Juan Alberto Sánchez Marín / Rebelión
(Fotografía: minería de alta montaña en el Páramo de Las Hermosas, límite de los departamentos de Tolima y Valle del Cauca).
El tema de la minería ha venido haciendo estragos mediáticos en Colombia. Los libretistas de la ficción informativa y noticiosa nacional han estado encantados, y los medios para los que trabajan no han escatimado minutos para divulgar en lacrimógenas historias la dura realidad de los mineros. Historias de vida subidas de melodrama.
Porque nuestra idiosincrasia no da para los finales rosa al estilo de los 33 mineros chilenos de Piñera, los nuestros vuelan en pedazos por los aires oscuros de los túneles y se quedan atascados por siempre al otro lado del endeble agujero de la vida, o sea, muertos, y ni siquiera sirven para abrazos por entre un tubo o para circenses espectáculos políticos.
Las montañas son destripadas y, cómo no, cada hueco explota y pulveriza lo que tenga adentro. Son minas, literalmente, echadas por tierra.
En junio de 2003, 73 mineros murieron en una explosión en la mina de carbón San Fernando, municipio de Amagá, departamento de Antioquia. En Sardinata, Norte de Santander, a finales de enero de este año, una nueva explosión en la mina de carbón La Preciosa, ¡qué fea ironía!, dejó 21 muertos más.
Otros cinco mineros murieron una semana después tras otra explosión de gas metano en otro yacimiento carbonífero en Peñas del Boquerón, departamento de Cundinamarca, que se suman a los enunciados y a los 173 que en total perecieron durante el año pasado en explosiones parecidas en el país.
Pero resulta que el tema no es de lloriqueos ni de frases dichas de labios para afuera. Mineros muertos, heridos o inválidos, familias pobres y desamparadas, huérfanos del carbón e infantes hundidos en socavones, son sólo una parte de un problema que pareciera que el país descubre cada cierto tiempo, tragedia de por medio, y olvida en menos de lo que reabren las minas cerradas por el gobierno en medidas desviroladas o vuelven a hundirse en la tierra los miles de pobres que en Colombia no saben ni pueden hacer otra cosa.
Esta es la cara que escandaliza, que ocasiona santiguadas con exaltación en las fotos, golpes de pecho hipócritas en la televisión, pero que no le importa a nadie. Ni al estado con el disfraz del gobierno que tenga, ni a muchos del resto de colombianos que creemos que no vivimos hundidos aun más abajo del subsuelo.
La faz que importa, como siempre, no se ve. Las lentes de las cámaras están hechas para mirar sólo lo que los aturdidos ojos detrás quieren mirar. Y los ojos de los medios están hechos para no ver y los periodistas pululantes están contratados para no mostrar.
La otra parte del problema no la vemos porque es grande, grandísima, y demasiado importante. Es oculta porque despedaza al país, de verdad lo hace más miserable, pero también enriquece infinitamente a funcionarios de todos los ámbitos y niveles, medios de todos los caletres y coberturas, y riquísimos de bisoñé entero y no de medio pelo, que no son de aquí y sí son de allá, o que si son de aquí trabajan a sueldo para los de allá, los de las metrópolis, en el sentido colonial del término.
Es la megaminería a cielo abierto. Una práctica infame extendida en el país, que amenaza con propagarse cada vez más, con el beneplácito gubernamental y la aquiescencia del legislativo. Nada nuevo, claro está. Un funesto legado ancestral del despojo colonial en su forma económica más característica: el enclave.
Las transnacionales poseen más de 43 mil kilómetros cuadrados en concesión, un área tan grande como los departamentos de Boyacá y Cundinamarca juntos. Pero es apenas el comienzo. En los mapas de perfiles y proyecciones mineras figura casi todo el territorio nacional. No se escapan ni las llamadas zonas protegidas, las reservas estratégicas ambientales, como los páramos, por ley intocables, pero feriados por la gracia divina de Álvaro Uribe Vélez durante su gobierno, ni siquiera al mejor postor, sino a los peores: las empresas transnacionales. LEA EL ARTICULO COMPLETO AQUI
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