimientos de pueblos originarios,
desocupados urbanos, estudiantes, amas de casa. En muchos de ellos no hay una
clara agenda socialista, con proyecto sistemático de construcción de un modelo
superador del capital privado. De todos modos, las movilidad político-social
que van teniendo estas iniciativas abre nuevas esperanzas. En los comités
populares de base, en esas experiencias de democracia real, participativa, de
espontáneo carácter solidario y comunitario, puede encontrarse el verdadero
camino para la transformación social. Las recientes protestas (puebladas) que
se dieron en distintos países latinoamericanos son una fuente para estudiar y
sacar conclusiones: ¿por qué esas rebeliones populares no pudieron constituirse
en verdaderos procesos revolucionarios?
Las fuerzas políticas de izquierda que podríamos llamar “formales” o
“sistemáticas” (fuerzas políticas, bloques legislativos, partidos comunistas
herederos de la dinámica de la Guerra Fría con un referente en la Unión
Soviética) no están de momento a la altura de esas protestas espontáneas. Si
bien pueden tener cercanía con las masas en protesta, aún no se constituyen en
vanguardias que puedan liderar ese descontento enfocando la lucha
anticapitalista. Podrán serlo en un mediano plazo, pero todo indica que no lo
son de momento. Tema importante a trabajar, por tanto.
Ese desfasaje habla de la historia reciente (Guerra Fría, contienda
ideológica donde el ganador claramente fue el campo capitalista), de las
terribles represiones a que se vieron sometidos los pueblos en lucha (las
montañas de cadáveres y los ríos de sangre no se olvidan: la “pedagogía del
terror” sigue presente), de la desideologización promovida (desideologización
de contenidos de izquierda), del continuo bombardeo ideológico-cultural al que
se somete a las poblaciones. Todo lo cual hace que cunda un sentimiento de
miedo/desconfianza con los planteos de izquierda en las mayorías populares,
manipuladas hasta el hartazgo con mensajes conservadores, de derecha, en muchos
casos religiosos, adormecedores.
Las izquierdas (digámoslo en primera persona plural, porque si no,
pareciera que altaneramente quien lo pone en tercera persona queda al margen de
la autocrítica) NO ENCONTRAMOS de momento los caminos para seguir adelante la
lucha. Lo cual no significa que la lucha haya terminado. Estamos, en todo caso,
en un período de resistencia y reformulación. Las causas que motivaron que haya
una opción de izquierda (es decir: un planteamiento anticapitalista) no
desaparecieron. En ese sentido, no es posible que desaparezca la izquierda,
aunque hoy día esté algo desorientada, cooptada por el discurso “políticamente
correcto” de la llamada cooperación internacional y enredada en ese raro
engendro que son las ONG’s. ¿Qué queda por hacer entonces? ¡No perder las
esperanzas y seguir aportando granitos de arena!
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