No olvidemos. No podemos olvidar a los millones de mujeres y de hombres que desde Tejas hasta el cabo de Hornos, con aquella pelea enorme, dieron nacimiento a América Latina, a nuestra América, desde aquella América imperial de virreinatos, audiencias, inquisición y capitanías generales.
(Ilustración: "Batalla inmortal", de Antonio Ñico)
Con esta trepidante imagen, José Martí desenvolvía el 19 de diciembre de 1889 su relato del proceso emancipador hispanoamericano ante los delegados a la Conferencia Internacional Americana de Washington. Dos tesis centrales desplegaba el cubano en aquel discurso conocido con el nombre de “Madre America”. La primera: que aquel largo proceso en cuya conmemoración bicentenaria nos adentramos se desenvolvió a lo largo de todo el continente: “ la América entera” subió al caballo para el galope liberador. La segunda tesis de la formidable oración martiana es que esa epopeya fue original, partió de sí misma, por mucho que debiera a la ola y al entusiasmo revolucionario que sacudía a Europa durante los inicios de esta gran pelea nuestra.
Buscaba el cubano los sentimientos de sus oyentes, y les sacudía su orgullo por la patria grande fundada de un golpe formidable que abarcó más de un cuarto de siglo, justamente cuando aquellos que le escuchaban se reunían en la capital de Estados Unidos, convocados por el gobierno de ese país para establecer los mecanismos de su hegemonía.
Sabía muy bien Martí que continuaba entonces, a finales del siglo XIX, la batalla emancipadora, o, más bien, que se desenvolvía bajo los nuevos contextos definidos por el desborde del naciente imperio. De ahí, pues, que el orador recurriera al tema de la primera independencia, alcanzada, según él, gracias a la unidad y a la decisiva presencia de las masas populares (los indios, los rotos, los cholos, los negros, los gauchos, los araucos indomables, nos dice Martí), factores ambos —unidad y masas populares— imprescindibles para la nueva etapa que comenzaba.
No fue clase de historia aquel discurso llamado “Madre América”, sino fino, previsor y hondo análisis político sustentado en la interpretación de la historia, el entregado por aquel reconocido escritor y periodista que renovaba nuestra lengua, que estaba cambiando la sensibilidad literaria y que estaba transformando los paradigmas y las perspectivas al uso dentro del pensamiento latinoamericano.
José Martí, quien había proclamado en 1881 ante la clase ilustrada caraqueña su voluntad de escribir con la independencia antillana la última estrofa del gran poema de 1810, ya comprendía que las islas soberanas de Cuba y Puerto Rico serían los versos iniciales de un nuevo poema de libertad que sostendría sobre bases más justas la independencia continental, el equilibrio entre las dos Américas (la nuestra y la que no es nuestra), y hasta el equilibrio universal. Se trataba, decía, de “desatar a América y de desuncir al hombre”, de luchar por toda la justicia y no sólo por una parte de ella. Era, pues, en la conciencia de Martí, la hora de declarar la segunda independencia, esa aún no alcanzada, por la que bregamos ahora con paso acometedor y que enfrenta cada vez más la ofensiva enemiga del imperio del Norte.
La memoria, se dice mucho ahora, es elemento indispensable del alma de los pueblos, de su cultura e identidad. Y la memoria histórica no es cosa meramente de historiadores, sino de la conciencia social en pleno, destacadamente de los productores de la cultura artística y literaria. La independencia tuvo sus canciones, sus relatos, sus imágenes, sus símbolos incluso antes que su historia. Todos ellos dieron carne y sangre a los acontecimientos y forman parte de aquella historia, de nuestra conciencia y de nuestro presente. Estamos obligados entonces a saber de ellos y a explicárnoslos mejor en todas sus magnitudes y en todos sus alcances para así poder conservar esa memoria.
Como Martí, necesitamos aprehender aquel proceso para asumir nuestro presente, que goza de señales promisorias y a la vez indica peligros crecientes. Hay que montar a caballo otra vez para la acción unida, concertada en avance incontenible ante las nuevas y viejas dependencias y dominaciones. Nuestra madre América necesita del protagonismo popular para efectuar la verdadera y final independencia, la que nos haga marchar por nuestras propias avenidas y en función de nuestros intereses.
No olvidemos, no podemos olvidar. Haití, aplastado en la hora actual por la tremenda tragedia del sismo, fue nada más y nada menos que el iniciador del proceso liberador mediante una revolución social que exterminó la esclavitud que puso a temblar a las metrópolis y a las oligarquías esclavistas. Cuando proclamó su independencia, Haití corrió todos los riesgos que implicaba la solidaridad práctica con los patriotas del continente y únicamente pidió a cambio la abolición de la esclavitud. Se llegó a la victoria de Ayacucho porque antes hubo una revolución haitiana. Aprisa ahora nuestra América, a salvar a Haití.
No olvidemos, no podemos olvidar. Puerto Rico sigue siendo colonia, a pesar de que Bolívar quiso liberarla junto a Cuba, de que Martí creó el Partido Revolucionario Cubano con la misión de fomentar y auxiliar la independencia boricua, de que sus próceres mayores —Hostos y Betances— inscribieron en nuestra América el afán por Borinquen libre, de que Pedro Albizu Campos se alzó para que la bandera de la estrella solitaria sobre el triángulo azul representase al estado soberano desprendido de Estados Unidos.
No olvidemos, no podemos olvidar. Centroamérica no pudo mantenerse unida como quiso Morazán, y ahora hemos visto en Honduras la vuelta de las fuerzas diluyentes y hostiles de los nuevos intentos por caminar hacia la actuación unida en la región.
No olvidemos. No podemos olvidar a nuestros héroes: al cura Hidalgo que amaba a los indios; a Morelos, que quería abolir la esclavitud tanto como los privilegios; a Miranda, que murió en el castillo húmedo haciendo planes para el estado continental; a Artigas, que dio tierras a la gauchada; a San Martín, que cruzó los Andes con negros, indios y blancos de toda la región del Plata; a Bolívar, incansable y empeñoso que inventó a Colombia, que creía en el poder moral y que supo que éramos otros, un pequeño género humano; y a Manuelita, la trasgresora, la combatiente.
No olvidemos. No podemos olvidar a los millones de mujeres y de hombres que desde Tejas hasta el cabo de Hornos, con aquella pelea enorme, dieron nacimiento a América Latina, a nuestra América, desde aquella América imperial de virreinatos, audiencias, inquisición y capitanías generales.
Admirados y emocionados, inscribamos el bicentenario de la primera emancipación en este presente prometedor, con sagacidad de amauta, con rebeldía de cimarrones, con orgullo de latinoamericanos, el mismo orgullo noble que animaba a José Martí aquel frío día de diciembre de 1889 cuando leyó su discurso.
Oigamos entonces nuevamente la palabra nerviosa y acerada de José Martí en la sala neoyorquina donde reunió a los oyentes de “Madre América”: “¿Qué sucede de pronto, que el mundo se para a oír, a maravillarse, a venerar? ¡De debajo de la capucha de Torquemada sale, ensangrentado y acero en mano, el continente redimido! Libres se declaran los pueblos todos de América a la vez. Surge Bolívar, con su cohorte de astros. Los volcanes, sacudiendo los flancos con estruendo, lo aclaman y publican. ¡A caballo la América entera! Y resuenan en la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y por montes, los cascos redentores.”
¡A caballo la América entera para terminar la bicentenaria obra emancipadora!
*Historiador cubano, investigador del Centro de Estudios Martianos y profesor de la Universidad de La Habana.
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