Pensar(nos) como Centroamérica no es solo una actitud consecuente con la historia de la región y con lo mejor de su pensamiento social, político y cultural; en la actual situación de crisis de civilización, la unidad de nuestra América es una alternativa necesaria e impostergable.
La teoría y la práctica de la integración centroamericana –tal y como la han concebido sus élites políticas y económicas- está desintegrando a la región. Así lo evidencia la reciente polémica suscitada entre los gobiernos de Nicaragua y Costa Rica, por la negativa del primero a entregar la presidencia pro tempore del Sistema de Integración Centroamericana (SICA) al segundo.
En medio de lo que algunos sectores de la prensa presentaron como un episodio más de la enemistad entre los presidentes Daniel Ortega y Oscar Arias, y de las recriminaciones nicaragüenses por la falta de voluntad integradora de Costa Rica –no del todo lejanas a la realidad-, se han hecho evidentes dos aspectos claves para el futuro de la integración: por un lado, las debilidades estructurales y de conducción política del SICA, que exigen atención inmediata (como lo recomienda el Informe Estado de la Región 2008, elaborado por el Programa Estado de la Nación / Región); y por el otro, el avance de una integración real económica –comercial y financiera- profundamente excluyente, en tanto no se traduce en bienestar para las grandes mayorías, y que estaría en la raíz de la desintegración de la base social de nuestros pueblos.
Quizá el más grave de estos aspectos, por su grado de incidencia en la vida socioeconómica y cultural de nuestros países, es el fenómeno de la integración real de los nuevos grupos de poder centroamericanos, vinculados al gran capital regional y transnacional.
Alexander Segovia, asesor económico del Presidente Mauricio Funes, se ha referido a esta situación en los siguientes términos: “Nunca hemos visto en Centroamérica niveles tan profundos de desigualdad. Y nunca hemos visto avanzar tan rápidamente la integración centroamericana. La presencia de nuevos y poderosos grupos económicos que concentran cada vez más riqueza explica la desigualdad. Igualmente, son esos grupos económicos, y no los Estados, quienes están moviendo aceleradamente la integración regional”.
Como esta integración se produce sin regulaciones y responde solo a los dictados del mercado, explica Segovia, “tiene poco o nada que ver con lo que piensan, dicen y firman los gobiernos”.
Esta realidad, usualmente silenciada en el discurso político oficial, nos muestra las limitaciones y equívocos de Centroamérica como región para alcanzar lo que el lenguaje de los tecnócratas llama una inserción exitosa en la globalización. A la luz de las evidencias, este afán de insertarnos nos ha llevado, más bien, a ensartarnos en un sistema económico depredador del ser humano y la naturaleza, que acentúa las desigualdades sociales. Para comprobarlo, basta con mirar el lugar que ocupan los ocho países del SICA en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas: Belice, 95; Costa Rica, 48; El Salvador, 101; Guatemala, 118; Honduras, 117; Nicaragua, 112; y Panamá, 58 (datos correspondientes al año 2006).
De parte de Costa Rica, no se vislumbra, en el futuro inmediato, un cambio en la manera en que la clase política ha interpretado su papel en el proceso de integración, ni tampoco en los intereses que, por acción u omisión, promueve. En los últimos días, los dos principales aspirantes a la Presidencia de la República –Laura Chinchilla, PLN (gobierno), y Ottón Solís, PAC (oposición)- expresaron sus puntos de vista sobre la integración centroamericana (ver “Candidatos reacios a unión política de Centroamérica”, La Nación, 20-06-2009) y, de nuevo, prima en ellos la visión economicista o mercadocentrista de la integración, que afecta otros órdenes de la vida social.
Solís afirmó que “la integración política solo es justificada si viene como una consecuencia natural de una mayor asociación económica”; en tanto que Chinchilla, heredera del actual gobierno, “coincidió en la necesidad de perfeccionar la integración aduanera y en la cooperación regional en seguridad”, lo que responde a la reciente incorporación de Costa Rica al Plan Mérida y su alineamiento con los EE.UU.
Pero esta resignación al imperio del mercado no solo ocurre en Centroamérica: la organización no gubernamental Latinobarómetro dio a conocer, la semana pasada, los resultados de un estudio realizado a finales del 2008, cuyo gran hallazgo fue que “el 73 por ciento de los latinoamericanos es favorable a la integración económica en la región, mientras que un porcentaje inferior, el 60 por ciento, aboga también por la cooperación política, once puntos menos respecto a la medición de 2002” (“América Latina quiere más la integración económica que la política”, Infolatam, 23-06-2009). El éxito cultural del neoliberalismo ha sido precisamente ese: hacernos creer que el horizonte del mercado constituye la única solución a los problemas de nuestros países.
Lo anterior explica por qué la sociedad civil y, en un sentido más amplio, los pueblos centroamericanos, se consideran los grandes ausentes del proceso de integración. ¿Cuáles son los espacios concretos de encuentro y decisión política efectiva de los indígenas del altiplano guatemalteco con, por ejemplo, los pueblos del Darién en Panamá; o de los garífunas hondureños con los afrocostarricenses de la costa Atlántica? ¿Dónde deliberan y dialogan las mujeres, los trabajadores, los artistas, los jóvenes y los intelectuales centroamericanos?
Pensar(nos) como Centroamérica no es solo una actitud consecuente con la historia de la región y con lo mejor de su pensamiento social, político y cultural; en la actual situación de crisis de civilización, que se traduce en otras tantas crisis (de carestía de alimentos, de agotamiento de fuentes de energía, de colapso del sistema financiero y de la democracia misma) la unidad de nuestra América es una alternativa necesaria e impostergable.
En su memorable discurso de 1921, dado en San José, al pie del Monumento Nacional a la Guerra Centroamericana de 1856 contra el invasor norteamericano, Joaquín García Monge dijo: “Centro América y la América entera, abiertas a los intereses de la civilización occidental, no se alzaron de las aguas para convertirse en factorías de los pueblos mercaderes y codiciosos, sino en tierras de libertad para humanidades ansiosas de mejorar su vida y no tan solo de hacer negocios más o menos lucrativos, o de explotar nuestros recursos naturales”.
Para hacer valer esta ideas, así como para impulsar un proyecto renovado de la integración centroamericana, se requiere audacia, creatividad, una enorme dosis de voluntad política y, sobre todo, se requiere de un profundo apoyo de los pueblos, quienes deben ser los verdaderos conductores del proceso (una dimensión ausente en la mayor parte de los procesos de integración latinoamericana).
Pero esto, el respaldo del pueblo, es algo de lo cual los líderes políticos más afines al sentido común neoliberal dominante en Centroamérica no pueden presumir.
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