No me extraña que Michael Bloomberg, después de invertir en una semana US$ 500 millones para tratar de ganar el llamado supermartes de las primarias demócratas en Estados Unidos, haya decidido retirarse y apoyar a Joe Biden en el resto de la campaña. Porque los multimillonarios que no están con Trump también sienten que Bernie Sanders no debe ganar.
Van a tratar de poner pañitos de agua tibia a una catástrofe planetaria de proporciones indecibles, porque así es el capitalismo salvaje: ve venir la erupción y todavía piensa que hay que alejarse del peligro lo menos posible. Es lo mismo que les pasa con el coronavirus: solo aceptan dar la alarma cuando ya el mal esté por todas partes, porque les parece que puede ser contraproducente para las finanzas alarmar los mercados.
Trump es el gran peligro. Un farsante ostentoso que es capaz de tapar con las manos la evidencia del cambio climático, un mal como nunca habíamos visto, solo porque es más importante para el gran capital salvar a las petroleras que salvar a las próximas generaciones. No cabe en su mente infatuada que dejando desencadenarse el calentamiento global tampoco las petroleras se salvarán, ni el poder de las multinacionales, ni el dólar.
Solo alguien como Bernie Sanders, que plantee las cosas con claridad, puede ser en estos momentos una alternativa. Y él mismo lo dijo en la noche del martes, cuando significativamente ganó en California: “No se puede derrotar a Trump con lo de siempre”. El momento no está para aguas tibias y solo la juventud parece darse cuenta. Una juventud que sin embargo no juega a la trampa de que ser joven es parecerlo.
En Colombia parece que nos gobernara un joven y nos están gobernando los prejuicios más viejos, las ideas más gastadas, las más fracasadas costumbres políticas. En un país donde hace décadas los derechos humanos hacen agua y la violencia implacable campea, el Gobierno se da el lujo vergonzoso de pedir que la oficina de los derechos humanos de la ONU sea expulsada, porque sus informes y sus advertencias acaso le den mala imagen.
Los jóvenes estadounidenses están con Bernie Sanders porque este septuagenario propone las ideas más jóvenes y los programas más vigorosos en una época de declinación. Y también porque es el único que de verdad, sin descuidar el presente, se preocupa por la suerte de la primera generación de la historia a la que los poderes y la holgura del mercado le están arrebatando el futuro.
No hay socialismo a la vista. Bernie Sanders agita la palabra socialismo para conjurar los fantasmas que tiranizan hace mucho a los Estados Unidos, pero su proyecto solo puede ser el de un capitalismo social en el que el desafío verde asuma la prioridad que le corresponde y unos programas sociales frenen el derroche energético, el frenesí consumista, la privatización acelerada de la riqueza y la irresponsabilidad de un poder que gobierna con desplantes y titulares, que rompe equilibrios políticos mundiales, que se atrinchera en una prosperidad momentánea para escamotear las soluciones y los desafíos de largo plazo.
Un negociante como Trump no alcanza a tener visión histórica. Los grandes poderes del mundo no pueden estar a merced de una vanidad temperamental y arbitraria. Un país que fue grande no puede romper compromisos y evadir responsabilidades de un modo tan insolente y tan peligroso.
Cuando el poder pierde el pudor de decir mentiras ostentosas, la humanidad tiene que perder el temor de decir verdades necesarias, y eso es lo que Bernie Sanders está haciendo. Esas verdades incómodas de las que habló Al Gore hace ya tiempo son también necesidades urgentes en un mundo donde tratan de obligarnos a no sentir el sol que nos quema y el aire que nos falta.
Una grave noticia de esta semana, “Los bosques tropicales ya no pueden con tanto CO2”, nos contó que la vegetación tropical ya no está alcanzando a procesar el dióxido de carbono de la atmósfera: los árboles liberan el oxígeno y guardan el carbono y envejecen más pronto, porque el mal que todos sentimos y que los ciegos que nos guían siguen negando es cada vez más grave y más temible.
Lo que la próxima elección en los Estados Unidos va a medir no es la capacidad de un gobernante de cambiar las tendencias de la historia, sino la capacidad de la ciudadanía de reaccionar y asumir sus responsabilidades. De un lado van a militar el poder del dinero y el discurso del establecimiento, del otro empieza a alzarse la conciencia humana, la certeza del peligro y la audacia de asumir unos cambios que no son caprichos sino elementales necesidades de la historia.
Es previsible también que el creciente poder perturbador de la epidemia de coronavirus vulnere la principal fortaleza de Trump, que es el momentáneo auge económico, y ponga más bien en primer plano la preocupación por la sanidad universal que Trump tanto ha combatido.
De todos modos, el ámbito en que se va a desarrollar esta contienda electoral es el de un mundo que siente crecer los peligros. Nadie ignora que este malestar que llena los titulares y cubre las bocas y colma de preguntas a todas las ciudades del mundo tiene mucho que ver con la alteración de los climas, con la concentración de las poblaciones, con la velocidad de las comunicaciones, con la inquietante desigualdad de los sistemas de protección.
También este sentimiento de fragilidad en un mundo ultrainformado va a arrojar su sombra sobre las grandes decisiones colectivas. Lo que sabremos muy pronto es si hay esperanza, o si la inercia de la historia puede más que nuestra capacidad de reaccionar y de cambiar.
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