A nosotros, a dos siglos de nuestra independencia política, se nos suele expender otro discurso: que ya las naciones no tienen un lugar en la historia, y que hay que montarse pronto y sin reflexión en el tren del progreso, que consiste a menudo en perder toda singularidad, olvidar todo carácter local y disolverse en la presurosa e indiferenciada red planetaria.
Suele decirse que ahora estamos en la era global, que las fronteras nacionales han cedido ante los vientos de la globalización; que, en la economía, en la cultura, en la política, no se trata ya de muros sino de puertas, que no importan las fronteras sino los canales de comunicación.
Y si bien es cierto que el mundo tiende a las mezclas y que la revolución de los transportes y de las comunicaciones nos ha puesto a vivir a todos en el mismo escenario, también lo es que hay gran distancia del dicho al hecho, y que los países que más propician la planetización de los estilos de vida son los que más se protegen, los que más cuidan su propia economía, los que más se atrincheran en sus puntos de vista, sus modelos de civilización y sus intereses.
Los Estados Unidos y Europa tienen esa curiosa característica de que miran al mundo entero como un escenario en el cual invertir y del cual obtener rendimientos, a dónde exportar sus manufacturas y dónde ganar aliados para sus proyectos políticos y culturales, y al mismo tiempo lo ven como un surtidor de peligros, el origen de indeseables migraciones, tierras que se demoran en sus costumbres y que no acaban de plegarse a los paradigmas de las metrópolis.
Pero sobre todo los presidentes norteamericanos siguen hablando de los “sagrados valores de la Unión”, del sueño de los padres fundadores, de los grandes ideales de la democracia, de la igualdad, del confort, y del culto al individuo como pilar del orden social. Francia sigue defendiendo los valores de su civilización francesa, estimulando el aprendizaje de su lengua, predicando los principios de la sociedad de los derechos humanos y del sufragio universal, exportando su vino y sus quesos, su moda y sus perfumes, su literatura y su música. Y por supuesto que Alemania, Italia, España, Inglaterra, Rusia, China, India, se esfuerzan por defender y valorar los intrincados matices de su tradición, por seguir mostrando al mundo un rostro coherente; la imagen, no de vulgares supermercados, sino de unas naciones con carácter, con fisonomía singular, con historia y con estilo.
A nosotros, a dos siglos de nuestra independencia política, se nos suele expender otro discurso: que ya las naciones no tienen un lugar en la historia, y que hay que montarse pronto y sin reflexión en el tren del progreso, que consiste a menudo en perder toda singularidad, olvidar todo carácter local y disolverse en la presurosa e indiferenciada red planetaria. Pero aún en el tiempo de la globalización, y a lo mejor sobre todo en este tiempo, a los pueblos se los valora por su singularidad y se los aprecia por sus diferencias. No vamos a Tailandia a buscar lo que podríamos encontrar en Francia o en Egipto, vamos a buscar lo que hay en Tailandia. No buscamos en la China al hombre universal a secas sino al hombre con hondas raíces chinas, heredero de Confucio y de los mandarines, de las barcas de juncos y de los poemas de Li Bai, de las fortalezas con fénix de laca y de las exquisitas miniaturas de marfil y de seda. Buscamos en Francia los espejos de Versalles y la linterna donde se ahorcó Gerard de Nerval, la inspiración lírica y la conciencia política de Víctor Hugo, la sombra de Napoleón en las almas, el kir rosado en las terrazas de París y el timbre de la gente de la calle en la voz de Edith Piaf. Nos alegra que en Madrid hasta los jóvenes de piercing y tatuajes se olviden a medianoche de sus ínfulas de hipermodernidad y batan palmas ante las guitarras del cante jondo, reconociéndose en una honda tradición.
Nuestros jóvenes suelen ser víctimas del más triste de los coloniajes, el de creer de verdad que ser moderno es olvidarse de todo pasado, despreciar las músicas de otras generaciones, tratar de no parecerse a nada cercano, asumir frente a toda tradición un gesto de desdén o de indiferencia, que sólo es una confesión de falta de carácter unida a una lastimosa ignorancia. Pretender que no se tiene nada, que no se pertenece a ninguna tradición, es asumir que no se puede hablar con el mundo, porque sólo se habla con el mundo desde alguna parte.
Dicen que decía Goethe que para ser algo hay que ser alguien. Nuestra modernidad no puede ser más que nuestra tradición reinterpretada y reinventada, afirmándose frente al mundo y dialogando orgullosamente con él. Sólo desde la riqueza de esa tradición es posible, en la música, en las artes, en la literatura, dialogar con los otros, y por fortuna hay jóvenes artistas echando a andar ese diálogo formidable.
Los artistas, más que los críticos, se esfuerzan por apreciar una tradición que no ha sido suficientemente valorada. Y también los escritores están empezando a superar la terrible deformación que produjeron en Colombia unos pobres críticos que pretendieron negar la extraordinaria riqueza de nuestra tradición literaria. Ya no es tan fácil sostener aquí que la nuestra es “la tradición de la pobreza”. Colombia, país que no se caracteriza por las vociferantes vanguardias, ha terminado siendo el país que produjo en el continente algunas de las obras más representativas de cada época: la novela romántica por excelencia del siglo XIX: María, de Jorge Isaacs; la más destacada novela de la naturaleza americana en la primera mitad del siglo XX: La Vorágine, de José Eustasio Rivera; y la más importante novela de la literatura latinoamericana del siglo XX: Cien años de soledad.
¿Cómo podría salir de una tradición de pobreza semejante madurez, semejante plenitud?
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