Dos aspectos de este proceso electoral establecen puntos comunes con la actual coyuntura latinoamericana: el inminente triunfo de otro gobierno de derecha, un aliado más de los Estados Unidos; y la consolidación de una "democracia mediática", cada vez más dependiente de los grupos empresariales de la comunicación (diarios, televisión y radio) y los grupos económicos dominantes.
(Fotografía: los candidatos Rolando Araya, Ottón Solís y Walter Muñoz, durante el anuncio de un acuerdo para apoyar la candidatura de Solís como representante de un Frente Electoral Patriótico y Progresista. Tomada de: elpais.cr).
A tres semanas de las elecciones del 7 de febrero en Costa Rica, la consolidación de la derecha en el poder parece inevitable: sea por medio del triunfo del gobernante Partido Liberación Nacional (PLN) o del opositor Movimiento Libertario (ML), cuyo vertiginoso repunte en las encuestas –ensombrecido por las dudas sobre el origen del dinero de su campaña- le ha permitido ubicarse, preliminarmente, como la segunda fuerza política del país.
El más reciente sondeo, publicado por el diario La Nación el sábado 16 de enero, otorga al PLN un 40,9% de la intención de voto, al ML un 30,4%, y más atrás, el Partido Acción Ciudadana (PAC) aparece con 13,7% de las preferencias.
Considerando el margen de error de la medición (3,5%), de nuevo se abre la puerta de una segunda ronda de votaciones (para ganar se requiere al menos el 40% de los votos válidos emitidos), que dirima al ocupante de la Casa Presidencial para el período 2010-2014.
Todo esto ocurre en medio de una tardía alianza de tres partidos políticos, con posiciones que podríamos definir como afines a las tesis centrales del “viejo” modelo desarrollista de Estado benefactor costarricense[1], para promover una candidatura presidencial única –de Ottón Solís, del PAC- que contenga el avance neoliberal y salve, aunque sea parcialmente, lo que podría ser un naufragio. Este acuerdo dio vida al llamado Frente Electoral Patriótico y Progresista.
Un dato más nos permite ubicar en perspectiva histórica estos comicios: serán los primeros que se realicen en el país bajo el nuevo escenario jurídico, político, económico y cultural configurado por el Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos, que entró en vigencia en enero del 2009.
Costa Rica, otro eslabón.
Más allá de este mapa de situación, que describe a grandes rasgos el panorama de la campaña electoral, nos interesa destacar dos aspectos de este proceso, en tanto que establecen puntos comunes con la actual coyuntura latinoamericana y con problemáticas que afectan a muchos de nuestros países: uno es el inminente triunfo de otro gobierno de derecha en América Latina, un aliado más para los Estados Unidos desde que se perpetró el golpe de Estado en Honduras, que se sumaría a los gobiernos de Ricardo Martinelli, Porfirio Lobo y -eventualmente- a Sebastián Piñera.
¿Casualidad? No lo creemos. Es inobjetable el alineamiento del PLN con la política de Washington en Centroamérica y Suramérica, lo que no cambiará una vez que el presidente Oscar Arias – el “mediador” del Departamento de Estado- deje el poder. Y en el caso del ML, adalid del Estado mínimo, los casinos y casas de apuestas electrónicas, y furioso defensor de la mano dura contra la delincuencia, basta con decir que en su campaña se valió del mismo eslogan al que recurrieron Martinelli en Panamá y Lobo en Honduras: el cambio ya. Tal es la nueva entente centroamericana.
Sistemáticamente, los candidatos de estos dos partidos, sus comandos de campaña y la “prensa independiente” del país, han eludido el debate sobre la situación geopolítica costarricense en el escenario mesoamericano (México, Centroamérica y Colombia), sobre los posibles derroteros de la política exterior del nuevo gobierno y los condicionamientos que impone la estrategia desplegada por Washington en la región en el último año, a través del desarrollo del Plan Mérida; las implicaciones del golpe de Estado contra el gobierno de Manuel Zelaya en Honduras –que fue, además, un golpe contra el ALBA-; la instalación de siete bases militares en Colombia y de cuatro bases aero-navales en Panamá; y la reactivación de dos radares de alta tecnología del Comando Sur en la costa del Pacífico norte de Costa Rica.
