El fin de la Segunda Guerra Mundial significó una suerte de pacto entre los grandes poderes mundiales para no volver a enfrentarse, porque de hacerlo, les iba la vida en ello. Pero las guerras no han desaparecido de la faz del planeta, ni remotamente. Reflexiones a partir de dos experiencias de post-guerra
en Centroamérica: Nicaragua y Guatemala
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Terminada la guerra
/ volvió el soldado a casa, / pero no tenía ni un mendrugo. / Vio a alguien con
un pan. / Lo mató. / ¡No debes matar! /
dijo el Juez. / ¿Por qué no? / preguntó el soldado”.
Wolfgang
Borchert
Ilustraciones de Pawła Kuczyńskiego, artista gráfico polaco. |
Terminada
esa catástrofe que fue la Segunda Guerra Mundial (60 millones de personas
muertas y daños materiales incalculables, más todas las secuelas políticas,
sociales y culturales por varias generaciones), las grandes potencias
decidieron que nunca más se enfrentarían entre sí. Pasó ya más de medio siglo
desde ese entonces, y todo indicaría que la decisión se está cumpliendo. La
guerra es un fantasma que ya no se ha corporizado en lo que llamamos Primer
Mundo. Pero el Sur del mundo, la enorme mayoría de países y pueblos pobres y
excluidos de los beneficios del desarrollo, son quienes desde hace décadas
vienen pagando el precio de la paz del Norte desarrollado. Allí también muchas
de esas guerras (en general guerras civiles) llegan a su fin. Pero los procesos
post-conflicto difieren enormemente de lo que puede verse en el modelo de la
post Segunda Gran Guerra. Si en el Norte no volvió a ver enfrentamientos y se
entró en un camino de prosperidad económica, en el Sur la violencia y la
pobreza siguen siendo el común denominador, aunque formalmente terminen las
hostilidades bélicas.
De esto
pueden sacarse dos posibles conclusiones: 1) reflexionar
sobre la post-guerra lleva necesariamente a pensar en el por qué de la guerra,
su dinámica, su estructura; y de un modo más general, en el conflicto.
2) ¿Por qué la experiencia de post
guerra en el Norte fue tan distinta a lo que puede verse como períodos post
guerra en el Sur?
Para adentrarnos en el primer punto,
permítasenos citar extensamente al colombiano Estanislao Zuleta: "Pienso que lo más urgente cuando se
trata de combatir la guerra es no hacerse ilusiones sobre el carácter y las
posibilidades de este combate. Sobre todo, no oponerle a la guerra, como han
hecho hasta entonces casi todas las tendencias pacifistas, un reino del amor y
la abundancia, de la igualdad y la homogeneidad, una entropía social. En
realidad la idealización del conjunto social, a nombre de Dios, de la razón o
de cualquier cosa, conduce siempre al terror y, como decía Dostoievski, su
fórmula completa es "Liberté, égalité, fraternité... de la mort".
Para combatir la guerra con una posibilidad remota pero real de éxito, es
necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos
tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma, y que la
noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos. La
erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivencia no es
una meta alcanzable, ni deseable; ni en la vida personal -en el amor y la
amistad-, ni en la vida colectiva. Es preciso, por el contrario, construir un
espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y
desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro,
matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo"[i].
La guerra, o las manifestaciones
violentas en general, no son algo incidental, anecdótico. Hacen parte
fundamental del fenómeno humano. "La
violencia es la partera de la historia", pudo decir Marx sintetizando
esa dinámica. Claro que esto no debe llevar a pensar en un
"primitivismo" originario en virtud del que todo acto violento puede
ser justificado. He ahí las bases del totalitarismo, de cualquier ideología
supremacista.
