La historia se encargó de enseñarnos que no ha concluido y que en su subsuelo late con intensidad la rebelión antisistémica, aunque bajo nuevas e inusitadas formas y a partir de nuevos sujetos. Carlos Rivera Lugo / Rebelion y Claridad
Al semanario puertorriqueño Claridad por su inclaudicable fervor revolucionario durante estos pasados cincuenta años.
El periódico Claridad nació hace medio siglo bajo el signo de la revolución. Si bien en lo inmediato se funda como instrumento de lo que se conoce en ese momento en Puerto Rico como la “nueva lucha por la independencia”, el contexto estratégico de la iniciativa se caracteriza por la ruptura histórica que marca el retorno a la América nuestra de la inconclusa agenda libertadora. Ésta da comienzo con la primera derrota del otrora todopoderoso imperio estadounidense en Cuba.
La Revolución cubana de 1959 nos devuelve no sólo la esperanza de que otro mundo mejor sea posible, sino además la voluntad para soñarlo y, sobre todo, realizarlo en la práctica. Sí, Fidel y el Che nos pusieron a soñar nuevamente más allá de lo dado y a desear transformarlo todo de raíz. Nos obligaron a reconfigurar la conciencia a partir de una ética nueva de vida fundamentada en el valor del bien, de lo justo y de lo común, más allá de la tiránica e inmoral valorización materialista y utilitaria del capitalismo. Hasta los teólogos cristianos se vieron compelidos a reanudar su opción preferente por los pobres. Los filósofos quisieron reencauzar su pensamiento para hallar nuevamente el ser en la praxis, es decir, en la práctica comprometida como criterio de verdad.
Hasta la dialéctica parecía tomar su curso esperanzador al ir desmintiendo la sentencia hegeliana acerca de nuestra condición como “pueblos sin historia”, condenados a vivir como meros apéndices de la historia de los pueblos del Norte. A partir de la Revolución cubana, Marx retomó su diálogo con la América Latina, aunque esta vez en términos más simpáticos que sus primeros acercamientos a raíz de la gesta independentista bolivariana.
Debido al virus ideológico estalinista que había arropado al movimiento comunista internacional, poco se conocía en ese entonces de las reflexiones críticas de Marx acerca de las características particulares del modo de producción en contextos coloniales, como la América nuestra, y las fuerzas revolucionarias potenciales de los lazos comunitarios que persistían bajo éste. Parecía inclinado a entender que la revolución social sólo se despertaría entre nosotros a partir de la justa valoración de nuestra propia historia, no necesariamente idéntica a la historia europea.
La crítica de Marx a Bolívar parecía partir de su apreciación acerca del carácter incompleto e insuficiente del proyecto de Estado de la gesta independentista suramericana. Para éste, el estado-nación bolivariano era más aparente que real, en la medida en que no se sostenía sobre las energías del conjunto de la sociedad civil, sobre todo sus sectores plebeyos. Esto tuvo como resultado una artificial construcción estatal autoritaria, sustentada por unas elites oligárquicas criollas con fuertes tendencias de mando bonapartistas. Como nos relata el escritor mexicano Carlos Fuentes en su novela La campaña: “La república criolla se iba a desentender de la esclavitud de hecho; sólo iba a reformarla en derecho”.
De ahí que, según Marx, esta primera independencia naciese coja. Para completarse haría falta su revolucionarización social, es decir, la potenciación para de la auténtica historia de nuestros pueblos a partir de sí mismos. Para Marx, la revolución no puede ser una obra que se emprende por encima de la sociedad sino como acción que construye desde la misma sociedad. Es por ello que con la Revolución cubana se inaugura en Nuestra América la gesta de la segunda independencia, esta vez presidida por el imperativo de la revolución social.
