Hoy empieza, pues, un periodo crucial en la historia de El Salvador. Es pertinente formular votos por que el gobierno de Funes logre salir adelante y transformar las incertidumbres en cambios palpables y satisfactorios.
La toma de posesión de Mauricio Funes como nuevo presidente de El Salvador, que ha de realizarse hoy en la capital de ese país centroamericano, el más pequeño de América Latina, es un momento histórico, cargado de significación para los propios salvadoreños y para toda la región. Es también un punto cargado de factores de esperanza, pero también de incertidumbre.
El relevo presidencial no sólo implica el fin de 17 años de gobiernos oligárquicos y derechistas legitimados por las reglas democráticas que se fijaron tras la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, en 1992, signados por el régimen salvadoreño y por los dirigentes de las organizaciones guerrilleras agrupadas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), sigla que se convirtió en el partido político y que, con Funes como abanderado, ganó los comicios del pasado 15 de marzo. Es, por añadidura, la confirmación de que la insurgencia popular salvadoreña realizó la apuesta correcta en el momento en que decidió dejar las armas a condición de que el grupo en el poder acatara el juego democrático.
No debe olvidarse que la sangrienta guerra que se desarrolló en la patria de Farabundo Martí y de Roque Dalton, y en la que Estados Unidos desempeñó un papel nefasto como principal sostén de los regímenes contrainsurgentes, ya fueran abiertamente militares o dispusieran de una fachada civil, se gestó no sólo a consecuencia de la extrema desigualdad y la miseria en las que se encuentra todavía una buena parte de la población, sino también como resultado de la cerrazón política oligárquica que no dejó a los sectores populares otra salida que la lucha armada.
Obtenida la democracia formal, las antiguas organizaciones guerrilleras hubieron de transitar una larga y árida búsqueda de la oportunidad política que las pusiera en situación de intentar la transformación de realidades sociales lacerantes que no fueron modificadas por los acuerdos de paz firmados en nuestro país.
En los años transcurridos desde entonces, el panorama político y económico mundial ha experimentado cambios profundos y dramáticos. El neoliberalismo ha devastado sociedades y países, ha debilitado soberanías nacionales y ha agudizado las condiciones materiales en los países de América Latina. Tales procesos empezaron a revertirse, en distintas magnitudes y con diferentes acentos, en las naciones en las que las propuestas alternativas han triunfado en las urnas; los casos más claros –aunque polémicos– de esta tendencia han tenido lugar en Brasil, Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador y Paraguay. Toca ahora el turno a El Salvador, pequeño país cuyos sectores populares se enfrentaron, prácticamente solos, al poderío bélico, político, económico y tecnológico de Estados Unidos, sin cuyo respaldo los gobiernos oligárquicos no habrían sido capaces de sobrevivir.
En un contexto transformado, cuando la institucionalidad de Washington experimenta, a su vez, un giro aún incierto y todavía esperanzador, a pesar de las vacilaciones y debilidades de la administración encabezada por Barack Obama, el gobierno que implante Mauricio Funes a partir de hoy deberá iniciar el difícil cumplimiento de las expectativas sociales acumuladas durante varias décadas. Tiene en su favor el conjunto de gobiernos progresistas que intentan construir economías y sociedades más humanas que lo que exigían las recetas neoliberales, así como el reciente cambio presidencial en Washington, con todo y lo que ha implicado en materia de política internacional y de estrategias hacia Latinoamérica. Pero debe tomar en cuenta desventajas ineludibles, como la crisis económica que afecta al mundo entero y que se traduce, en nuestra región, en obstáculos formidables para lograr una rápida mejoría de las condiciones de vida de los sectores mayoritarios de la población, incluso si se tiene la voluntad política empeñada en esta dirección. Por añadidura, la añeja oligarquía que controla la economía del Pulgarcito de América habrá podido perder las elecciones presidenciales, pero está muy lejos de haber sufrido una derrota definitiva.