Que el conflicto nos constituye es
un concepto de no fácil asimilación, al menos en la tradición
aristotélico-tomista y cristiana imperante en Occidente. El maniqueísmo de
"buenos" y "malos" sigue impregnando nuestra cultura. Para
Hegel, idea que retoma luego Marx, el conflicto, la lucha perenne de
contrarios, es la estructura de lo real, sin más. Tanto en la esfera individual
como en lo correspondiente a lo social, el fenómeno humano está atravesado por
un desgarramiento existencial. La imagen de un sujeto -individual o colectivo-
armónico y secularmente feliz no es sino mitología. El único paraíso es el
perdido. Y justamente la misma producción mitológica, en su sentido más amplio,
como constante en toda organización humana, no es sino la invocación a ese
estado por siempre perdido -y no recuperable- de completud gozosa donde no hay
lugar para las diferencias. El conflicto, el desgarramiento del que hablamos,
no es sólo golpe físico, cañonazo o metralla. Es la dimensión misma, el
horizonte en el que lo humano es, y asume las más diversas formas.
Aunque actualmente contemos con una
"ingeniería humana"
(¿lo humano puede ser producto de un tratamiento ingenieril?), una ética del
triunfalismo, del happy end (de la
que el american way of life es su
matriz) y una visión todavía positivista-darwiniana del ser humano; aunque la
consideración sobre la salud se siga haciendo a en lo fundamental partir de
referentes biológico-homeostáticos importando más lo que dice la tecnología sobre
lo que dice el sujeto que sufre;
aunque se haya proclamado pomposamente que la historia terminó, la gente sigue
en gran medida abrumada, angustiada, hablando,
protestando, y en muchos casos pobre, terriblemente pobre. Que hoy día no haya
referentes claros para dirigir esa protesta y viabilizar cambios, es otra cosa.
Pero el malestar sigue estando. ¿De qué otra cosa nos hablan, si no, las
expresiones espontáneas de una primavera árabe, el movimiento de indignados en
Europa o las actuales rebeliones en Brasil?
Mientras se siguen gastando 35.000
dólares por segundo en armamentos, consumiendo cantidades siempre crecientes de
drogas (legales e ilegales), aumentando los niveles de desigualdad entre ricos
y pobres y trepando las cifras de miserables indigentes en el mundo, no puede
menos que decirse que el conflicto, en tanto motor, está presente.
El conflicto -"ese fuego siempre vivo que une y desune" que ya
mencionaba el griego Heráclito hace más de dos milenios- debe entenderse como
oposición entre diferencias, como lucha entre disparidades, como
contradicciones estructurales. "Lo
real es contradictorio" [por tanto] "todo lo que existe merece desaparecer"[ii].
La negatividad, así entendida entonces, es fuente de movimiento, de
creatividad.
Todo lo humano está signado por esta
tensión originaria, por este conflicto estructural, en todo ámbito. Un paraíso
bucólico libre de diferencias, de antinomias, tal "situación pacífica sólo es concebible teóricamente, pues la
realidad es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad está
formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y padres [...], por vencedores y vencidos que se
convierten en amos y esclavos"[iii]. Léase
igualmente: ricos y pobres, Norte desarrollado y Sur subdesarrollado, o
dialéctica del Amo y del Esclavo, según la llamó Hegel en el capítulo IV de la
Fenomenología del Espíritu. Se hace más claro entonces el por qué de la
violencia como partera de la historia.
Toda esta multiplicidad de
contradicciones, todas en compleja concatenación, hacen a la riqueza de la
experiencia humana. Al menos de la experiencia humana de la que hoy podemos
hablar. La historia, las ciencias sociales -y también ¿por qué no?, la
filosofía y el arte- dan cuenta de esta realidad. Así, hasta ahora, desde el
hacha de piedra hasta el misil nuclear, y atravesados por la existencial
angustia de la finitud, los seres humanos hemos venido viviendo estos dos
millones y medio de años desde que nuestros ancestros descendieron de los
árboles.
Un presunto paraíso de comunismo
primitivo donde hubiera reinado la igualdad y la armonía no pasa de ser
hipótesis teórica y se pierde en la nebulosa de los tiempos. ¿Qué vendrá en un
futuro? Imposible saberlo; cómo seremos, cómo será la sociedad, si habrá
guerras, todo esto no dejan de ser apasionantes preguntas; pero nada podemos
aventurar. Tal vez pueda afirmarse que, aunque no sepamos hacia dónde va, la
historia no ha terminado, aunque cierto pomposo discurso conservador así lo
haya querido presentar recientemente.
Por lo pronto hoy, la guerra existe.
