El progresismo, corriente política gubernamental que ha dado continuidad al modelo neoliberal enarbolando un discurso similar al de las izquierdas, está acelerando su declive. El resultado de las elecciones parlamentarias argentinas del pasado domingo, que registraron un retroceso del kirchnerismo, puede representar el comienzo de la cuenta atrás de una corriente diferenciada de los procesos de Bolivia y Venezuela, que buscan implementar cambios en una dirección opuesta al neoliberalismo.
En los próximos meses se realizarán elecciones en los otros tres países que completan el grupo de gobiernos progresistas: en octubre se elige presidente en Uruguay y en diciembre en Chile, mientras en octubre de 2010 habrá elecciones en Brasil. En Chile es muy probable que triunfe la derecha, por vez primera desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet. En Uruguay el candidato del Frente Amplio, el tupamaro José Mujica, representante de los sectores populares castigados por el ajuste estructural, tendrá dificultades para vencer al neoliberal ex presidente Luis Alberto Lacalle. En Brasil el candidato socialdemócrata José Serra mantiene holgada ventaja, pese a que aún falta un año para las elecciones.
Lo más probable es que la región complete un giro a la derecha de gran impacto, ya que afecta a los principales países. Algo así reflejaron las urnas en Argentina, cristalizando un viraje que ya se había manifestado durante la protesta del campo contra el gobierno de Cristina Fernández en el primer semestre de 2008. Estamos ante tendencias de fondo que no se verán frenadas, aunque en Chile vuelva a ganar la Concertación y en Uruguay lo haga el Frente Amplio. El giro conservador tiene raíces profundas y se proyecta como una sombra negra sobre toda la región, y de modo muy particular sobre los movimientos sociales y los procesos de cambio que se registran en Bolivia y Venezuela.
El avance de la nueva derecha, en la que algunos intuyen un estilo similar al de Berlusconi, ha sido alentado, en primer lugar, por las políticas impulsadas por gobiernos progresistas. La continuidad y profundización del modelo neoliberal que han propiciado Lula, los Kirchner, Bachelet y Vázquez han expandido la base social conservadora sobre la que se apoya una derecha cada vez más impaciente por multiplicar sus ganancias. Hoy el modelo se llama minería a cielo abierto en la región andina, monocultivos de soya en las llanuras argentinas y uruguayas, caña de azúcar para biocombustibles y agronegocio en Brasil, además de forestación, especulación financiera y libre comercio en economías volcadas hacia los mercados mundiales.
Es el modelo soyero el que derrotó a los Kichner en las urnas, del mismo modo que la alianza de los capitales brasileños con los capitales globales apartará al Partido de los Trabajadores del gobierno de Brasilia. En estos cuatro países del cono sur nunca existió nada parecido al posneoliberalismo que algunos han creído ver, sino continuidad y profundización del modelo. Bajo Lula, el capital brasileño escaló a los lugares más altos del capitalismo global gracias a fusiones y expansiones bendecidas por Planalto. Es el caso de Petrobras, de los grandes bancos Itaú-Unibanco y Bradesco, que se han colocado entre los 20 primeros del mundo, o de Brasil Foods, producto de la fusión de las empresas alimentarias Sadia y Perdigao. Lula acaba de aprobar el último disparate neoliberal: legalizó la privatización de 67 millones de hectáreas de la Amazonia, parte de su contrarreforma agraria para multiplicar la producción de soya y carne.
En segundo lugar, las políticas progresistas han fracturado el frente antineoliberal que contribuyó a convertir las movilizaciones en gobiernos. El PSOL (Partido Socialismo y Libertad) se creó ante la derechización del PT en Brasil; en Chile surge con fuerza la candidatura de Marco Enríquez Ominami, hijo del fundador del MIR, frente al posible retorno del sector más derechista de la Concertación; en Argentina, una parte sustancial del voto de izquierda optó por la abstención o el nulo, para no apoyar al gobierno.
Las políticas sociales, bonos, subsidios y transferencias monetarias contribuyen a aliviar la pobreza, pero sustituyen los derechos universales de los que están marginados los más pobres. Debilitan y neutralizan a los movimientos sociales, siendo la tercera característica de los gobiernos progresistas. Por ello a corto plazo no es posible una salida por la izquierda. Anulada la capacidad de movilización popular, las derechas revitalizadas están preparadas para recoger el desgaste del progresismo. El ocaso del progresismo y el ascenso de las derechas –algunas vinculadas con mafias, como las argentinas– cierran un ciclo que se abrió a mediados de la década del 90 con masivas movilizaciones, que fueron reconducidas hacia el terreno institucional por una camada de profesionales de la política que consiguieron cooptar y atraer a los movimientos sociales a su terreno. También en este aspecto el progresismo segó la hierba bajos sus pies, ya que sólo la movilización popular es capaz de revertir la ofensiva derechista en curso.
El nuevo escenario coloca a los procesos boliviano y venezolano ante un mayor aislamiento internacional, lo que puede alentar a las derechas de esos países a retomar sus ataques a los gobiernos populares. El punto de inflexión mayor será lo que suceda en Brasil, el único que por sí mismo puede marcar tendencias. Aunque como potencia emergente Brasil tiene un rumbo que comparten izquierda y derecha, los matices entre una y otra pueden resultar decisivos a la hora de insuflar vida a proyectos como el Banco del Sur, el Consejo de Defensa Sudamericano o una moneda regional. No habría, empero, que engañarse: aunque el imperio se beneficie de estos cambios, son las opciones del progresismo las que los propiciaron.
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