Rafael Cuevas Molina/Presidente de AUNA-Costa Rica
Los sectores dominantes hondureños, asustados, torpes y nostálgicos, se lanzaron a la aventura de dar un golpe de Estado en su país. La figura y las declaraciones de sus principales protagonistas nos recuerdan tiempos oscuros que, ingenuos, considerábamos idos. Como signo de los tiempos que corren, ningún país americano reconoció oficialmente el engendro resultante. El apoyo público se ha restringido a los semper fidelis de Firmas Press, comandados por Carlitos Montaner desde Madrid, las cámaras empresariales y medios de comunicación reaccionarios. Debajo de agua, sin embargo, no son pocos los que se alegran del derrocamiento de “ese amigo de Chávez”.
Teniendo todos muy claro cuáles son las fuerzas que promovieron, llevaron a cabo y respaldan actualmente el golpe, la gran incógnita que se levanta es cuál es el papel de los Estados Unidos en todo esto.
Dos aspectos deben ser tomados en cuenta de entrada: 1) la importancia geoestratégica de Centroamérica y 2) la presencia de Barak Obama en la presidencia norteamericana. En efecto, la región centroamericana ha sido de vital importancia para los Estados Unidos desde el siglo XIX, y así lo ha hecho ver reiteradamente interviniendo de las más diversas formas en su vida política. Como hemos hecho ver en artículos anteriores, al territorio que se inicia en Puebla, México, y termina en las selvas que limitan con Ecuador en Colombia, la gran potencia del Norte le asigna un papel de fundamental importancia en su política de contención de los procesos de base popular que en la actualidad se afianzan en América Latina. No otra cosa es el Plan Puebla Panamá que, incluyendo ahora a Colombia, cambia de nombre por Proyecto Mesoamérica, y la llamada Iniciativa Mérida. Dentro de ese contexto, Honduras ha jugado un papel central como eje de la dimensión militar de tales proyectos. Palmerola ha sido un verdadero portaviones en tierra firme, lista para servir de base de sustentación y disuasión efectiva y contundente. A estos aspectos pueden abonarse elementos coyunturales como, por ejemplo, las antipatías explícitas del actual comandante de la base contra los movimientos “chavistas” (según sus propias palabras) de América Latina.
El segundo aspecto que debemos traer a colación es la presencia de Barack Obama. En efecto, si el golpe de Estado hondureño hubiera sido hace seis meses, mientras la administración Bush se encontraba en el poder, seguramente nadie habría dudado de quién se encontraba atrás de él. Pero Barack Obama no es George Bush, y su ascenso a la presidencia de los Estados Unidos estuvo acompañado por la esperanza de mucha gente de que una nueva era se abría, no solo para las relaciones entre ese país y América Latina sino, en general, para el mundo. Sin lugar a dudas, la llegada de un afroamericano al puesto de mayor responsabilidad política en los Estados Unidos es un hito que, seguramente, es expresión de profundos cambios socio-culturales no solo ahí sino en el mundo entero y que, al mismo tiempo, anuncia procesos y tendencias que irán cristalizando en el futuro. Se trata, muy posiblemente, de un cambio cultural que irá teniendo cada vez mayor incidencia en la vida de mundo, pero que hoy aún no podemos discernir aún con toda claridad. A pesar de todo eso, sin embargo, esas tendencias y prefiguraciones que se van abriendo campo lentamente, existen embrionariamente en el contexto de una sociedad imperialista que se rige por los intereses de las grandes compañías transnacionales que operan globalmente, y que tienen tras de sí un gran aparataje no solamente económico sino, también, político y cultural. En términos generales, se trata, en primer lugar, de eso que los norteamericanos llaman el establishment de Washington, cuyos intereses, sumamente conservadores, tiene un tejido resistente e intrincado en las redes del poder de esa nación. En segundo lugar, de esa compleja y sofisticada red de medios de comunicación que construyen, en buena medida, el sentido común global, y de la cual CNN se ha convertido en el símbolo mejor identificado.
Tal situación compleja y contradictoria es la que no permite tener claridad sobre el papel de los Estados Unidos de América en el golpe de Estado de Honduras. Hay quienes no dudan ni un instante en suponer que tras los golpistas, sotto voce, está el imperialismo norteamericano ejerciendo su papel de gendarme mundial del statu quo que le conviene. Otros, ven en la asonada hondureña la revelación de las contradicciones de la cual es presa la administración Obama. Hay quienes llegan a hablar de este putch como una movida política en contra de la dirección que la actual administración pensaba imprimirle a las relaciones con América Latina.
Nosotros, desconfiados como siempre, pensamos que los acontecimientos se están desplazando, sin que tengan que hacer mucho esfuerzo, en la dirección que a los Estados Unidos conviene: condenan el golpe, no intervienen abiertamente, es decir, se muestran respetuosos de lo que los hondureños logren hacer, pero seguramente están más contentos con Micheletti que con Zelaya: como ya se expresaron en otra administración con respecto a Somoza, “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
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