Y la consigna dominante pareciera seguir siendo, como decían los romanos del
Imperio: "si quieres la paz,
prepárate para la guerra". Aunque terminó la Guerra Fría que mantuvo
al borde del holocausto termonuclear a toda la Humanidad por espacio de varias
décadas, las guerras continúan. Nuevas y despiadadas guerras, con tecnologías
cada vez más mortíferas, con doctrinas militares más inhumanas poniendo en el
centro de los combates a la población civil, golpeando siempre en los países
pobres del Sur, dejando dolor y desolación a su paso. Pero más aún: con
procesos post guerra que reafirman las injusticias estructurales que, en vez de
achicarse con el tiempo, por el contrario crecen. Terminan las guerras…pero la
paz nunca llega.
Si el final de esa monstruosa
confrontación que fue la Guerra Fría hizo pensar -ilusoriamente, según vemos
ahora- que las guerras iban quedando en el pasado, que pronto serían sólo
triste historia, que se estaba entrando en el reinado de la paz y que, por
tanto, si había paz, debería haber desarrollo… ¡pues nos equivocamos!
II
En Europa terminó la Segunda Guerra
Mundial en 1945 e inmediatamente se hicieron dos cosas torales: se reactivó la
economía destruida y se revisaron las atrocidades cometidas, juzgándolas
debidamente, para no volver a repetirlas. Dicho en otros términos: Plan
Marshall y juicios de Nüremberg. De ambas se puede hilar fino, y se encontrará
que hay agendas ocultas, que hay fabulosos juegos de poder tras de las acciones
visibles. El Plan Marshall, en realidad, fue la conquista del Viejo Mundo por
los victoriosos capitales estadounidenses, principales ganadores y beneficiados
de la contienda; fue, en otros términos, el inicio de una clase dominante
global -que hoy se presenta triunfal como capitales planetarios-, y un freno a
la expansión del socialismo, representado en aquel entonces por la Unión
Soviética. Como sea, Europa se reactivó luego del desastre de la guerra,
recibiendo una inyección de capital fresco equivalente a lo que hoy serían
-calculando la depreciación histórica de la moneda- alrededor de 200.000
millones de dólares estadounidenses. ¿Recibieron los países centroamericanos
que quedaron igualmente devastados luego de sus recientes guerras internas
flujos similares de ayuda económica? Absolutamente: no.
Terminada que fuera esa barbarie en
que consistió el nazismo como intento de conquista para los capitales alemanes
de los espacios perdidos ante otras potencias europeas, las atrocidades que
cometieron fueron juzgadas por los ganadores de la guerra. Por tanto, hasta la
última piedra fue removida de la arquitectura nacionalsocialista que se había
levantado en Alemania en la década del 30. Las atrocidades cometidas en la
guerra (campos de exterminio, ideología supremacista aria, genocidio, torturas,
experimentos biológicos, etc., etc.) fueron juzgadas como crímenes de lesa
humanidad, imprescriptibles, vergüenza histórica para la Humanidad. Como tales,
entonces, fueron condenados sus responsables. Eso, por cierto, ratifica que la
historia la escriben los que ganan, pues nadie juzgó similares atrocidades
cometidas por los ganadores de Washington, que se permitieron descargar dos
bombas atómicas sobre población civil indefensa no combatiente en Japón cuando
la guerra ya estaba prácticamente terminada y no se hacía necesaria tamaña
barbaridad. Pero, como sea -más allá de la bochornosa parcialidad en juego-
hubo un trabajo de esclarecimiento histórico y un juicio ejemplar para quienes
cometieron excesos y violaciones a los derechos humanos. Y ahí están los ex
campos de concentración convertidos hoy en museos del horror, de lo que no debe
repetirse. De hecho, merced al trabajo de reparación histórica y continua
revisión de su pasado vergonzante, Alemania es hoy el país de toda Europa que
tiene menos presencia de grupos neo-nazis. ¿A quién se juzgó por los crímenes
de guerra en Centroamérica? Absolutamente a nadie; y si se hizo, como en
Guatemala, los factores históricos de poder se encargaron de rápidamente dar
marcha atrás con la condena. ¡Aquí no ha pasado nada!