La verdadera independencia
En febrero de 1962, en la histórica Segunda Declaración de La Habana, se proclama la hora de la liberación definitiva de los pueblos: “Ahora, esta masa anónima, esta América de color, sombría, taciturna, que canta en todo el Continente con una misma tristeza y desengaño, ahora esta masa es la que empieza a entrar definitivamente en su propia historia, la empieza a escribir con su sangre, la empieza a sufrir y a morir. Porque ahora, por los campos y las montañas de América, por las faldas de sus sierras, por sus llanuras y sus selvas, entre la soledad o en el tráfico de las ciudades o en las costas de los grandes océanos y ríos, se empieza a estremecer este mundo lleno de razones, con los puños calientes de deseos de morir por lo suyo, de conquistar sus derechos casi quinientos años burlados por unos y por otros. Ahora sí, la historia tendrá que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados de América Latina, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia”. Y concluye: “Porque esta gran humanidad ha dicho: ¡Basta! y ha echado a andar. Y su marcha de gigantes, ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia”.
Sin embargo, al igual que les ocurrió a los bolcheviques soviéticos en su momento, la clase burguesa, tanto en su versión imperial como criolla, pretendió aislar y destruir la joven Revolución. El intento fallido de invasión por Playa Girón en abril de 1961, le produce a los Estados Unidos su primera derrota militar en la América nuestra. Airado decreta en 1962 un criminal bloqueo total contra Cuba para someterla de hambre.
La escalada de la agresión estadounidense contra Cuba lleva al gobierno revolucionario cubano a buscar la ayuda de la Unión Soviética. A finales de ese mismo año, se produce en torno a Cuba la llamada crisis de los misiles entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Tras una negociación secreta entre los presidentes de ambos países, Nikita Jrushchov y John F. Kennedy, la URSS acepta retirar sus misiles de Cuba a cambio de la garantía de Estados Unidos de que no invadirá a Cuba. Las negociaciones se condujeron de espaldas al gobierno cubano, en total desprecio a la soberanía de la isla.
Jurando que no permitiría el surgimiento de otra Cuba en la América nuestra, el presidente Lyndon B. Johnson no titubeó en autorizar la invasión militar de la República Dominicana en abril de 1965. Washington alegaba la infiltración comunista del movimiento constitucionalista, encabezada por el Coronel Francisco Caamaño Deñó, quien aspiraba a devolver a la presidencia al líder del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), Juan Bosch, el primer presidente democráticamente electo por los dominicanos luego del fin de la sanguinaria dictadura de Leónidas Trujillo. Fue depuesto a sólo siete meses de su gobierno como resultado de una conspiración derechista apoyada por Estados Unidos.
El orden de batalla
Ante la prepotencia imperial, sólo quedaba ampliar la apuesta política. Desde La Habana se empezó a irradiar una agenda de transformación continental desde la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS). Se encendió la lucha guerrillera en Venezuela, Perú, Brasil y Argentina. La guerra antiimperialista se quiso apuntalar a partir de la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y la América Latina, mejor conocida como la Tricontinental. El Che Guevara se encargó de apadrinarla desde las selvas bolivianas.
Antes que el filósofo francés Michel Foucault articulase desde Paris la idea paradigmática de que la verdad se constituye a partir de una posición de combate, dado que en el fondo la sociedad toda es un orden de batalla, estuvo la praxis del Che y de tantos otros en tierras de Nuestra América. Detrás de toda relación de poder, nos dice Foucault, yace “una lucha a muerte, de guerra” y como tal la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios.
Las ideas de los intelectuales no surgen de la nada, sino que se forjan a partir de las luchas concretas. Son éstas las fuentes constitutivas de las nuevas verdades que nos guiarán acerca de la naturaleza del poder. “Dos, tres, muchos Vietnam”, sentenció el Che. Le siguió el filósofo francés: “Para resistir se tiene que ser como el poder. Tan inventiva, tan móvil, tan productiva como él. Es preciso que, como él, se organice, se coagule, y se cimente. Que vaya de abajo hacia arriba, como él, y se distribuya estratégicamente”.
La muerte del guerrillero heroico en octubre de 1967, así como de otros combatientes durante ese periodo, tales como el cura colombiano Camilo Torres, el periodista argentino Jorge Ricardo Massetti y el brasileño Carlos Marighella, en medio de la intensificación de las estrategias contrainsurgentes del imperio, sólo sirvieron para abonar la radical agricultura. La rebelión brotó por todos lados, desde los estudiantes mexicanos de Tlaltelolco hasta los guerrilleros tupamaros o montoneros de las urbes uruguayas y argentinas. La Unidad Popular encabezada por Salvador Allende produjo la inédita victoria de 1970 vía las urnas en Chile. El nuevo poder, al igual que en Cuba, asumió un rostro obrero-campesino.
