Es probable que la próxima presidencia, encabezada por Piñera, opere un retroceso en materia de relaciones internacionales y coloque a Chile en los alineamientos automáticos con Washington, un campo en el que hoy en día sólo se ubican los gobiernos de México, Colombia y, en menor medida, Perú y Costa Rica.
El triunfo del empresario derechista Sebastián Piñera en la segunda vuelta de los comicios presidenciales realizada ayer [domingo, para los lectores] en Chile, así como la derrota del candidato oficialista, el ex presidente Eduardo Frei, democristiano postulado por la gobernante Concertación, marca el fin de un ciclo político: el que siguió a la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet, y que reinsertó al país austral en la democracia formal, con una sucesión de cuatro gobiernos de centro derecha y centro izquierda (Patricio Aylwin, Ricardo Lagos, Eduardo Frei y Michelle Bachelet).
Piñera es, antes que un político, un empresario muy acaudalado que ha sido sujeto de señalamientos por corrupción y prácticas inescrupulosas. Si bien él, en lo personal, apoyó el fin de la dictadura en el plebiscito de 1988, se le acusa de haber tenido vínculos familiares y empresariales con el entorno pinochetista y de haber sido uno de los beneficiarios de la privatización de empresas públicas emprendida por la tiranía, y fue postulado por una coalición formada por la ultraderechista Unión Demócrata Independiente (UDI) y la derechista Renovación Nacional (RN), organizaciones que fueron sostén civil de la dictadura. Más allá de eso, el que se considera ya presidente electo de Chile preconiza la reducción del Estado y la promoción de la empresa privada, y rechaza la concesión de derechos a mujeres y a homosexuales.
Después de dos décadas en el poder, la Concertación había experimentado un desgaste político de tal magnitud que ese solo fenómeno podría explicar la victoria del candidato opositor. Desde la otra perspectiva, los poco más de 49 por ciento de los sufragios obtenidos por Frei en la elección de ayer no necesariamente son, o no en su mayoría, adhesiones a su persona ni a su causa, sino votos de rechazo a Piñera. Es decir, el proceso sucesorio chileno estuvo más marcado por votos de castigo o de prevención que por el respaldo a plataformas que resultaran convincentes para la mayoría del electorado.
Cabe señalar que en el ciclo de la Concertación, pese a las ambigüedades e inconsecuencias que lo marcaron –como la negativa de sus cuatro presidentes a tocar las bases constitucionales antidemocráticas, estrechas y conservadoras impuestas por la dictadura en sus momentos finales, o como el mantenimiento a rajatabla de una continuidad neoliberal que produjo bonanza en indicadores económicos, pero también miseria y concentración de la riqueza–, el gobierno chileno mantuvo, en los momentos importantes, independencia, soberanía y vocación regional para la integración sudamericana. Es probable que la próxima presidencia, encabezada por Piñera, opere un retroceso en materia de relaciones internacionales y coloque a Chile en los alineamientos automáticos con Washington, un campo en el que hoy en día sólo se ubican los gobiernos de México, Colombia y, en menor medida, Perú y Costa Rica.
Por añadidura, está por verse si el populismo derechista de Piñera no se traduce en una vuelta al poder de antiguos personeros de la dictadura y si el empresario no lleva la política nacional a niveles bufos –y trágicos, a fin de cuentas–, como lo hicieron en sus respectivos países dos personajes que se le parecen en más de un sentido: Fernando Collor de Mello en Brasil, y Silvio Berlusconi en Italia.
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