De esta manera, todo hace prever que nuestro país renovará votos como un eslabón más de esa cadena hegemónica neoliberal y oligárquica, pro-imperialista, que intenta contener el ascenso nacional-popular y antiimperialista en la región.
La elección y los grandes medios.
El otro aspecto que sobresale en esta campaña es la consolidación de la “democracia mediática”, es decir, la de un sistema de representación política formal cada vez más controlado y dependiente de los grupos empresariales de la comunicación (diarios, televisión y radio) y los grupos económicos dominantes.
No se trata, por supuesto, de un problema exclusivo de Costa Rica: idénticas limitaciones al ejercicio de la democracia, producto de la acción de esos poderes fácticos, las observamos en Venezuela con el golpismo y acoso permanente a la Revolución Bolivariana; en México, durante las elecciones del 2006, cuando las dos principales televisoras privadas se aliaron contra la candidatura de Andrés Manuel López Obrador; en Colombia, donde los principales medios escritos y radio-televisivos están bajo la órbita de influencia de la familia Santos, aliada del presidente Álvaro Uribe; o en Argentina con la fiera oposición que ejercen el Grupo Clarín y otros consorcios empresariales. Y lo mismo ocurre en Bolivia, Ecuador, Paraguay, Honduras.
Si bien en Costa Rica encontramos las raíces de este fenómeno desde mediados de la década de 1990, y de manera más evidente durante el referéndum del 2007, que decidió la aprobación del TLC con los Estados Unidos, cada vez son más sofisticados los mecanismos de control que ejercen estos grupos sobre la opinión pública, lo que incide negativamente en las posibilidades de expresión, en igualdad de condiciones, de la pluralidad política en los medios de comunicación masivos.
En las últimas semanas, los partidos más o menos críticos del establishment neoliberal han denunciado ser víctimas de un doble cerco: el financiero y el mediático. Por un lado, protestan contra las desiguales políticas fijadas por los bancos estatales para el acceso a préstamos de financiamiento de la campaña, puesto que favorecen a los partidos que encabezan las encuestas de opinón, con la expectativa de recuperar la inversión en el menor tiempo posible; y por el otro, reprochan las limitaciones que los medios de comunicación hegemónicos (en especial la televisión) les imponen para pautar mensajes dirigidos a los electores.
Una carta del candidato Ottón Solís a sus partidarios, divulgada el pasado 5 de enero por algunos medios electrónicos alternativos, y de escasa atención por parte de los medios hegemónicos, ilustra a cabalidad cómo la democracia electoral, sometida a las leyes del mercado, se convierte en el botín de unos pocos: “Les anuncio que tenemos muy poco dinero para gastar en la campaña televisiva. Los entes financieros se han encargado de hacernos la vida difícil y las televisoras están cobrando más caro que nunca por cada anuncio y, contrario a las dos campañas previas, no nos aceptan bonos como pago”[2].
Quien así se expresa es el líder de la que, hasta ahora, había sido la segunda fuerza política en el Congreso. ¿Cuánto más afectará esta situación a los partidos pequeños o minoritarios?
Con dinero pero sin pueblo.
El trabajo en las comunidades, puerta a puerta; el voluntariado y el uso de las redes sociales en Internet son las principales herramientas de divulgación a las que han apelado estas agrupaciones políticas, que se encuentran en franca desventaja con respecto de los partidos financiados por los grandes capitales y grupos económicos del país, y que saturan con su propaganda las transmisiones de radio y televisión abierta y privada.