La contrarrevolución neoliberal
Sin embargo, más allá del triunfalismo que reinaba entre nosotros, la realidad se encargó de darnos unas dolorosas lecciones de humildad. Se impuso nuevamente la férrea ley del orden social y político de batalla: a mayor rebelión, mayor fue la represión. El fuego revolucionario se apagó con ríos interminables de sangre. La contrarrevolución neoliberal, promovida desde Washington, hizo su entrada en escena en 1973 sobre los hombros del sátrapa mayor, el dictador chileno Augusto Pinochet, seguido luego por otros sátrapas menores, aunque no menos sangrientos, en el resto del Cono Sur. El terror se constituyó en el criterio legitimador del nuevo orden civil. Los sobrevivientes fueron forzados a la claudicación, al exilio o al silencio a la espera de mejores días.
Tendremos que aguardar a la gesta nacionalista de Omar Torrijos en Panamá y la Revolución Sandinista de 1979 para recuperar la esperanza. En el caso de Panamá, Torrijos alcanzó negociar con el presidente estadounidense James Carter la recuperación de la soberanía sobre el Canal. No obstante, en el caso de Nicaragua, desde el Washington del neoliberal Ronald Reagan, se coordinó una guerra contrarrevolucionaria que le fue desangrando. En 1990 los sandinistas son desplazados electoralmente del gobierno y se impone en el país poco a poco la contrarrevolución neoliberal. Poco después, los acuerdos de Paz de 1992 pusieron fin también a una cruenta guerra emancipadora en El Salvador encabezada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Se percibe poco a poco a través de la América nuestra una tendencia incipiente hacia la sustitución de la política de las armas por las armas de la política.
Las invasiones militares de Estados Unidos a Granada en 1983, poniendo fin al régimen socialista que allí gobernaba, y a Panamá en 1989, ésta última para perseguir y arrestar como vil delincuente al jefe de gobierno, dan testimonio nuevamente del profundo desprecio que el imperio tiene de la autodeterminación y soberanía nacional de nuestros pueblos.
Con el colapso a partir de 1989 del “socialismo real” y, muy particularmente, de la URSS, Estados Unidos se consolida como hiperpotencia dentro de un nuevo orden mundial unipolar regentado casi absolutamente desde Washington. Junto a ello, se revive la otra pretenciosa idea hegeliana acerca del liberalismo como etapa final de la historia y, a partir de ella, la descalificación histórica de toda utopía que no se conforme a este juicio. Se forja el nuevo discurso ideológico de lo “políticamente correcto”, que se impone por todo el mundo como pensamiento único de la contrarrevolución neoliberal. George Orwell tuvo razón en vaticinar el advenimiento de un orden totalitario, aunque finalmente no será éste apuntalado por el “socialismo real”, como pensaba, sino que por la euforia de un capitalismo que aparentemente se alzaba con la victoria histórica sobre el socialismo.
En la América nuestra, el nuevo orden neoliberal se consolidó por medio de la imposición del funesto Consenso de Washington, que de consensual no tuvo nada. El imperio afina su proyecto de hegemonía neocolonial y anuncia la integración para el 2005 de un solo mercado desde el Norte hasta el Sur de las Américas, regentado desde Washington: el funesto Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
El nuevo protagonista de la historia
Sin embargo, la historia se encargó de enseñarnos que no ha concluido y que en su subsuelo late con intensidad la rebelión antisistémica, aunque bajo nuevas e inusitadas formas y a partir de nuevos sujetos. La dialéctica histórica no hay quien la suspenda y ésta confirma una y otra vez la naturaleza contradictoria de todo hecho o proceso social: más allá de lo dado se encierra siempre un hecho o proceso que le niega y, potencialmente, le supera. Es la continuación de ese “movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual”, ese inapelable criterio de la verdad del que nos hablaron Marx y Engels.
