Nuestros gobiernos progresistas pueden y deben contribuir al necesario proceso de formación de conciencia, de expansión y fortalecimiento de la contracultura popular, de organización de los sectores sociales populares y los interesados en cambiar más profundamente la situación y sus perspectivas. Pero no pueden hacer más de lo que pueden las alianzas que los hicieron factibles, ni más de lo que el sistema en su conjunto puede sobrellevar.
Como sabemos, en el último decenio varios países latinoamericanos han tenido alguna forma y grado de desplazamiento político a la izquierda. Esto ha ocupado la atención de muchos analistas y hoy disponemos de una importante cantidad de explicaciones que, pese a la diversidad de métodos y posiciones, coinciden en sus principales señalamientos sobre las causas y formas de ese fenómeno.
Sin embargo, todavía hay pocas previsiones concretas sobre cuánto más esta tendencia se podrá extender y profundizar o, en caso de revertirse, lo que pudiera sobrevenir en su remplazo. Esto reabre en cierta perspectiva un tema clásico: el de la dialéctica entre reforma y revolución o, más precisamente, el de si estamos o cuándo pudiéramos estar ante unas condiciones que efectivamente demandan replantearlo.
En general se recuerda cómo, tras el brutal ciclo de las dictaduras, el reflujo de las rebeliones guerrilleras y la reinstauración de las democracias civiles, sobrevino la ofensiva neoconservadora y con ella la imposición de los "reajustes estructurales" resumidos en el denominado Consenso de Washington. Acontecimientos que, en el ámbito externo, coincidieron con el cambio de estrategia en China, el colapso de la URSS y el "campo socialista", así como los efectos que por varios años esos acontecimientos le infligieron a las certidumbres, el prestigio y la convocatoria de las izquierdas.
El pasado ha muerto, pero…
En ese contexto, nuestros pueblos azotados por las consecuencias de la deuda externa, las amenazas de la hiperinflación, el temor al regreso de los militares y la escasez de alternativas ideológicas viables no obtuvieron las democracias que hubieran deseado, sino aquellas que les fueron concedidas en las transiciones pactadas entre los generales, los partidos tradicionales, la política norteamericana de la época y las autoridades financieras internacionales. Es decir, una modalidad de democracia restringida que no satisfizo muchas de las principales expectativas populares pero restableció cierta parte de los derechos civiles, libertades públicas y esperanzas electorales antes conculcados.
Esa democracia, básicamente concebida para descompresionar el ambiente social, regular la rotación entre administraciones oligárquicas formalmente electas, así como restringir la participación de opciones contestatarias, fue naturalmente débil frente a la ofensiva neoconservadora y las tesis neoliberales que ésta implantó. Destinada a administrar políticamente el servicio de la deuda externa, a aplicar las reformas recetadas por el Consenso de Washington y a mantener bajo control sus previsibles efectos sociopolíticos, hoy todavía la llamamos "democracia neoliberal" por el contenido de la gestión económica que le tocó implementar. Leer más...
No hay comentarios:
Publicar un comentario