José Martí fue un poeta integrador y original que no separaba la palabra de la vida. De la misma manera que no separaba el verso de la prosa. Para él sólo había un lenguaje. No existían, por tanto, tales dicotomías. La palabra había sido siempre receptora e impulsora de la realidad, porque una y otra, "por la ley del enlace", están indisolublemente unidas.
Martí consagró su vida a ese proceso de integración, hasta el punto que lo llevó a decir: "¡Verso, o nos condenan juntos,/ o nos salvamos los dos!" La palabra, además de un sentido, de una identidad, contiene una historia. Historia que, para Martí, siguiendo esa incesante sorpresa de los enlaces, es, a su vez, la gran configuradora de la palabra.
"Yo vengo de todas partes,/y hacia todas partes voy", decía en sus versos. Y en ese ir y venir suyo de la palabra a los hechos, de lo individual al sentimiento de comunidad humana con que creció "en su cuerpo el mundo", también vino a Costa Rica en dos ocasiones (1892 y 1893), para preparar lo que él llamó "la guerra necesaria" por la independencia de Cuba.
Por esa época ya tenía publicados dos cuadernos de poesía: Ismaelillo, Versos sencillos y dos más preparados pero sin publicar: Versos libres y Flores del destierro, además de numerosos artículos, crónicas, discursos, cartas, ensayos y una revista para niñas y niños (así lo puntualizó Martí) de la que solamente salieron cuatro números: La Edad de Oro, cuyos textos se recogerían por primera vez, en forma de libro, aquí en Costa Rica.
La salida de su primer cuaderno, en 1882, coincidió con la aparición del modernismo. Por su expresión y su visión, Martí es considerado uno de los poetas de ese importante movimiento literario de las letras hispánicas.
Para Martí, sin embargo, la poesía mayor era la otra, con la que buscaba la forma de alcanzar la plenitud histórica de nuestros pueblos. Porque, según su propio decir: "No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar". Esto lo llevó a concluir: "No habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica".
De esta manera, puso en tela de juicio la condición y las posibilidades de los escritores latinoamericanos de su tiempo. Hacer literatura para él, en estas tierras mestizas, no era ponerse al día con respecto a Europa (lo cual implicaba una actitud servil y colonial), sino descubrir que teníamos una realidad propia.
Pero no era el "descubrir" falaz de Cristóbal Colón —que creyendo haber llegado a las costas asiáticas, llegó a América—. Martí no quería que el descubrimiento fuera sobre la base de del error sino de la certeza, de la conciencia de lo que somos.
Esta definitiva lección no se limitaba, por supuesto, a la literatura. Para él la certeza se engendra con el contacto de aquello que nos sobrepasa. Y ese contacto que nos faltaba aún en las letras era, según decía: "el pueblo magno de que ha de ser reflejo".
Esta prédica, mediante la sorpresa de los enlaces, hizo que muchos modernistas se acercaran a Martí: y que del rebuscamiento imitativo en la expresión artística pasaran al orgullo de su condición americana.
Aquí en Costa Rica, siguiendo ese infatigable mecanismo de relación, podemos rastrear la huella de su pensamiento original. Yo, por mi parte, encontré la sorpresa. En La Mansión de Nicoya todavía quedan allí los ladrillos y los restos de pailas y calderas, desperdigados por las casas y calles del cálido pueblito. Son testimonio del ayer y de los materiales con que los cubanos que vinieron con Antonio Maceo en l892, construyeron el legendario ingenio azucarero.
Y lo mejor: todavía pude oír en las voces de los descendientes de aquellos cubano-costarricenses (pues las sangres ya andan juntas), que conocieron a José Martí en su segunda visita a Costa Rica, contar la historia de ese lejano encuentro como quien recuerda una fulguración.
Yo estaba tan encandilado como ellos, como quien asiste a la presencia de un unicornio que bebe en una fuente. No salía de mi estupor: José Martí en boca de estos hombres y mujeres anónimos, volvía a ganar, de pronto, rostro, movimiento, inesperadas cotidianeidades, que lo ponían a ser, en medio de la sintaxis vericueteante del hablar, una persona, un alguien familiar y vivo, haciendo lo que los demás, escapando por un momento de la solemnidad de las estatuas.
Quedé inmerso en esa susurración con una mezcla de asombro y nostalgia, porque poco a poco, a medida que el encuentro entre Martí y Maceo ganaba detalles, sonaban en el aire giros de palabras de mi patria como disparos de un combate lejano.
Quedé inmerso en esa susurración con una mezcla de asombro y nostalgia, porque poco a poco, a medida que el encuentro entre Martí y Maceo ganaba detalles, sonaban en el aire giros de palabras de mi patria como disparos de un combate lejano.
Francisca Castillo, en el momento de mi llegada, era una viejita casi centenaria, que vivía en Hojancha. Ella me contó la historia de su padre, Tomás Castillo Armas, con un dejo de tristeza y orgullo, como si rescatara su identidad entre los restos de un naufragio.
"Mi padre fue un cubano fiel. Él siempre hablaba de cuando llegó acá con Antonio Maceo y con Flor Crombet, y del ingenio que levantaron al pie del río Morote, donde trabajaba dándole punto de miel al azúcar.
"Por él supe que Martí estuvo aquí para pedirle a los cubanos que se devolvieran para dar otra vez la pelea por Cuba. Y se devolvieron. Sólo mi padre no pudo, porque ya tenía muchas viejeces arriba para el ajetreo de la pelea. Se quedó para soltar los huesos en esta tierra y ayudar a las familias de los que se fueron. Yo estaba niña entonces, pero no olvido ese recuerdo".
Ese es el Martí que estos hombres y mujeres han sabido preservar contra la erosión de los estereotipos y el vértigo de la memoria. Ellos hicieron que reviviera ese instante o esa serie de instantes, que nos permiten recordar y volver a ser, o, mejor: volver al ser latinoamericano en una nueva dimensión.
La dimensión que le dio Martí, que sólo alcanzó su verdadera dicha cuando, en carta a su amigo Manuel Mercado, pudo decir al fin: "... ya estoy todos los días en peligro de dar la vida por mi país y por mi deber...", superando así cualquier antítesis entre la palabra y el acto.
El hombre que no separó nunca el verso de la vida, con ese acto realizado a cabalidad daba testimonio de su plenitud, de la visión de síntesis de sus valores.
*Periodista y escritor cubano-costarricense. Premio Nacional de la Crítica en Cuba (1991 y 1993), y Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en Costa Rica (2006). En 1991 publicó en Cuba "Martí a flor de labios", reeditada en 2008 en Costa Rica.
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