La primera evidencia de la constitución progresiva de un proceso de resistencia contrahegemónica fue el Caracazo de 1989, esa rebelión civil protagonizada mayormente por los marginados de las barriadas populares de la capital venezolana contra los efectos devastadores del neoliberalismo. Le siguió el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional el 1 de enero de 1994, el cual introduce nuevamente la fuerza histórica de ese nuevo sujeto que, ya desde la década del sesenta del siglo pasado, el psiquiatra martiniqueño Frantz Fanon había sentenciado sería el novel protagonista que motorizaría una vez más la historia de la lucha de clases: “los condenados de la tierra”, los marginados y excluidos del orden civilizatorio capitalista.
La Revolución cubana de 1959 nos devuelve no sólo la esperanza de que otro mundo mejor sea posible, sino además la voluntad para soñarlo y, sobre todo, realizarlo en la práctica. Sí, Fidel y el Che nos pusieron a soñar nuevamente más allá de lo dado y a desear transformarlo todo de raíz. Nos obligaron a reconfigurar la conciencia a partir de una ética nueva de vida fundamentada en el valor del bien, de lo justo y de lo común, más allá de la tiránica e inmoral valorización materialista y utilitaria del capitalismo. Hasta los teólogos cristianos se vieron compelidos a reanudar su opción preferente por los pobres. Los filósofos quisieron reencauzar su pensamiento para hallar nuevamente el ser en la praxis, es decir, en la práctica comprometida como criterio de verdad.
Hasta la dialéctica parecía tomar su curso esperanzador al ir desmintiendo la sentencia hegeliana acerca de nuestra condición como “pueblos sin historia”, condenados a vivir como meros apéndices de la historia de los pueblos del Norte. A partir de la Revolución cubana, Marx retomó su diálogo con la América Latina, aunque esta vez en términos más simpáticos que sus primeros acercamientos a raíz de la gesta independentista bolivariana.
Debido al virus ideológico estalinista que había arropado al movimiento comunista internacional, poco se conocía en ese entonces de las reflexiones críticas de Marx acerca de las características particulares del modo de producción en contextos coloniales, como la América nuestra, y las fuerzas revolucionarias potenciales de los lazos comunitarios que persistían bajo éste. Parecía inclinado a entender que la revolución social sólo se despertaría entre nosotros a partir de la justa valoración de nuestra propia historia, no necesariamente idéntica a la historia europea.
La crítica de Marx a Bolívar parecía partir de su apreciación acerca del carácter incompleto e insuficiente del proyecto de Estado de la gesta independentista suramericana. Para éste, el estado-nación bolivariano era más aparente que real, en la medida en que no se sostenía sobre las energías del conjunto de la sociedad civil, sobre todo sus sectores plebeyos. Esto tuvo como resultado una artificial construcción estatal autoritaria, sustentada por unas elites oligárquicas criollas con fuertes tendencias de mando bonapartistas. Como nos relata el escritor mexicano Carlos Fuentes en su novela La campaña: “La república criolla se iba a desentender de la esclavitud de hecho; sólo iba a reformarla en derecho”.
De ahí que, según Marx, esta primera independencia naciese coja. Para completarse haría falta su revolucionarización social, es decir, la potenciación para de la auténtica historia de nuestros pueblos a partir de sí mismos. Para Marx, la revolución no puede ser una obra que se emprende por encima de la sociedad sino como acción que construye desde la misma sociedad. Es por ello que con la Revolución cubana se inaugura en Nuestra América la gesta de la segunda independencia, esta vez presidida por el imperativo de la revolución social.
La verdadera independencia
En febrero de 1962, en la histórica Segunda Declaración de La Habana, se proclama la hora de la liberación definitiva de los pueblos: “Ahora, esta masa anónima, esta América de color, sombría, taciturna, que canta en todo el Continente con una misma tristeza y desengaño, ahora esta masa es la que empieza a entrar definitivamente en su propia historia, la empieza a escribir con su sangre, la empieza a sufrir y a morir. Porque ahora, por los campos y las montañas de América, por las faldas de sus sierras, por sus llanuras y sus selvas, entre la soledad o en el tráfico de las ciudades o en las costas de los grandes océanos y ríos, se empieza a estremecer este mundo lleno de razones, con los puños calientes de deseos de morir por lo suyo, de conquistar sus derechos casi quinientos años burlados por unos y por otros. Ahora sí, la historia tendrá que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados de América Latina, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia”. Y concluye: “Porque esta gran humanidad ha dicho: ¡Basta! y ha echado a andar. Y su marcha de gigantes, ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia”.
