El golpe de Estado perpetrado contra el presidente constitucional y legítimo de Honduras, Manuel Zelaya, además de las inaceptables implicaciones que tiene para la vida democrática del país centroamericano, sienta un nefasto precedente para nuestra América: la aparición en escena, nuevamente, de la sombra del terror militar invocada por los grupos más reaccionarios y conservadores de la sociedad.
En Honduras, la oligarquía perdió la paciencia y se lanzó a dentelladas, en nombre de Dios y de la Patria, que así se jura en los solemnes y sagrados actos, contra la posibilidad –¡apenas eso!- de construir más democracia.
Con las acciones espurias e inaceptables cometidas por el ejército, un sector de la clase política encabezado por Roberto Micheletti, los tribunales de justicia (esos “templos de encantadores de serpientes”, según los versos del poeta hondureño Roberto Sosa), empresarios neoliberales y una cúpula de obispos católicos y reverendos protestantes, que salen a las calles a marchar por los golpistas o que los protegen con su silencio, se intenta enviar un mensaje a todos aquellos países donde los procesos políticos y sociales avanzan hacia el cambio en las condiciones históricas de exclusión y marginación de los sectores populares.
Desde otras latitudes del continente, la derecha latinoamericana celebra, jubilosa y cínica, la caída del Presidente Zelaya. A partir de ahora, seguramente no dudará en echar mano de los militares y las viejas tácticas golpistas para asaltar el poder que han conquistado los pueblos.
Los medios de comunicación hegemónicos, en particular los que forman parte de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), también ejecutan su parte de la trama: muy poco reparan sus análisis en las causas profundas del golpe y las condiciones estructurales que hacen posible que estos actos ocurran en pleno siglo XXI (por ejemplo, la persistencia de una sociedad excluyente, polarizada entre ricos y pobres, y organizada para favorecer a los poderosos, como ocurre en toda Centroamérica).
En cambio, aquí y allá, en Honduras, Costa Rica y el resto de América Latina, malintencionadamente, reportajes, editoriales, columnas y artículos de opinión presentan a Zelaya como una especie de alter ego del Presidente venezolano Hugo Chávez, o un agente de la supuesta conspiración bolivariana internacional (como si los hondureños, esos a los que hoy califican como los malos, no pensaran por su cuenta y no pudieran organizarse a partir de sus propias necesidades, de su cultura y tradiciones, de sus experiencias y proyectos políticos).
En las versiones más osadas, Zelaya aparece como el incitador y responsable último –casi único- del golpe de Estado militar, con lo que de manera más o menos velada toman partido a favor de los golpistas y en contra de la democracia. Una democracia a la que, por lo demás, parecen concebir como una conjunto de formalidades y procedimientos que legitiman el orden, pero no como una auténtica práctica transformadora de la vida social, cultural, económica y política de los pueblos, y del ser humano en su individualidad.
Pero Enrique Santos, presidente de la impoluta SIP, ha zanjado, con infalibilidad papal, las eventuales dudas existenciales que surjan alrededor de este dilema entre el ideal periodístico y su praxis política: "La SIP no es un organismo monolítico donde todos los socios tengan que tener los mismos criterios políticos", declaró en una entrevista para la cadena TeleSur (ver: “SIP no condena a diarios hondureños que violan libertad de expresión”). Estamos notificados: el golpismo mediático, para Enrique Santos, no riñe con la libertad de expresión.
Esta conjunción de factores en apoyo de los golpistas hondureños hace aún más importante la ofensiva diplomática nuestroamericana por la democracia, concertada y desplegada en Managua desde la noche misma del golpe de Estado contra Zelaya, y que integró en un solo foro de deliberación a los países de la Alianza Bolivariana, el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), el Grupo de Río y al secretario general de la Organización de Estados Americanos (organismo que se juega la vida en esta crisis).
Independientemente de los resultados de las gestiones diplomáticas y políticas del consenso de Managua, este inédito acto señala un camino, inspirado en el principio martiano de “unir para vencer”, que será decisivo en los próximos meses y años: porque, de ahora en adelante, la sombra del terror gravitará sobre nuestra América, como lo hizo hace tres décadas; porque los elementos de esa “élite voraz” golpista, tal cual la definió el presidente Zelaya, están presentes en otros países latinoamericanos, como Venezuela, Bolivia o Ecuador que, en los últimos diez años, han marcado la pauta de los cambios y la producción de alternativas al dominio neoliberal en la región.
El golpe en Honduras, entonces, debe leerse como una señal de alerta para todos aquellos gobiernos que han emprendido cambios y revoluciones que pretenden restituir derechos a nuestros pueblos.
En Managua, el presidente Raúl Castro, que compartió la mesa de sesiones con personajes tan disímiles como los presidentes Felipe Calderón y Oscar Arias, advirtió que los intentos de golpe de Estado que sufrieron Hugo Chávez, Evo Morales y ahora Zelaya, “demuestran que las oligarquías y las fuerzas exteriores que las acompañan tienen aún muchos resortes para frenar la historia”. Y agregó: “Me pregunto qué harán con Correa en el Ecuador. Me temo que sea el próximo candidato y la próxima reunión del Grupo de Río sea para felicitar a Correa porque tuvo éxito en la defensa de su país y de su proceso revolucionario”.
Una advertencia extensiva para Fernando Lugo, en Paraguay; Álvaro Colom, en Guatemala; o Mauricio Funes, en El Salvador: gobiernos en los cuales se depositan grandes esperanzas de cambio que, inevitablemente, entran en conflicto con los sedimentos del autoritarismo militar, y los intereses de las oligarquías criollas y de las fuerzas exteriores de distinta naturaleza.
“Centroamérica: región de paz, desarrollo, libertad y democracia”: así reza el pomposo eslogan del SICA, que resulta dolorosamente irónico en las actuales circunstancias políticas que vive la región. A casi 22 años de la firma del Acta de Esquipulas (22 de agosto de 1987), el golpe en Honduras revela que los acuerdos de paz lograron poner fin a una guerra sangrienta, pero no resolvieron las causas estructurales que la provocaron y que, por el contrario, se han agravado con el paso de los años en la democracia.
De la resolución de esas grandes deudas históricas, por supuesto a favor de los pueblos y en los nuevos contextos sociopolíticos de la región, dependerá el alcanzar o no esos cuatro pilares que promueve el SICA.
¿Lo permitirá la voraz élite? Allí está el inmenso desafío de Centroamérica. Y de la América Latina toda.
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