Mesoamérica se perfila como un escenario prioritario de la “restauración conservadora”, que se ejecuta por medio de dos vías: una, la exportación de la Doctrina Uribe y la “guerra contra el narcoterrorismo” en el marco de la Iniciativa Mérida -o Plan México- financiada por EE.UU.; y la otra, la utilización de Honduras, enclave histórico de la política exterior norteamericana, como campo de prueba y error: aquí se diseña un modelo de desestabilización aplicable en otros países.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Ilustración de Gervasio Umpiérrez)
El desarrollo de los acontecimientos en Honduras, las maniobras del Departamento de Estado de EE.UU. para postergar el regreso de Manuel Zelaya a su legítima presidencia y la peregrinación de los golpistas a Bogotá en busca de apoyo; la instalación de nuevas bases militares norteamericanas en Colombia y el conflicto que esta decisión ha abierto con la Alianza Bolivariana (ALBA); así como la ofensiva retórica, mediática y judicial antiterrorista desplegada, a nivel internacional, por el presidente Álvaro Uribe, nos obligan a ubicar la crisis hondureña en un contexto mayor: el del reposicionamiento de las fuerzas e intereses que, desde la potencia del Norte y sus aliados, dan forma a la geopolítica mesoamericana.
En este contexto, hablar de Mesoamérica supone mirar la región más allá de los límites con que tradicionalmente se la ha definido – de México hasta el norte de Costa Rica-, para extenderlos ahora hasta el Putumayo (suroeste de Colombia), en virtud de los generosos esfuerzos realizados por Uribe, desde el año 2006, en la construcción de una “arquitectura regional” favorable al proyecto hegemónico imperialista, en connivencia con los sectores dominantes (políticos y económicos) mexicanos y centroamericanos.
En efecto, la ampliación del Plan Puebla Panamá (ahora conocido como Iniciativa Mesoamericana) hasta las coordenadas del Plan Colombia, junto a la firma de los tratados de libre comercio (NAFTA y CAFTA), han configurado una zona de exclusivo control económico, político y militar estadounidense, solamente desafiada por las movilizaciones populares y el ascenso al poder ejecutivo, en distintos países de esta subregión, de gobiernos identificados con el movimiento histórico que vive América Latina en las tendencias nacional-populares y del llamado “progresismo”, como son los casos del FSLN, en Nicaragua; el FMLN, en El Salvador; el giro socialdemócrata en Guatemala, con Álvaro Colom; y finalmente, el acercamiento del gobierno liberal hondureño de Zelaya a la ALBA.
La problemática mesoamericana no puede ser comprendida sin esta referencia indispensable a su renovada condición de frontera geopolítica y económica de los EE.UU., cuyas élites la conciben como su último bastión frente a los procesos de cambio iniciados en nuestra América durante la última década.
Esto nos permite plantear que desde Honduras, los intereses del imperialismo, las élites político-empresariales, las viejas y nuevas oligarquías centroamericanas y las cúpulas religiosas más conservadoras, intentan establecer un nuevo enclave político (y militar, si es preciso) que, a la manera de una onda expansiva, permita articular la contraofensiva de la derecha, a escala mesoamericana, primero, y latinoamericana después.
Mesoamérica se perfila como un escenario prioritario de la “restauración conservadora”, que se ejecuta por medio de dos vías: una, la exportación de la Doctrina Uribe -inaugurada en el ilegal ataque del ejército colombiano a un campamento de la insurgencia de las FARC en territorio de Ecuador, en marzo de 2008- y la regionalización de la “guerra contra el narcoterrorismo y el crimen organizado”, en el marco de la Iniciativa Mérida -o Plan México- financiada por EE.UU.
Lejos de ser un incidente aislado, la Doctrina Uribe goza de buena salud. Así lo demuestra la mancomunidad de intereses expresada por el Presidente de México, Felipe Calderón, en su visita a Bogotá el pasado mes de mayo, y que se traduce en el apoyo brindado a las autoridades colombianas para la persecución, judicial y política, de intelectuales (el Dr. Miguel Ángel Beltrán) y estudiantes (Lucía Morett) en territorio mexicano.
Asimismo, el anuncio de la instalación de entre cinco y siete bases militares de EE.UU. en Colombia, considerado un abierto desafío a la ALBA, dados los conflictos que mantiene Uribe con los gobiernos de Nicaragua, Ecuador y Venezuela, resulta funcional a las intenciones de afectar al bloque bolivariano, y fortalecer las posiciones geoestratégicas norteamericanas.
Súmese a lo anterior la campaña mediática contra el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, por la aparición de un sospechoso video con el que se pretende vincularlo a las FARC: una vendetta que responde a la orden de captura dictada por la Fiscalía ecuatoriana contra el ex Ministro de Defensa Juan Manuel Santos (investigado por el ataque a Sucumbíos), y en la que trasluce, también, un cierto resentimiento del Pentágono por la decisión soberana del pueblo ecuatoriano de prohibir la presencia de fuerzas militares extranjeras en su territorio, específicamente en la base Eloy Alfaro, en el puerto de Manta.
La otra vía que hace parte de esta estrategia de restauración conservadora, es la utilización de Honduras, enclave histórico de la política exterior norteamericana, como campo de prueba y error: aquí, en nombre de la democracia y la institucionalidad, se pone a prueba la unidad latinoamericana, al tiempo que se miden las posibilidades y límites de la diplomacia internacional, con el doble objetivo de fracturar la Alianza Bolivariana y diseñar un modelo de desestabilización aplicable en otros países.
Lo sucedido desde el golpe de Estado del 28 de junio contra Zelaya, hasta al desenlace fatal de las negociaciones en San José, revela la pedagogía del terror (muerte y represión social) de la derecha centroamericana, cuya lección amenazante para nuestra América puede resumirse en una frase: “No se acerquen a Chávez”, que es tanto como decir: no hay alternativas al sacro orden neoliberal –ni lugar para los pueblos.
Esta línea de acción es reforzada, sistemáticamente, por los informes del Departamento de Estado norteamericano (el ejercicio de la cartografía imperial), el último de los cuales señala a Venezuela como un cuasi narco-estado.
Como se ve, la sucesión de hechos en los últimos meses y la coincidencia de las formas políticas que se invocan para llevar adelante las pretensiones restauradoras, ofrecen argumentos suficientes para concluir que lo que ocurre en Honduras, y en la Mesoamérica ampliada, no responde a la casualidad: por el contrario, vemos aquí a los gigantes que llevan siete leguas en las botas, que salen al paso de la marcha de los pueblos de nuestra América y quieren aplastarlos.
¿Y el gobierno de EE.UU? Con su proyecto de reforma de salud entrabado en el Congreso, el presidente Barack Obama luce más preocupado por la política doméstica que por los asuntos regionales. Si, como pregonó en la Cumbre de Trinidad y Tobago, pretende forjar un nuevo tipo de relaciones con América Latina –y no solo con sus oligarquías-, Obama eligió un camino equivocado: le confió la política exterior a personajes que, tras las bambalinas de los discursos, siguen urdiendo las tramas de la dominación imperial tendidas desde principios de los años 1990 por las dinastías Bush y Clinton, y que perviven en los pasillos de la administración demócrata, en las agencias de seguridad del estado y en las instituciones políticas estadounidenses.
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