Hoy empieza, pues, un periodo crucial en la historia de El Salvador. Es pertinente formular votos por que el gobierno de Funes logre salir adelante y transformar las incertidumbres en cambios palpables y satisfactorios, y porque la opinión pública internacional mantenga la atención en ese pequeño país hermano que supo concatenar una tradición heroica de resistencia popular con una probada vocación democrática y ciudadana.
El relevo presidencial no sólo implica el fin de 17 años de gobiernos oligárquicos y derechistas legitimados por las reglas democráticas que se fijaron tras la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, en 1992, signados por el régimen salvadoreño y por los dirigentes de las organizaciones guerrilleras agrupadas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), sigla que se convirtió en el partido político y que, con Funes como abanderado, ganó los comicios del pasado 15 de marzo. Es, por añadidura, la confirmación de que la insurgencia popular salvadoreña realizó la apuesta correcta en el momento en que decidió dejar las armas a condición de que el grupo en el poder acatara el juego democrático.
No debe olvidarse que la sangrienta guerra que se desarrolló en la patria de Farabundo Martí y de Roque Dalton, y en la que Estados Unidos desempeñó un papel nefasto como principal sostén de los regímenes contrainsurgentes, ya fueran abiertamente militares o dispusieran de una fachada civil, se gestó no sólo a consecuencia de la extrema desigualdad y la miseria en las que se encuentra todavía una buena parte de la población, sino también como resultado de la cerrazón política oligárquica que no dejó a los sectores populares otra salida que la lucha armada.
Obtenida la democracia formal, las antiguas organizaciones guerrilleras hubieron de transitar una larga y árida búsqueda de la oportunidad política que las pusiera en situación de intentar la transformación de realidades sociales lacerantes que no fueron modificadas por los acuerdos de paz firmados en nuestro país.
En los años transcurridos desde entonces, el panorama político y económico mundial ha experimentado cambios profundos y dramáticos. El neoliberalismo ha devastado sociedades y países, ha debilitado soberanías nacionales y ha agudizado las condiciones materiales en los países de América Latina. Tales procesos empezaron a revertirse, en distintas magnitudes y con diferentes acentos, en las naciones en las que las propuestas alternativas han triunfado en las urnas; los casos más claros –aunque polémicos– de esta tendencia han tenido lugar en Brasil, Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador y Paraguay. Toca ahora el turno a El Salvador, pequeño país cuyos sectores populares se enfrentaron, prácticamente solos, al poderío bélico, político, económico y tecnológico de Estados Unidos, sin cuyo respaldo los gobiernos oligárquicos no habrían sido capaces de sobrevivir.
En un contexto transformado, cuando la institucionalidad de Washington experimenta, a su vez, un giro aún incierto y todavía esperanzador, a pesar de las vacilaciones y debilidades de la administración encabezada por Barack Obama, el gobierno que implante Mauricio Funes a partir de hoy deberá iniciar el difícil cumplimiento de las expectativas sociales acumuladas durante varias décadas. Tiene en su favor el conjunto de gobiernos progresistas que intentan construir economías y sociedades más humanas que lo que exigían las recetas neoliberales, así como el reciente cambio presidencial en Washington, con todo y lo que ha implicado en materia de política internacional y de estrategias hacia Latinoamérica. Pero debe tomar en cuenta desventajas ineludibles, como la crisis económica que afecta al mundo entero y que se traduce, en nuestra región, en obstáculos formidables para lograr una rápida mejoría de las condiciones de vida de los sectores mayoritarios de la población, incluso si se tiene la voluntad política empeñada en esta dirección. Por añadidura, la añeja oligarquía que controla la economía del Pulgarcito de América habrá podido perder las elecciones presidenciales, pero está muy lejos de haber sufrido una derrota definitiva.
Hoy empieza, pues, un periodo crucial en la historia de El Salvador. Es pertinente formular votos por que el gobierno de Funes logre salir adelante y transformar las incertidumbres en cambios palpables y satisfactorios, y porque la opinión pública internacional mantenga la atención en ese pequeño país hermano que supo concatenar una tradición heroica de resistencia popular con una probada vocación democrática y ciudadana.
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