A medio siglo de la publicación de “Plagas y Pueblos”, de William H. McNeill, aún está pendiente la tarea de comprender en qué medida, y por qué vías, los problemas de salud de nuestra civilización pueden ser vinculados a las consecuencias de las actividades productivas que la sustentan.
Guillermo Castro Herrera* / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
A los trabajadores cubanos de la salud, que hacen realidad el llamado de José Martí a comprender que patria es Humanidad.
La premisa fundamental para una historia ambiental de la salud radica en el hecho de que la enfermedad y la muerte son hechos naturales, pero la salud es un producto del desarrollo social, y un excelente indicador de la calidad de ese desarrollo. En nuestro caso, esto obliga a considerar los problemas de la salud en la perspectiva de un proceso de desarrollo desigual y combinado que opera a escala planetaria desde mediados del siglo XIX, y que en los albores del siglo XXI ha venido a desembocar en una crisis global en la que se combinan un crecimiento económico sostenido con deterioro social y degradación ambiental constantes.
En esta perspectiva, Paul Epstein - un destacado pionero en este campo - ha podido afirmar que en ·cualquier época, la salud humana “tiende a seguir tendencias tanto en los sistemas sociales como en el ambiente natural.” Así, si bien en períodos de relativa estabilidad “– medida a través del número y la distribución de las personas, el uso que hacen de los recursos naturales, y los desechos que producen – los controles naturales, biológicos, sobre las plagas y los organismos patógenos pueden funcionar de manera eficiente”,
En tiempos de cambio acelerado – a menudo asociado a inestabilidad política o social, desastres naturales, o guerra – las enfermedades infecciosas pueden difundirse. Hoy, un clima cada vez más inestable, la acelerada pérdida de especies, y crecientes inequidades económicas plantean un desafío a la tolerancia y la resistencia de los sistemas naturales. Actuando en conjunto, estos elementos de cambio contribuyen al surgimiento, resurgimiento y redistribución de enfermedades infecciosas a escala global.[1]
La adecuada comprensión de estos vínculos, sin embargo, sólo es posible en perspectiva histórica. Cada sociedad tiene en efecto un ambiente y una salud que le son característicos, y que resultan de una trayectoria en el desarrollo - siempre conflictivo - tanto de las relaciones que guardan entre sí los grupos que la integran, como de las que mantiene con su entorno natural. El examen de esas trayectorias en el pasado, y de sus expresiones más características en el presente, constituye una valiosa fuente de experiencias para el análisis de los problemas de la salud pública en un mundo en crisis.
Dicho examen encuentra un valioso aliado en la historia ambiental, un campo del saber que concibe el pasado “como una serie de intercambios ecológicos que han tenido lugar entre las comunidades humanas y sus entornos – […] que inciden constantemente sobre nuestra vida cultural”, ubica a la especie humana “en su plena complejidad orgánica”, y nos enseña a ser responsables “con respecto a todos nuestros asociados en la Tierra”.[2] En la medida en que esa complejidad orgánica comprende aquellos intercambios ecológicos directamente vinculados a nuestras formas de vivir, enfermar y morir, una historia ambiental de la salud encuentra valiosos antecedentes en obras como Plagas y Pueblos, un texto clásico en este campo, del historiador norteamericano William H. McNeill.[3]
Allí - tras señalar que “una comprensión más plena sobre el sitio en perpetuo cambio de la humanidad en el equilibrio de la naturaleza debería ser parte de nuestra comprensión de la historia”[4] -, McNeill propone poner en evidencia “los encuentros de la humanidad con las enfermedades infecciosas” y las consecuencias de largo alcance que se produjeron “cada vez que los contactos a través de la frontera de una enfermedad distinta permitieron que una infección invadiera una población carente de toda inmunidad contra sus estragos.”[5]
Así, tras recordar que los humanos pudieron poblar el planeta entero “porque aprendieron a crear micromedios idóneos para la supervivencia de una criatura tropical en condiciones muy diversas”, examina las relaciones de conflicto y coevolución entre nuestra especie y sus microparásitos. En ese proceso, dice, “la adaptación y la invención culturales disminuyeron la necesidad de un ajuste biológico a medios diversos, introduciendo así un factor fundamentalmente perturbador y continuamente cambiante en los equilibrios ecológicos que existían en todas las partes de la tierra”. Y en esa perspectiva, aborda además la interacción entre ese microparasitismo natural, y el macroparasitismo social que se expresa en las relaciones de opresión y explotación de unos grupos humanos por otros a lo largo del proceso de surgimiento y desarrollo de las civilizaciones.
La civilización, en efecto, –con sus características de sedentarismo y aumento del número de los humanos y de la densidad de sus asentamientos, sostenido por la ampliación selectiva de su familia ecológica, animal y vegetal; el incremento del macroparasitismo, y el intercambio constante entre grupos humanos distantes– crea condiciones que favorecen la inserción de agentes de enfermedad infecciosa en las sociedades humanas, y la coevolución de ambas.[6] De aquí emerge un panorama en el que el estado general de salud de poblaciones enteras contribuye a modelar sus alternativas de relación y acción ante el mundo natural como ante otras sociedades, y en lo relativo a su propio desarrollo social.
A medio siglo de la publicación de Plagas y Pueblos, aún está pendiente la tarea de comprender en qué medida, y por qué vías, los problemas de salud de nuestra civilización pueden ser vinculados a las consecuencias de las actividades productivas que la sustentan. Hoy, en particular, la complejidad de esa relación se expresa en la comprensión del papel del deterioro social y la degradación ambiental en la salud de la enorme multitud que hemos venido a ser.
La historia, en todo caso, nos enseña sobre todo a preguntar. Y, en este campo, las verdaderas preguntas a plantear no son tanto las que se refieren a las tareas de reorganización de la naturaleza que deben ser cumplidas para garantizar la salud de los humanos, como a aquellas otras que tienen que ver con la reorganización de nuestras relaciones sociales para enfrentar con éxito la tarea urgente de hacer sustentables nuestras relaciones con el mundo natural.
Panamá, 27 de marzo 2020
* Panamá, 1950. Doctor en Estudios Latinoamericanos, UNAM, 1995. Asesor Ejecutivo, Fundación Ciudad del Saber, Panamá, gcastro@cdspanama.org
[1] Epstein, Paul, 1997: “Climate, ecology, and human health”. Consequences: Volume 3, Number 1, 1997, 1.
[2] Worster, Donald, 1996: “The two cultures revisited. Environmental history and the environmental sciences”, en Environment and History, Volume 2, Number 1, February 1996. Traducción. GCH.
[6] De este modo, civilización y enfermedad promueven y sostienen un incesante proceso que apunta a la unificación microbiana de Eurasia, primero – sobre todo entre el 500 a.c. y el 1400 d.c. -, y del mundo, después, en una fase que se inicia con la conquista europea de América, se amplía con el intercambio de esclavos y microparásitos entre África y el Nuevo Mundo, después, y culmina con la expansión de esas relaciones de coevolución y conflicto a escala del sistema mundial. Con ello, se llega a la situación de que las enfermedades de la civilización pasen a ser “las enfermedades familiares a casi toda la humanidad contemporánea como las comunes a la infancia: sarampión, paperas, tos ferina, viruela, etc.” Ibid., p. 52
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