Sin embargo, al igual que les ocurrió a los bolcheviques soviéticos en su momento, la clase burguesa, tanto en su versión imperial como criolla, pretendió aislar y destruir la joven Revolución. El intento fallido de invasión por Playa Girón en abril de 1961, le produce a los Estados Unidos su primera derrota militar en la América nuestra. Airado decreta en 1962 un criminal bloqueo total contra Cuba para someterla de hambre.
La escalada de la agresión estadounidense contra Cuba lleva al gobierno revolucionario cubano a buscar la ayuda de la Unión Soviética. A finales de ese mismo año, se produce en torno a Cuba la llamada crisis de los misiles entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Tras una negociación secreta entre los presidentes de ambos países, Nikita Jrushchov y John F. Kennedy, la URSS acepta retirar sus misiles de Cuba a cambio de la garantía de Estados Unidos de que no invadirá a Cuba. Las negociaciones se condujeron de espaldas al gobierno cubano, en total desprecio a la soberanía de la isla.
Jurando que no permitiría el surgimiento de otra Cuba en la América nuestra, el presidente Lyndon B. Johnson no titubeó en autorizar la invasión militar de la República Dominicana en abril de 1965. Washington alegaba la infiltración comunista del movimiento constitucionalista, encabezada por el Coronel Francisco Caamaño Deñó, quien aspiraba a devolver a la presidencia al líder del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), Juan Bosch, el primer presidente democráticamente electo por los dominicanos luego del fin de la sanguinaria dictadura de Leónidas Trujillo. Fue depuesto a sólo siete meses de su gobierno como resultado de una conspiración derechista apoyada por Estados Unidos.
El orden de batalla
Ante la prepotencia imperial, sólo quedaba ampliar la apuesta política. Desde La Habana se empezó a irradiar una agenda de transformación continental desde la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS). Se encendió la lucha guerrillera en Venezuela, Perú, Brasil y Argentina. La guerra antiimperialista se quiso apuntalar a partir de la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y la América Latina, mejor conocida como la Tricontinental. El Che Guevara se encargó de apadrinarla desde las selvas bolivianas.
Antes que el filósofo francés Michel Foucault articulase desde Paris la idea paradigmática de que la verdad se constituye a partir de una posición de combate, dado que en el fondo la sociedad toda es un orden de batalla, estuvo la praxis del Che y de tantos otros en tierras de Nuestra América. Detrás de toda relación de poder, nos dice Foucault, yace “una lucha a muerte, de guerra” y como tal la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios.
Las ideas de los intelectuales no surgen de la nada, sino que se forjan a partir de las luchas concretas. Son éstas las fuentes constitutivas de las nuevas verdades que nos guiarán acerca de la naturaleza del poder. “Dos, tres, muchos Vietnam”, sentenció el Che. Le siguió el filósofo francés: “Para resistir se tiene que ser como el poder. Tan inventiva, tan móvil, tan productiva como él. Es preciso que, como él, se organice, se coagule, y se cimente. Que vaya de abajo hacia arriba, como él, y se distribuya estratégicamente”.
La muerte del guerrillero heroico en octubre de 1967, así como de otros combatientes durante ese periodo, tales como el cura colombiano Camilo Torres, el periodista argentino Jorge Ricardo Massetti y el brasileño Carlos Marighella, en medio de la intensificación de las estrategias contrainsurgentes del imperio, sólo sirvieron para abonar la radical agricultura. La rebelión brotó por todos lados, desde los estudiantes mexicanos de Tlaltelolco hasta los guerrilleros tupamaros o montoneros de las urbes uruguayas y argentinas. La Unidad Popular encabezada por Salvador Allende produjo la inédita victoria de 1970 vía las urnas en Chile. El nuevo poder, al igual que en Cuba, asumió un rostro obrero-campesino.
