En Honduras, los sectores populares que han resistido al golpe desde hace casi un mes, radicalizan su desobediencia civil a las autoridades espurias y no cejan en su resistencia. Su ejemplo radical sostiene y empuja a Zelaya, como ha pasado y sigue pasando en otras partes de América Latina en esa relación dialéctica entre el pueblo y sus dirigentes.
Han quedado atrás los años oscuros cuando Eduardo Galeano, desde el Cono Sur dijo, en un artículo publicado en el Semanario Brecha, sentirse como un niño perdido en la tormenta.
Afortunadamente.
En un lapso de poco más de diez años, esa América Latina que se encontraba en medio del saqueo neoliberal, levantó cabeza y echó, de nuevo, a andar. La cada vez más generalizada lucha organizada de los pueblos latinoamericanos a la que asistimos hoy, es el resultado de años de acumulación de fuerzas, y de búsquedas que fueron encontrando las vías para llegar hasta las instancias del poder político a través de múltiples vericuetos que no siempre llegaban a buen puerto. Piénsese, solo a manera de ejemplo, en la sucesión de presidentes en Bolivia, en la “ingobernabilidad” ecuatoriana, en los motines caraqueños, en el protagonismo urbano de los piqueteros bonaerenses.
Una época explosiva, convulsa, que fue transformando a esta parte del mundo en el referente más importante de la oposición al mundo unipolar al que se pretendía que habíamos arribado para la eternidad luego del derrumbe de la Unión Soviética.
Los sectores dominantes reaccionaron visceralmente. Los cambas bolivianos sacaron a relucir un racismo solo equiparable al de su homólogo de clase hondureño que tildó al presidente de los Estados Unidos de “negrito” que no sabe nada de nada. Algo que se ha ido aprendiendo, sin embargo, es que cada vez que se logra sortear alguno de los obstáculos que éstos ponen, los procesos se radicalizan, van más allá. Cuando no es así, se corre el riesgo de detenerse, que prácticamente es equivalente a morir.
Esta radicalización ha sido etiquetada por la derecha latinoamericana y estadounidense como adscripción al “chavismo”. Chavista equivale a ser lo que antes era el comunista o rojo, o guevarista, o fidelista, y antes masón. Es una etiqueta descalificadora que pretende evidenciar y marginar, pero también justificar las acciones que en contra se puedan tomar contra el etiquetado: a los “chavistas”, garrote.
Muchos latinoamericanos odian el “chavismo”. Es gente común y corriente que no forma parte de las elites dominantes de sus países. Cuando se conversa con ellos, lo primero que hay que preguntarles es dónde se informan para conformar su opinión. La imagen que tienen del proceso que se lleva a cabo en Venezuela se ha perfilado, en buena medida, a través de los medios de comunicación tradicionales. Ellos también están asustados “esperando a los bárbaros”, como decía Kavafis.
El “modelo chavista” ha sido, entonces, demonizado. El 20 de julio recién pasado, el señor P.J. Crowley, vocero del Departamento de Estado norteamericano, respondió a preguntas sobre si Washington percibía un alejamiento entre Zelaya y el gobierno venezolano: “creemos que sí”, dijo, “estábamos escogiendo un gobierno modelo y un líder modelo al cual deberían seguir los países de la región, (y creemos) que el liderazgo actual en Venezuela no sería el modelo”. Al final, la guinda del pastel: “Si esa es la lección que el presidente Zelaya ha aprendido de este episodio, sería una buena lección.”
Zelaya, mientras tanto, mal portado, ha llegado a la frontera con Honduras desde Managua. Ahí, acampa y espera la llegada de sus familiares y simpatizantes que, a campo traviesa, intentan sortear los retenes que el ejército ha instalado en las carreteras.
En Honduras, los sectores populares que han resistido al golpe desde hace casi un mes, radicalizan su desobediencia civil a las autoridades espurias y no cejan en su resistencia. Su ejemplo radical sostiene y empuja a Zelaya, como ha pasado y sigue pasando en otras partes de América Latina en esa relación dialéctica entre el pueblo y sus dirigentes.
Son los pueblos cansados los que avanzan, en Honduras, a través de la montaña. Los acontecimientos no responden a las tonterías maniqueas del Departamento de Estado sobre el “modelo chavista” y otras sandeces.
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