Si durante cuarenta años la “unipolaridad” fue la metáfora que resumía la convergencia mundial hacia un único destino deseado, hoy la “multipolaridad” es el eufemismo de un destino histórico desgarrado o, peor aún, ausente.
Álvaro García Linera / eldiarioar.com
Por eso es que en estos últimos 40 años el ascenso escalonado de los regímenes neoliberales en el mundo vino siempre precedido, y fue después renovado, por un triunfo en el modo de imaginar el curso de acciones posibles con la que la mayoría de la población organizaba su vida cotidiana y sus esperanzas.
En la década de 1980, las contradicciones del “Estado de Bienestar” en el Norte, del “desarrollismo” en el Sur, y los límites de una ciudadanía corporativa-sindical desbordada por todos lados ante la emergencia de nuevos sujetos individuados demandando reconocimiento, crearon un estado de disponibilidad colectiva para sustituir creencias, que supo ser aprovechado por el dogma liberal. El proyecto neoliberal exponía una propuesta “renovada” de crecimiento económico fundado en el libre mercado, la desregulación laboral, la concentración de la riqueza y el achicamiento del Estado. Pero también, como correlato lógico y normativo de la nueva fase de acumulación empresarial, proponía una reforma moral del orden social mediante la “liberación” de la individualidad, la competitividad y el consumo instantáneo como nuevos tensores de la visión del mundo cotidiano.
Ante esa crisis general económica y cognitiva, las izquierdas mundiales paradójicamente apelaban a profundizar las causas de la propia crisis. El proyecto de sociedad “alternativa” de las izquierdas de entonces solo se diferenciaba de la realidad existente en términos cuantitativos: cuántas empresas más había que nacionalizar o cuánto mayor debería ser el incremento salarial de los sindicalizados. No había en esto promesa alguna de un nuevo mundo capaz de superar las contradicciones del viejo o de articular las expectativas de derechos de aquella multitud de sujetos que se movía por fuera del mundo sindical.
La izquierda mundial influyente, a pesar de la sofisticación, radicalidad de su lenguaje y, en muchos casos, de su heroísmo político, era ya una izquierda conservadora, a la defensiva, sin iniciativa histórica, demandante de la reactualización de los viejos proyectos de inclusión en un momento en que las élites dominantes ya habían decidido cambiar las reglas de dominación. Luego se sumó la implosión de la URSS. Que, con más o menos críticas, había sido el referente de un modelo de sociedad alternativa al capitalismo. La sentencia thatcheriana de que “No hay alternativa” resonó como la cínica y lapidaria constatación de un hecho fáctico. No será extraño, por tanto, que el neoliberalismo entre en la Historia con una épica transformadora, innovadora, contra un orden mundial en ocaso. Y frente a los insumisos fragmentados, la dosificada coerción estatal hará el trabajo.
La derrota cultural de las izquierdas fue de tal magnitud, que estas desaparecieron del mapa político, ya sea por extinción o por conversión, dando lugar a fines del siglo XX a una gran convergencia estructural de élites políticas y sociales en torno al neoliberalismo. Al poco tiempo, ya no era posible distinguir entre demócratas o republicanos; socialdemócratas o socialcristianos; nacionalistas, socialistas o liberales. Todos proponían lo mismo: privatización, tratados de libre comercio, competitividad, globalización. La diferencia de proyectos de destino fue sustituida por el carisma o la fotogenia. Este consenso global de las élites fue más importante que el propio Consenso de Washington, pues se trataba de la unificación del orden lógico, moral, procedimental y normativo del sentido común planetario.
Esto permitió una segunda gran convergencia procedimental de la política: la asociación entre libre mercado y democracia representativa. Claro, si hay un solo futuro, el riesgo de que el voto de las clases menesterosas pueda representar algún peligro para el nuevo diseño conservador es insignificante. Y por ello, el neoliberalismo que había probado en Chile su afinidad electiva con el autoritarismo, pudo aceptar su convivencia instrumental con la participación democrática de la población.
Todo este orden lógico y moral del mundo comienza hoy a desvanecerse. Las “reformas estructurales”, las cadenas globales de valor, la desindicalización y el éxito de los “mejores” han dejado una geografía infinita de “perdedores” sin ilusión alguna por el futuro. Son los obreros precarizados y las “clases medias” devaluadas en sus méritos tradicionales; son los asalariados sin empleo y los pequeños empresarios asfixiados por productos más baratos. Y no se trata de “efectos colaterales” de una globalización preponderantemente inclusiva: son los efectos mayoritarios y puros de un neoliberalismo exitoso que, por ello, ahora deviene crepuscular.
Con el siglo XXI nació la oleada progresista latinoamericana. Era el síntoma de un tiempo por venir. Le siguieron las recurrentes crisis económicas mundiales, las protestas en el Norte y un creciente malestar social. Lo más relevante ahora, sin embargo, es el abatimiento del horizonte predictivo de la sociedad en su conjunto, la pérdida del optimismo frente al porvenir.
