Durante más
de un siglo, Colombia ha sido el aliado más fiel de Estados Unidos y de sus
políticas continentales. Y eso es extraño, porque el siglo XX comenzó para
nosotros con la pérdida de Panamá, una secesión apoyada por el gran vecino para
hacerse al proyecto del canal interoceánico.
William Ospina
/ El Espectador
Pero es
natural que los países latinoamericanos hayan buscado a través del tiempo una
alianza con ese país formidable, que en pocas décadas se alzó sobre el mundo
como la nación más laboriosa, más industriosa, más innovadora y, en su tiempo,
la más acogedora del planeta.
Sus
bombillas incandescentes, sus automóviles, sus electrodomésticos, sus
autorrutas, su invención incesante cambió la manera de vivir del mundo entero.
Sus técnicas comerciales, su industria, su sociedad de consumo, sus barrios
apacibles, sus ciudades verticales que rozan el cielo, le dieron otro rumbo al
habitar humano. Su telefonía, su radio, su televisión, la máquina de sueños del
cine, desde ninguna parte se irradiaron tanto definiendo el estilo de la época.
Y allí
estaban también la democracia como la soñó Walt Whitman, la lucidez demencial
de Edgar Allan Poe, la soledad reflexiva y el refinamiento sensorial de Emily
Dickinson, la novela tejida de poemas de Edgar Lee Masters, el razonado
romanticismo de Thoreau, el sereno humanismo de Emerson, la insurgencia poética
de Ezra Pound y de Allen Ginsberg, los laberintos torrenciales de Faulkner, la
galaxia de sueños de Ray Bradbury, el erotismo sinfónico de Henry Miller, la
paranoia visionaria de Philip K. Dick.
Pero los
gobiernos de ese país han sido menos admirables que la sociedad a la que
gobiernan, y hoy, después de un siglo largo de ser sus aliados y sus
veneradores, nuestros países pueden preguntarse si valió la pena esa alianza.
Pues buena parte de nuestras conmociones y de nuestras violencias se deben a
las políticas que a veces nos han trazado pero que casi siempre nos han
impuesto.
Mario Vargas
Llosa acaba de publicar una novela, Tiempos recios, que
interroga el momento en que los Estados Unidos frustraron en Guatemala una
valiosa experiencia liberal, destruyendo el proyecto democrático de Jacobo
Árbenz, con el pretexto de combatir el comunismo, y le abrieron camino en el
continente al radicalismo revolucionario. Porque no fue solo en Guatemala: los
gobiernos de EE. UU., atrincherados en la histeria anticomunista, no solo
anularon grandes esfuerzos democráticos y abortaron reformas liberales, sino
que abiertamente patrocinaron golpes de Estado, apoyaron tiranías sanguinarias
y hasta educaron a los ejércitos del continente en prácticas de represión, de
tortura y de desaparición de ciudadanos.
Basta mirar
lo que es hoy América Latina para entender que tal vez no hemos tenido el mejor
vecino. No porque los Estados Unidos tuvieran algún deber con nosotros, sino
porque si algo nos exigieron fue fidelidad irrestricta, sólo acatar sus
consejos y sólo aplicar sus recetas, y en Colombia encontraron a sus más
obsecuentes servidores.
Aunque se
supone que ya terminó la Guerra Fría, los gobiernos de EE. UU. aún se comportan
como si fuéramos su patio trasero, y cada vez que alguno de nuestros países
busca alianzas y cooperación por fuera de su ámbito de influencia, reaccionan
como si se estuvieran transgrediendo normas sagradas.
Pero es
evidente que la teoría del desarrollo que nos dictaron sólo nos sometió a una
subordinación sin esperanzas. Que es su prohibición de las drogas, su manejo de
un asunto de salud pública como si fuera un problema militar, lo que nos
convirtió en región de matanzas. Que sus consensos neoliberales arruinaron
nuestras economías, que sus multinacionales llevan la parte del león en los
contratos, que la política que asumen ante la tragedia de los inmigrantes
demuestra que no nos ven como aliados, sino como invasores indeseables.
Pero la vida
y la política fuerzan a los pobres a emigrar, a ser rebuscadores, recursivos y
astutos; y la educación precaria y la falta total de oportunidades no han
convertido a los hijos de América Latina en vecinos silenciosos y corteses.
Colombia no olvida que las empresas bananeras no nos trataron con manos de
seda, el libro México bárbaro cuenta cosas
que enfrían la sangre, el recelo de Cuba frente al vecino aprovechado no carece
de razones. Árbenz y Bosch y Allende supieron que al gran poder no le tiembla
la mano a la hora de contrariar en otros países la voluntad de las mayorías. La
intervención en Grenada y la lluvia de paracaidistas en Panamá no fueron tomas
apacibles.
Claro que
somos responsables de nuestros males, pero la verdad es que la política del mal
vecino ha ayudado mucho. Ahora muchos países de nuestro continente se
replantean su política de alianzas. Algunos están curados de ilusiones y están
hallando nuevos socios. Probablemente también nosotros tendremos que hacerlo.
Hoy, cuando
el cambio climático es el primer desafío del mundo, cuando su secuela de
catástrofes, pandemias y extinciones masivas de especies es cada vez más
indudable, no podemos seguir uncidos al carro de los que niegan el peligro y lo
incrementan, de los que sacan provecho de nuestra riqueza y cuando nos ven
llegar con hambre alzan muros y cierran puertas.
Pero hay
otra esperanza y es que también allá los ciudadanos comprendan la magnitud del
peligro y el valor de lo que está en juego, y no solo cambien su gobierno, sino
que se reencuentren con los altos sueños que le dieron forma a esa gran nación.
Tal vez
entonces volverán a respetarnos, pero para ello también es preciso que nosotros
nos respetemos y entendamos el valor de nuestro mundo. Porque fue precisamente
una mujer, una poeta norteamericana, Emily Dickinson, quien dio con uno de los
grandes secretos de la vida y la muerte: El que aquí abajo no halla el
cielo / no lo hallará tampoco arriba.
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