En Nicaragua ya hace años que
formalmente terminó la guerra. Claro está que el promedio diario de muertes por
acciones político-militares violentas se redujo ostensiblemente (de 20 por día
-en el momento más álgido del enfrentamiento- a una cada tres días en la post
guerra). Pero no hay dudas que la violencia todavía impera; y más aún en la
zona y con la población que atravesó lo peor del conflicto. En Guatemala,
igualmente, hace ya años se firmó la Paz Firme y Duradera; es real que no ha
vuelto a haber enfrentamientos armados entre los grupos otrora combatientes: el
ejército y el movimiento revolucionario. Pero la paz está muy lejos de llegar
al país, y la impunidad sigue siendo una nota distintiva en la vida cotidiana.
El mismo Estado, a través del Ministerio Público, reconoció que 98% de los
ilícitos cometidos en el país nunca llegan a una sentencia condenatoria. La
paz, claramente, no es sólo la ausencia de combates.
Evidentemente pasar de la guerra a
la paz no es ni rápido ni sencillo. Y eso vale no sólo para Nicaragua o
Guatemala, nuestros ejemplos seleccionados. El epígrafe que abre el presente
texto pinta en forma magistral la dificultad de ese paso.
Ante este proceso de
"pacificación" universal que pareció vivirse al acabarse la Guerra
Fría cabe preguntar si realmente hoy asistimos a un cambio de fondo o todo fue
sólo una recomposición coyuntural. Por lo tanto, aunque en estos pasados años
se vio por todos lados a grupos guerrilleros deponiendo sus armas -por cierto
mucho más que ejércitos regulares reduciéndose-, la población militar continúa
(e inclusive sigue su tendencia creciente), la iniciativa de defensa
estratégica (guerra de las galaxias) nunca se ha detenido, y las hipótesis de
conflicto -alto secreto de Estado- siempre están presentes en la elaboración de
las geoestrategias de las potencias. Es cierto que no se continuó con la loca
carrera de acumulación de armas nucleares, pero de todos modos lo que existe
hoy sirve para destruir varias veces el planeta. ¿Fin de la Guerra Fría? Cuesta
creérselo…. La industria bélica sigue siendo, por lejos, el principal negocio
del mundo.
Convengamos entonces que, aunque
hablar de un período de paz general es, hoy por hoy, una quimera, al menos el
fantasma de la guerra nuclear no tiene el lugar de preeminencia de años atrás.
Siendo esto cierto, tanto en Nicaragua o Guatemala así como en el resto de
países subdesarrollados que vienen saliendo de situaciones sangrientas, ¿cómo y
cuándo el desarrollo?
Miremos antes las herencias que
quedaron. ¿Qué dejaron las pasadas guerras? Para la gran mayoría de las
poblaciones que la sufrieron, nada muy bueno. En Nicaragua, concretamente, el
conflicto bélico dejó una pérdida valorada -según la Corte Internacional de
Justicia de las Naciones Unidas- en 17.000 millones de dólares. Para un pequeño
país que en sus mejores épocas de bonanza económica tuvo un saldo exportable de
300 millones de dólares anuales, el deterioro ocasionado por la guerra le
significa varias décadas pérdidas. En Guatemala, el país más castigada en toda
Latinoamérica por la guerra civil sufrida estos años, la cauda de muertos llega
a 200.000, y la desaparición forzada de personas arroja la cifra de 45.000 (la
más alta de todo el continente). Las aldeas arrasadas en los pasados años (de
amplia mayoría indígena) son 669, y la población en general sufre aún una
cultura de silencio que evoca la guerra continuamente. La anulación de la
sentencia contra el general Ríos Montt no hace sino abonar esa cultura de
terror.
Por otro lado, en Nicaragua o
Guatemala, así como en los países que igualmente viven sus post-guerra y que
casualmente son todos pobres y atrasados, además de los daños materiales
directos nos encontramos con una cohorte de secuelas seguramente más terribles
aún: vidas perdidas, mutilados, huérfanos, viudas, poblaciones enteras
desplazadas, odio, miedo, resignación, culturas anómalas y enfermizas de
violencia, autoritarismo, beneficencia, inmediatismo. En otros términos, una
pérdida, un aplastamiento de derechos humanos que se torna sumamente difícil
superar. ¡Y no hay Plan Marshall ni juicios de Nüremberg!