La contrarrevolución neoliberal
Sin embargo, más allá del triunfalismo que reinaba entre nosotros, la realidad se encargó de darnos unas dolorosas lecciones de humildad. Se impuso nuevamente la férrea ley del orden social y político de batalla: a mayor rebelión, mayor fue la represión. El fuego revolucionario se apagó con ríos interminables de sangre. La contrarrevolución neoliberal, promovida desde Washington, hizo su entrada en escena en 1973 sobre los hombros del sátrapa mayor, el dictador chileno Augusto Pinochet, seguido luego por otros sátrapas menores, aunque no menos sangrientos, en el resto del Cono Sur. El terror se constituyó en el criterio legitimador del nuevo orden civil. Los sobrevivientes fueron forzados a la claudicación, al exilio o al silencio a la espera de mejores días.
Tendremos que aguardar a la gesta nacionalista de Omar Torrijos en Panamá y la Revolución Sandinista de 1979 para recuperar la esperanza. En el caso de Panamá, Torrijos alcanzó negociar con el presidente estadounidense James Carter la recuperación de la soberanía sobre el Canal. No obstante, en el caso de Nicaragua, desde el Washington del neoliberal Ronald Reagan, se coordinó una guerra contrarrevolucionaria que le fue desangrando. En 1990 los sandinistas son desplazados electoralmente del gobierno y se impone en el país poco a poco la contrarrevolución neoliberal. Poco después, los acuerdos de Paz de 1992 pusieron fin también a una cruenta guerra emancipadora en El Salvador encabezada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Se percibe poco a poco a través de la América nuestra una tendencia incipiente hacia la sustitución de la política de las armas por las armas de la política.
Las invasiones militares de Estados Unidos a Granada en 1983, poniendo fin al régimen socialista que allí gobernaba, y a Panamá en 1989, ésta última para perseguir y arrestar como vil delincuente al jefe de gobierno, dan testimonio nuevamente del profundo desprecio que el imperio tiene de la autodeterminación y soberanía nacional de nuestros pueblos.
Con el colapso a partir de 1989 del “socialismo real” y, muy particularmente, de la URSS, Estados Unidos se consolida como hiperpotencia dentro de un nuevo orden mundial unipolar regentado casi absolutamente desde Washington. Junto a ello, se revive la otra pretenciosa idea hegeliana acerca del liberalismo como etapa final de la historia y, a partir de ella, la descalificación histórica de toda utopía que no se conforme a este juicio. Se forja el nuevo discurso ideológico de lo “políticamente correcto”, que se impone por todo el mundo como pensamiento único de la contrarrevolución neoliberal. George Orwell tuvo razón en vaticinar el advenimiento de un orden totalitario, aunque finalmente no será éste apuntalado por el “socialismo real”, como pensaba, sino que por la euforia de un capitalismo que aparentemente se alzaba con la victoria histórica sobre el socialismo.
En la América nuestra, el nuevo orden neoliberal se consolidó por medio de la imposición del funesto Consenso de Washington, que de consensual no tuvo nada. El imperio afina su proyecto de hegemonía neocolonial y anuncia la integración para el 2005 de un solo mercado desde el Norte hasta el Sur de las Américas, regentado desde Washington: el funesto Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
El nuevo protagonista de la historia
Sin embargo, la historia se encargó de enseñarnos que no ha concluido y que en su subsuelo late con intensidad la rebelión antisistémica, aunque bajo nuevas e inusitadas formas y a partir de nuevos sujetos. La dialéctica histórica no hay quien la suspenda y ésta confirma una y otra vez la naturaleza contradictoria de todo hecho o proceso social: más allá de lo dado se encierra siempre un hecho o proceso que le niega y, potencialmente, le supera. Es la continuación de ese “movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual”, ese inapelable criterio de la verdad del que nos hablaron Marx y Engels.
