En Centroamérica, no hay necesidad
de pandemias para conocer los rigores de las tragedias humanas. En la región,
hemos estado azotados por las Siete Plagas de Egipto desde que tenemos memoria.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
"Centroamérica" (1987), grabado de Francisco Amighetti. |
Asociados a ellos, en contubernio, o tal vez mejor,
como los grandes titiriteros que mueven los hilos de las gesticulaciones
políticas, los oligarcas, denominación que tal vez algunos consideren demodé,
pero que es precisa y acertada para caracterizar a esta gente anclada aún en la
Colonia, que no se han enterado aún de conceptos como modernidad y, menos aún,
contemporaneidad, que ven fantasmas de subversión y comunismo en todas partes,
y se escandalizan cuando alguien dice, aunque sea en voz baja, salario mínimo,
derechos laborales, salud ocupacional. En fin, que es gente de otro tiempo, que
no se ha dado cuenta de que el mundo ha girado sobre su propio eje salvo para irse
de compras a Miami o Nueva York, meca a la que añoran y de la que se duelen no
pertenecer por nacimiento.
La tercera son los ejércitos, esos cuerpos que cuando
quieren celebrar algo se ponen penachos de plumas, gorras con artilugios
dorados y correas con pompones como de bastoneras del Desfile de las Rosas. La
ridiculez de sus vestimentas festivas no logra esconder, sin embargo, su
siniestro destino. Han llevado a cabo algunas de las peores matanzas de las que
se tenga memoria en nuestro continente y se quedan como si nada. Es más, cuando
se les reclama se hacen los ofendidos, y urden triquiñuelas para evadir a la
justicia que, a veces, se atreve a llevar a sus jefes al banquillo de los
acusados.
La cuarta plaga que nos azota son los Estados Unidos,
que no nos trata como vecinos, sino como incómodos y precarios reductos de
criminales que chapotean en “agujeros de mierda”, de los que no saben ni el
nombre y agrupan bajo el apodo de “países mexicanos”. Los Estados Unidos son
una sombra eternamente presente en nuestro destino, una potencia que siempre
pensó que nosotros ocupábamos un lugar que por gracia de Dios, por su Destino
Manifiesto, les pertenecía a ellos, y en el que cualquier otro que ponga un pie
es considerado enemigo que le ha declarado la guerra.
Aunque debería ser un privilegio, como lo percibió
Simón Bolívar, nuestra posición geográfica es otra plaga por la que tenemos que
pagar diezmo a la diosa fortuna. Es nuestra quinta plaga, por la que las
grandes potencias han puesto los ojos en nosotros y por la que, también,
abiertamente se han dolido de que estemos nosotros, los nativos, viviendo y
penando en este lugar que en sus manos sería un emporio.
Que seamos un territorio estrecho entre los dos
grandes océanos de la Tierra es lo que apetecen y ambicionan, y es una patraña
para ellos, algo de lo que no se dan cuenta, nuestra exuberante naturaleza,
nuestra abundancia de fauna y flora, la majestuosidad de los paisajes.
Nuestra sexta plaga es nuestra condición de puente
entre las dos grandes masas continentales. Otra condición geográfica que
debería ser un privilegio se nos ha tornado en un dolor de cabeza. Tener al
mayor consumidor de droga al norte, y a la zona de mayor producción en el sur,
nos convierte en una zona de paso de un producto que trae tras de sí una estela
de violencia y muerte. En Centroamérica se encuentran hoy algunas de las zonas
más violentas del mundo, en donde legiones de jóvenes sin perspectivas de
futuro encuentran en el crimen organizado una forma de estar en el mundo.
La séptima plaga que nos caerá próximamente es el
Coronavius.
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