III
Trabajar por la paz y el desarrollo
es un proyecto multifacético donde la reactivación económica es sólo un
elemento, que precisa forzosamente de otros componentes. Trabajar por la paz y
el desarrollo implica atender prioritariamente esos aspectos que, en
apariencia, al menos para la lógica neoliberal, no son redituables: factores
psicosociales de la población más golpeada -los desplazados, los
desmovilizados, los niños de la guerra, las mujeres desprotegidas-: la cultura
de la violencia que los marca, el asistencialismo en el que caen. Superar la
guerra es recuperar la propia historia, procesar los fantasmas que siguen
vigente, poder construir una perspectiva de futuro. Si no, se estará por
siempre pegado al trauma de la guerra, y así no habrá posibilidad alguna de
desarrollo.
De lo que se trata es de apuntar a
esas poblaciones víctimas desde siempre, víctimas históricas, para crear las
bases de un nuevo modelo de desarrollo, distinto al propuesto por el
neoliberalismo imperante, donde cuente a la vez el crecimiento económico y la
calidad de vida. Pero queda claro que sin una base económica reactivada y sin
justicia, es absolutamente imposible pensar en un cambio efectivo. Terminadas
las guerras de nuestros pobres países tercermundistas, nada ha cambiado en la
estructura. Sólo quedaron los muertos y la destrucción, reafirmándose la
cultura autoritaria y de impunidad.
"La
cosificación, la descalificación de lo subjetivo, es propio del modo de ser, de
carácter que predomina en las sociedades actuales". [Ello
genera crisis]. "La crisis ha
facilitado la emergencia de múltiples movimientos
sociales que, en una y otra forma, cuestionan las grandes
líneas de desarrollo de la civilización industrial, entre ellos: el
feminismo, el movimiento autogestionario, el ecologismo, diversas expresiones
libertarias y creativas en el campo de la salud mental, indicador privilegiado
de calidad de vida"[iv].
Es decir: la crisis sigue estando. El fin de las guerras no la ha remediado, y
además se tiene ahora el agravante que muchas de esas manifestaciones
antisistémicas que mencionaba la cita, quedan en la protesta más visceral que
en el planteamiento de transformación profunda de paradigmas.
Los problemas de la paz y el
desarrollo son especialmente candentes en los países pobres del sur. ("En los países en desarrollo no es la
calidad de la vida lo que corre peligro: es la vida misma"[v]).
Pero no por ello dejan de pertenecer al Norte poderoso. En última instancia,
mucho de la guerra y la pobreza del subdesarrollo del Sur tienen directamente
que ver con la opulencia del Norte. Paz y desarrollo son cuestiones
absolutamente globales.
Está claro que la calidad de vida no
puede establecerse sólo en virtud de factores cuantitativos. El homo economicus, patrón de toda la
sociedad moderna, definitivamente es parcial, y no sólo eso, sino
ideológicamente peligroso. La tecnocracia economicista a la que determinada
concepción de desarrollo nos ha llevado es insostenible. En nombre de ese
desarrollo se ha construido un mundo en el que el 20% más rico de la gente
registra ingresos por lo menos 150 veces superiores a los del 20% más pobre. En
nombre de ese desarrollo se produjeron los genocidios más grandes de la
historia, se esclavizaron continentes enteros, se devastó la naturaleza a tal
punto que nuestra propia vida está en peligro, se llegó al borde del holocausto
termonuclear, se llegó a tener la guerra como el principal negocio. Y la
historia no se detuvo: la depredación, el saqueo y afán de superioridad de unos
sobre otros continúa. Hoy, sin guerra nuclear a la vista, hay no menos de 20
frentes de batalla abiertos a lo largo del mundo; las armas las ponen los
fabricantes del Primer Mundo, los muertos…, ya se sabe. Y las post guerra en
esos desafortunados países no pasan de ser una buena oportunidad para que el
Norte siga haciendo negocios, vendiendo prótesis o reconstruyendo lo destruido.