La primera evidencia de la constitución progresiva de un proceso de resistencia contrahegemónica fue el Caracazo de 1989, esa rebelión civil protagonizada mayormente por los marginados de las barriadas populares de la capital venezolana contra los efectos devastadores del neoliberalismo. Le siguió el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional el 1 de enero de 1994, el cual introduce nuevamente la fuerza histórica de ese nuevo sujeto que, ya desde la década del sesenta del siglo pasado, el psiquiatra martiniqueño Frantz Fanon había sentenciado sería el novel protagonista que motorizaría una vez más la historia de la lucha de clases: “los condenados de la tierra”, los marginados y excluidos del orden civilizatorio capitalista.
Los Zapatistas representan la entrada en escena del indígena, largamente postergado como sujeto en los discursos no sólo de la derecha sino que también, en general, de la izquierda. De paso, armados de un “marxismo abierto” y crítico proponen otra manera de ver la guerra como también la política. El poder no se toma, se construye, insisten, al margen del Estado actual, es decir, desde la constitución de una esfera pública cada vez más ampliada al margen de ese Estado y afincada en las instancias locales de la sociedad. En ese sentido, le dan la espalda al Estado capitalista, el cual entienden como un nudo problemático irreformable de relaciones sociales que está inescapablemente comprometido con la reproducción permanente del capital como relación social alienante, desigual y opresiva. En la alternativa, hacen su apuesta política a la construcción, desde las comunidades indígenas, de un nuevo orden autogobernado, es decir, caracterizado por nuevas relaciones sociales y de poder, efectivamente democráticas.
Ahora bien, el “movimiento real” a partir del cual se va articulando un nuevo proceso de lucha contrahegemónica no se atiene a libretos ideológicos fijos y se nos presenta a través de una multiplicidad de vías según las particularidades de cada país. En 1999 se inicia la revolución bolivariana en Venezuela bajo el gobierno del presidente electo Hugo Chávez Frías y en el 2003 ascienden a las presidencias de Brasil y Argentina, también por la vía electoral, el obrero socialista Luiz Inácio Lula Da Silva y el peronista Néstor Kirchner, respectivamente. Estos tres mandatarios fueron los principales responsables de producir la defunción del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) al confrontar al gobierno de Estados Unidos con sus demandas a favor de un orden económico internacional más equitativo. En la alternativa, sentaron las bases para la promoción de unos procesos progresistas e independientes de integración regional.
La sublevación de octubre de 2003 en Bolivia culminó con el eventual triunfo electoral, dos años más tarde, del primer candidato indígena a la presidencia, el socialista Evo Morales Ayma. A partir de éste se inaugura un proceso histórico de constitución de un inédito Estado plurinacional, multicultural y plurisocietal, bajo el mando de un nuevo bloque de fuerzas históricas con decisiva influencia del indigenismo y los movimientos sociales en general. En octubre de 2004, triunfa en los comicios presidenciales de Uruguay, el candidato centroizquierdista Tabaré Vázquez. Luego de su triunfo electoral del 2006, los Sandinistas vuelven al gobierno en Nicaragua con Daniel Ortega en la presidencia. En el 2007, con el triunfo decisivo en las urnas de su centroizquierdista Alianza País, Rafael Correa asume la presidencia en el Ecuador para dar inicio, al igual que Venezuela y Bolivia, a sendos procesos de refundación de los órdenes sociales y jurídico-políticos de sus respectivos países.
La América nuestra se convierte en un referente de potenciación radical de la democracia. En Paraguay la izquierda se alza también con la victoria electoral y el ex-obispo católico Fernando Lugo asciende a la presidencia. En Guatemala, en noviembre de 2007 el centroizquierdista Álvaro Colom obtiene el triunfo en los comicios presidenciales. Igual resultado obtiene luego el candidato presidencial del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Mauricio Funes, en marzo de 2009.
Todo ello marca un histórico giro a la izquierda de la política en Nuestra América, el cual estuvo acompañado de un relativo declive en la influencia de Estados Unidos en la región bajo la administración de George W. Bush. El ciclo de medio siglo inaugurado en 1959 bajo el signo de la revolución, culmina así su profundo quiebre epocal.