Y en medio de este desapasionamiento general por el futuro, angustiosamente incierto, un nuevo “fantasma” recorre el mundo: la divergencia de élites.
Si durante cuarenta años la “unipolaridad” fue la metáfora que resumía la convergencia mundial hacia un único destino deseado, hoy la “multipolaridad” es el eufemismo de un destino histórico desgarrado o, peor aún, ausente. Se trata de un tiempo liminal donde todos sabemos lo que está terminando, pero nadie sabe lo que viene después; el futuro se presenta como un abismo sin promesa alguna.
Las élites que gobiernan el mundo no pueden brindar certeza de un porvenir motivador. Es como si la línea del tiempo que nos encamina hacia una meta ya no existiera y por tanto el presente fuera un tiempo dilatado de manera indefinida.
En medio de este caos cognitivo, lo relevante del momento es la divergencia propositiva de las élites dominantes. Unas persisten en mantener las cosas tal como están, con más libre mercado y recorte fiscal: son los fósiles políticos. Algunos exigen pasar a una etapa libertarista del neoliberalismo, pero sin contaminaciones culturalistas del “marxismo”. Otros buscan capturar la decepción apelando al proteccionismo de sus mercados y la revitalización de sus burguesías productivas bajo membresía “verde” o ultra nacionalista. Los más radicales hablan de un nuevo tipo de socialismo. Hay, pues, una dispersión de la manera de imaginar el futuro propia de un presente sin destino compartido. Desde entonces, “populismo” es la manera de nombrar el miedo y la ignorancia ante esta divergencia de futuros posibles.
Y por supuesto, todo desacuerdo sustantivo en los modos de organizar imaginariamente la cadena de sucesos por venir genera una discrepancia en los procedimientos políticos a seguir para alcanzar esos acontecimientos esperados. Más aún cuando se han elevado desde lo nacional-popular hasta ponerse al frente quienes intentan desarmar, parcial o totalmente, el modo de centralizar la riqueza dominante en las últimas décadas. Eso es lo que ha pasado con la democracia.
Si entre las élites dominantes hay desacuerdo sobre cuál debe ser el futuro, para ofrecerles ese modelo a las clases subalternas, entonces el riesgo que estas opten electoralmente por cursos de acción por fuera de los márgenes de la dominación conocida se incrementa exponencialmente. Es así que la democracia se presenta cada vez más como un riesgo mayor para las formas tradicionales de mando. En tiempos de divergencia de horizontes predictivos colectivos, la libertad de elección de la plebe tiende a convertirse en un peligro que corroe la continuidad del mando de las clases satisfechas. De ahí que el resultado inmediato sea la actual fascistización racializada de las derechas políticas mundiales, su desenfreno autoritario e, incluso, su apego a suspender la constitucionalidad democrática del Estado, como ha sucedido con los golpes de Estado en Bolivia el 2019 o en EEUU el 2021. El espacio del centro derecha se angosta; en realidad, toda ella se lanza a los brazos de la extrema derecha. El fascismo del siglo XX y el “post-fascismo” del siglo XXI no son anomalías en un sistema político sano, sino el producto natural y embravecido del ocaso de una época.
En el caso de los países con mayores ingresos, la fascistización viene de la mano de un estancamiento de la movilidad social ascendente, de la renuncia de la izquierda política a encauzar este descontento hacia una querella radical por un orden económico alternativo y, por supuesto, del éxito de la derecha política por enmarcar las “causas” del malestar en la “presencia de la migración”, el “asedio estatal a las libertades” o en la “degradación del orden familiar”. En los países con gobiernos progresistas, el desapego a la democracia de los sectores medios tradicionales vendrá precisamente como resultado de los éxitos relativos de los procesos de igualdad social. El racismo y las políticas de odio serán el rechazo a la movilidad social ascendente de sectores anteriormente excluidos (indígenas, mujeres, pequeños productores) que, ahora con nuevos derechos, reconocimientos e influencias, devalúan los bienes y privilegios poseídos por las viejas clases medias.
Así, esta época liminal que atraviesa el mundo parece contener dos fases.
La primera fase de época está caracterizada por la perplejidad de un tiempo sin dirección que está acarreando la divergencia de élites, la disociación entre neoliberalismo y libre mercado, la fascistización de segmentos sociales y la implosión de la política centrista.
Todo ello preparará inevitablemente la entrada a la segunda fase de época, que se identificará por una generalizada disponibilidad colectiva a la revocatoria de las fundamentales creencias organizadoras de la vida y el destino. Este será el escenario donde se definirá el espíritu argumental de la nueva época socio-económica del mundo. Y, como sucedió antes, la victoria del nuevo orden planetario, sea el que sea, primero será cultural y moral. Luego después, político y económico.
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