Parece que para las potestades europeas el indio sigue siendo el indio
aunque vaya en su avión presidencial, pero el imperio sigue siendo el imperio
aunque un negro sea su gobernante. Rostros del mundo que nos ha tocado.
William Ospina / El Espectador
(Colombia)
Gustav Janouch le preguntó un día a Franz Kafka si era verdad lo que
se decía en la empresa de seguros para la que trabajaba: que Kafka dedicaba sus
ingresos a pagarles asesoría jurídica a los empleados, para que pudieran
querellarse con la compañía. Kafka le contestó que como apoderado de la empresa
no podía defender a los empleados, pero que cuando veía que el empleado tenía
la razón, le ayudaba con su propio dinero para que tuviera un buen asesor
jurídico. Y añadió: “Lo que pasa es que el mundo ha caído de tal manera en
manos de los demonios, que muy pronto el que quiera hacer el bien tendrá que
hacerlo en secreto y a solas”.
Esta semana hemos visto ese fenómeno en un escenario global: cómo un
benefactor de la humanidad, que denuncia el modo como un gobierno espía a sus
ciudadanos, es tratado como un criminal y anda acorralado en los pasillos de un
aeropuerto sin saber a dónde correr, y los gobiernos de cuatro países por temor
al perseguidor, niegan el paso por su espacio aéreo a un jefe de Estado sólo
por la sospecha de que lleva con él al acusado. También el contraste entre la
dignidad de los gobiernos latinoamericanos y la indignidad y la obsecuencia de
unos gobiernos europeos que están hoy muy por debajo de su fama y de su
orgullo.
Da mucho qué pensar ese avión de un presidente indígena que no
encuentra por dónde cruzar los cielos del verano, al que no quieren recibir ni
en Fiumicino, ni en Charles de Gaulle, ni en Portela ni en Barajas, sólo por la
sospecha de que lleve en su cabina al hombre que reveló ese escandaloso
espionaje. Dan mucho qué pensar esos cielos cerrados ante la nave soberana de
un jefe de Estado, y da mucho qué pensar que sea precisamente un indígena la
víctima no de una ofensa, sino de un delito contra el derecho internacional.
En cambio no tiene que extrañarnos que la red de Internet, exhibida
por décadas como el tejido integrador del planeta, instrumento de aproximación
entre sociedades y culturas, puerto de acceso al océano de memoria acumulada de
la especie, y que nos hemos acostumbrado a ver como el cotidiano auxiliar de la
vida de millones de terrícolas, nos revele su cara oculta: la de un vasto
mecanismo de espionaje que husmea en los gustos y las inclinaciones de cada
individuo, registra el historial de sus exploraciones, graba mensajes, dibuja
el mapa de los ciudadanos, sus amistades, sus comunicaciones y sus
preferencias, y convierte la vida privada en un dosier que manosean y manipulan
funcionarios y empresas.
Conociendo los hábitos de la condición humana y las clásicas astucias
del poder, no sería raro que estemos marchando todos, dóciles y fascinados,
hacia una versión todopoderosa e hipertecnificada de la Gestapo y de la Santa
Inquisición. Bien dice la prudencia que los poderes de este mundo no dan tanto
a cambio de nada, y sabemos que los correos gratuitos, por ejemplo, se han ido
convirtiendo en espacios donde interviene sutilmente el mercado. Uno escribe un
mensaje privado sobre Samarkanda o Pernambuco, y al otro día encontrará
publicidad de Pernambuco y Samarkanda; uno habla de discos o de góndolas y
mañana tendrá su oferta musical o turística en el recuadro. Siempre hay alguien
interesado en quiénes somos, qué pensamos o qué queremos, por razones
comerciales o profesionales, y no podían tardar los que se interesaran en esos
asuntos tremendos o pueriles por razones morales o políticas. Cada internauta
va dejando su rastro inconfundible en la telaraña y no dejarán de aparecer las
criaturas de ocho patas que le siguen la pista.
El prometedor, el celebrado, el sorprendente, el decepcionante, el muy
pronto detestado Barack Obama prosigue su metamorfosis, tratando de convertirse
no en el que eligieron sus votantes, sino en el que toleraron el Pentágono y
las corporaciones. Si hubiera persistido en su voluntad de encarnar un nuevo
paradigma ético para los Estados Unidos y para el mundo, habría contribuido a
la distensión y a la convivencia, pero tal vez se habría ganado el odio de los
poderes del imperio, y hasta habría terminado padeciendo la suerte de Evo
Morales en su avión presidencial. Está experimentando en carne propia lo
difícil que es seguir siendo humano cuando se maneja el mayor poder de este
mundo, y puede terminar siendo ejemplo perfecto de la famosa sentencia: “El
poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Había llegado al poder para borrar el desprestigio en que la
administración de George Bush hundió a los Estados Unidos; para aliviar la
conciencia de un país arrastrado a la barbarie de invasiones militares
injustificadas, arrestos clandestinos, torturas infames y campos de
concentración por fuera de toda legalidad. Ahora justifica el espionaje sobre
sus ciudadanos, ordena las ejecuciones que obran aviones no tripulados, y
permite que recomience una política internacional conspirativa e irresponsable,
creyendo impedir así la pérdida de hegemonía de su imperio.
Pero América Latina lo mira con indignación, la opinión pública
mundial lo mira con asombro, Snowden recorre los pasillos ciegos del aeropuerto
de Moscú y, allá, lejos, en el mar del Japón, las armadas de Rusia y de China
realizan maniobras militares conjuntas por primera vez en mucho tiempo.
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