Incluso, hay quienes ven en la elección del afronorteamericano Barack Obama a la presidencia estadounidense, un atisbo del mismo signo transformacional. Al gobierno del presidente Obama le ha tocado el reto de redefinir las relaciones interamericanas y está por verse si tendrá la visión y la fuerza para hacerlo fuera de la perspectiva imperial que ha prevalecido desde el pronunciamiento de aquella nefasta doctrina que afirma su destino manifiesto para regir, a partir de sus intereses, sobre las Américas. Al respecto, nuevamente Cuba se erige como la mayor prueba de fuego, ante el reclamo que le hace a Washington la casi totalidad de los gobiernos de la América nuestra para que ponga fin al criminal y fracasado bloqueo que mantiene contra ese heroico pueblo hace ya casi cincuenta años.
Ya es hora, pues, que Washington se entere que somos pueblos con una historia propia.
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño “Claridad”.
Ahora bien, el “movimiento real” a partir del cual se va articulando un nuevo proceso de lucha contrahegemónica no se atiene a libretos ideológicos fijos y se nos presenta a través de una multiplicidad de vías según las particularidades de cada país. En 1999 se inicia la revolución bolivariana en Venezuela bajo el gobierno del presidente electo Hugo Chávez Frías y en el 2003 ascienden a las presidencias de Brasil y Argentina, también por la vía electoral, el obrero socialista Luiz Inácio Lula Da Silva y el peronista Néstor Kirchner, respectivamente. Estos tres mandatarios fueron los principales responsables de producir la defunción del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) al confrontar al gobierno de Estados Unidos con sus demandas a favor de un orden económico internacional más equitativo. En la alternativa, sentaron las bases para la promoción de unos procesos progresistas e independientes de integración regional.
La sublevación de octubre de 2003 en Bolivia culminó con el eventual triunfo electoral, dos años más tarde, del primer candidato indígena a la presidencia, el socialista Evo Morales Ayma. A partir de éste se inaugura un proceso histórico de constitución de un inédito Estado plurinacional, multicultural y plurisocietal, bajo el mando de un nuevo bloque de fuerzas históricas con decisiva influencia del indigenismo y los movimientos sociales en general. En octubre de 2004, triunfa en los comicios presidenciales de Uruguay, el candidato centroizquierdista Tabaré Vázquez. Luego de su triunfo electoral del 2006, los Sandinistas vuelven al gobierno en Nicaragua con Daniel Ortega en la presidencia. En el 2007, con el triunfo decisivo en las urnas de su centroizquierdista Alianza País, Rafael Correa asume la presidencia en el Ecuador para dar inicio, al igual que Venezuela y Bolivia, a sendos procesos de refundación de los órdenes sociales y jurídico-políticos de sus respectivos países.
La América nuestra se convierte en un referente de potenciación radical de la democracia. En Paraguay la izquierda se alza también con la victoria electoral y el ex-obispo católico Fernando Lugo asciende a la presidencia. En Guatemala, en noviembre de 2007 el centroizquierdista Álvaro Colom obtiene el triunfo en los comicios presidenciales. Igual resultado obtiene luego el candidato presidencial del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Mauricio Funes, en marzo de 2009.
Todo ello marca un histórico giro a la izquierda de la política en Nuestra América, el cual estuvo acompañado de un relativo declive en la influencia de Estados Unidos en la región bajo la administración de George W. Bush. El ciclo de medio siglo inaugurado en 1959 bajo el signo de la revolución, culmina así su profundo quiebre epocal.
Incluso, hay quienes ven en la elección del afronorteamericano Barack Obama a la presidencia estadounidense, un atisbo del mismo signo transformacional. Al gobierno del presidente Obama le ha tocado el reto de redefinir las relaciones interamericanas y está por verse si tendrá la visión y la fuerza para hacerlo fuera de la perspectiva imperial que ha prevalecido desde el pronunciamiento de aquella nefasta doctrina que afirma su destino manifiesto para regir, a partir de sus intereses, sobre las Américas. Al respecto, nuevamente Cuba se erige como la mayor prueba de fuego, ante el reclamo que le hace a Washington la casi totalidad de los gobiernos de la América nuestra para que ponga fin al criminal y fracasado bloqueo que mantiene contra ese heroico pueblo hace ya casi cincuenta años.
Ya es hora, pues, que Washington se entere que somos pueblos con una historia propia.
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño “Claridad”.
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