Si un perro de un hogar término
medio del Norte come, en promedio anual, más carne vacuna que un habitante del
Sur; si el segundo medicamento más consumido en todo el mundo son las
benzodiacepinas (mordaza química leve); si todavía en la elaboración
geoestratégica de algunas potencias se concibe una Tercera Guerra Mundial o
guerras nucleares limitadas, evidentemente algo anda mal en la idea de
desarrollo que alienta todas estas sinrazones, y la perspectiva de la violencia
sigue siendo el motor. "La violencia
es la partera de la historia"… ¡Cuánta razón!
La calidad de vida, la excelente
calidad de vida -aunque entre los pobres lo que corra peligro sea la vida
misma- no es un lujo del Norte; debe ser una aspiración para todos los seres
humanos. En esa aspiración, el cuestionamiento de las guerras debe ocupar un
lugar de preeminencia. Desde un planteo freudiano ortodoxo podríamos llegar a
afirmar incluso que es imposible "excluir
la lucha y la competencia de las actividades humanas. Estos factores
seguramente son imprescindibles; pero la rivalidad no significa necesariamente
hostilidad: sólo se abusa de ella para justificar ésta"[vi].
Que el conflicto nos constituya no es justificación para esta degradación de la
calidad de vida a que asistimos cotidianamente. Por otro lado -y esto es lo que
nos llena de esperanza- ¿quién dijo que el sujeto humano está condenado por una
herencia biológica? ¿Quién dijo que la guerra es nuestro destino ineluctable?
IV
¿Cómo plantearnos seriamente la paz y el desarrollo? Con
las asimetrías descomunales que nos recorren, se hace muy difícil ver posibilidades
reales de ello, al menos dentro de las matrices actuales que rigen la aldea
global. Aunque el Primer Mundo no es precisamente un paraíso, la pregunta vale
más para el mundo subdesarrollado -que es la mayoría del planeta-; ahí están
los principales polos de insatisfacción y pobreza.
Permítasenos plantearlo con una
imagen plástica. Cuando visito por primera vez el área de intervención de un
proyecto post guerra en Nicaragua, específicamente el municipio de Pantasma, en
el departamento de Jinotega, al norte del país, voy a una de las comunidades
rurales alejadas (Patastillar) para hacerme una impresión preliminar. El camino
está en construcción, por tanto no podemos llegar con vehículos; hay que
caminar. Son dos horas de marcha por estrechas veredas de montaña tropical,
bajo lluvia torrencial y en medio del barro. Como hay posibilidades de que
aparezcan grupos rearmados van a la cabeza de la fila brigadistas de salud
desmovilizados de la ex-Resistencia Nicaragüense (la Contra), quienes conocen y
pueden negociar mejor con los actuales guerrilleros. En el Patastillar no hay
puesto de salud; va a tener lugar una jornada de vacunación y prestaciones
médicas generales en la escuela.
Me impresiona especialmente el
servicio odontológico: quien tiene algún problema bucal concurre para que un
dentista empírico, en el mejor de los casos le arranque la pieza dental mala, y
no más. Ya de vuelta hacia Pantasma, al intentar atravesar un río crecido con
las lluvias, la ambulancia se daña al mojársele el motor. Podemos salir del
agua con la ayuda de dos bueyes que nos remolcan, y luego debemos continuar el
camino a pie, pues el vehículo quedó dañado. Por supuesto, hay que caminar con
sumo cuidado, porque de salirnos mucho de la carretera podemos tener la mala
suerte de pisar una mina, herencia subterránea de la guerra. Todo esto es, sin
exagerar, la constante cotidiana de cualquiera comunidad beneficiada con el
proyecto post guerra (¿de reconciliación?). Caminar libre y tranquilamente por
allí no es fácil; y si alguien tiene un trastorno odontológico debe contentarse
con que le saquen el diente molesto. Claro que esto es todo un avance con
respecto a lo que allí sucedía en los peores momentos de la guerra. Por tanto,
¿se está entrando en un período de paz y desarrollo? ¿Podría afirmarse que sí
sin temor a equivocarnos?