Asistimos, entonces, a un espectáculo de despilfarro, clientelismo, demagogia y suculentos negocios para las agencias de publicidad. Las sumas de dinero invertidas por los partidos en sus campañas ofenden la sensatez y el decoro en un país donde casi un millón de personas (de poco más de 4,5 millones de habitantes) viven en condición de pobreza. Sólo entre setiembre y diciembre de 2009, los partidos políticos gastaron 1700 millones de colones (unos $3 millones de dólares) en publicidad televisiva[3]. Una vez más, la mayor cuota del gasto corresponde al PLN y al ML.
En el sistema electoral costarricense, el dinero, a la manera de las apuestas en una carrera de caballos, determina en buena medida las posibilidades de existir como alternativa política, con opciones reales de acceso al poder. Son las “particularidades” de nuestra democracia, que amenazan con profundizar la crisis de representación del sistema político.
En la contracara del negocio publicitario, el gran ausente del proceso es el pueblo. La apatía y el desencanto de los ciudadanos se palpa fácilmente en las calles y las encuestas, lo que augura un abstencionismo que podría superar el 34% de los electores inscritos: una tendencia que viene manifestándose en aumento desde 1998[4].
Desde una perspectiva progresista, identificada con las luchas que libran los pueblos en toda América Latina, el caso costarricense no ofrece, en lo inmediato, proyecciones halagüeñas. Mientras los movimientos sociales y las fuerzas políticas permanezcan dividas, disgregadas, sin fuerza de convocatoria, sin capacidad de movilización, sin educación política y debate permanente, y sin unidad programática que permita superar los sectarismos y rebatiñas por cuotas de poder, la expectativa de, al menos, revertir el rumbo neoliberal -no se diga ya de emprender una transformación social profunda desde abajo- seguirán siendo limitadas.
Se prolongará, entonces, esa triste condición de “maquila tecnológica y turística” en la que se encuentra sumido el país, y que es el destino inexorable hacia el que marchan –adelante, dicen- las clases dominantes: las mismas que extienden la mano, sin ningún pudor, ante las dádivas de las grandes potencias -Estados Unidos y China-.
Y junto a esto, nos queda la terrible sensación de que tendremos el “mejor” presidente (o presidenta) que el dinero pueda comprar y la publicidad sea capaz vender.
NOTAS
[1] El modelo desarrollista de Estado benefactor costarricense, que fue dominante desde 1950 y hasta finales de la década de 1970, logró hacer del país un caso excepcional en la región, fundamentalmente a partir de dos grandes ejes de acción: uno consistía en “el aprovisionamiento de servicios sociales a individuos y familias en circunstancias particulares de contingencia, tales como la seguridad social básica, salud, subsidios sociales a los desempleados, educación, capacitación, alojamiento y atención de la pobreza extrema”; y el otro, en “un control estatal de las actividades privadas de los individuos y de las corporaciones empresariales que podrían afectar de forma directa las condiciones de vida de los individuos y los grupos dentro de la población”. Con la crisis de la deuda externa de 1978 y el ascenso hegemónico del neoliberalismo en Costa Rica, se perdió irremediablemente la pujante política de alianzas y de negociación, que hasta entonces caracterizó al sistema político-económico. Véase: Quesada, Rodrigo (2008). IDEAS ECONÓMICAS EN COSTA RICA (1850-2005). San José, CR: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia. Pp. 147-148.
[2] “PAC sin dinero, Solís pide ofensiva puerta por puerta”, en Informa-tico.com, 5 de enero de 2010. Disponible en: http://www.informa-tico.com/?scc=articulo&edicion=20100105&ref=--00884
[3] “Campaña cara y superficial concluye su primer ‘round’, en La Nación, 17 de diciembre de 2009. Disponible en: http://www.nacion.com/ln_ee/2009/diciembre/17/pais2196730.html
[4] Rovira Mas, Jorge (ed) (2007). DESAFÍOS POLÍTICOS DE LA COSTA RICA ACTUAL. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica. Pp. 46-76.
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