La violencia que marca al mundo
moderno no termina de desaparecer. Por el contrario: crece (hipótesis de
conflicto de guerras nucleares limitadas, por ejemplo). Las Naciones Unidas,
que se supone están para garantizar la paz mundial, aprobaron la intervención militar en Irak pese a que ya había
terminado la Guerra Fría. Y en las naciones pobres que están saliendo de sus
conflictos bélicos vivir todavía es peligroso
(porque se puede pisar una mina, porque todavía operan los irregulares armados,
porque enfermarse es un riesgo). Tal vez unos años atrás la vida era más
peligrosa todavía; en ese sentido ha habido un mejoramiento. Quizá
definitivamente haya que entender el desarrollo de esa manera: pequeños, muy
pequeños pasos con los que la calidad de vida va mejorando. La idea quizá
mesiánica del gran cambio, la revolución salvífica hoy, después de las
recientes experiencias históricas de socialismo real, quizá deba replantearse.
Ello, en todo caso, indica la urgente necesidad de revisar críticamente los
supuestos con que se pretende transformar el mundo, generando así nuevas
propuestas. ¿Cómo es posible que hoy arrastre más gente un telepredicador que
un sindicato? ¿Por qué en estos últimos años no se ha podido pasar de
explosiones espontáneas (primavera árabe, movimiento de indignados, etc.) que,
en definitiva, no le hacen mella al sistema? Pero de todos modos, no podemos
conformarnos con esas migajas ínfimas de suponer que "no estamos tan mal
porque podríamos estar peor". En Guatemala no hay guerra, pero la cultura
de impunidad y corrupción imperante recuerda que la guerra es siempre una
consecuencia de ese clima de injusticia histórico. ¿Se está mejor hoy porque el
número de muertos diarios bajó de 20 a 13?
Si la posibilidad de la guerra sigue
estando presente entre todos los
seres humanos (en el documento Santa Fe II -principio fundacional de la
política neoconservadora de los principales factores de poder en Estados
Unidos- es su eje), en el Tercer Mundo su posibilidad se acrecienta mucho más
aún; por este mar de fondo de violencia contenida, por situaciones concretas de
miseria extrema. ¿Por qué el África subsahariana vive en guerra casi perpetua?
¿Nacen genéticamente amantes de la guerra sus habitantes? Obviamente no. Por el
contrario, se expresan ahí las contradicciones de un mundo que sigue teniendo
en la brutalidad y la explotación inmisericorde su principal motor.
La vida, aunque a veces uno pueda
cuestionarse si merece la pena vivirla, aunque no sea precisamente lecho de
rosas, vale; y vale mucho. Pero el desarrollo que ha ido tomando la Humanidad
llevó a esta situación trágica en donde buena parte de ella vive en situaciones
tan tremendas que llegar al fin de la jornada sano y salvo es una aventura (porque
en el transcurso del día puede morir de hambre, de sed, por falta de sistemas
de salud, porque pisó una mina, asesinado por cualquier banda impune al
servicio de los grupos de poder, porque lo picó una víbora y no había suero
antiofídico). Alguna vez el Premio Nobel de Literatura, el guatemalteco Miguel
Ángel Asturias, dijo que en su país sólo borracho se podía vivir. ¿Será que
embriagarse es efectivamente un buen camino para evadir un poco estas
realidades tan asfixiantes? La cultura de la resignación es una forma
(enfermiza) de afrontar esa realidad tremendamente dura. "Dios quiere angelitos", puede escucharse en la población
rural de Nicaragua o Guatemala acostumbrada a tener casi siempre algún hijo
muerto por las condiciones de dureza en que vive. La guerra, allí, se vive día
a día.
La miseria en el Tercer Mundo atenta
contra la vida, y de un modo dramático contra su expresión
"espiritual", aunque esto, por prejuicios que debemos combatir de la
manera más enérgica, no pareciera tener gran relevancia. Valga este ejemplo: en
el momento de la desmovilización de la Resistencia Nicaragüense, OPS/OMS
realizó una consultoría sobre el estado de salud psicológico de la tropa
desarmada[vii].
Se constató ahí una prevalencia de trastornos post traumáticos del orden del
23% (casi un cuarto de los más de 20.000 desmovilizados). Se hicieron las
recomendaciones del caso al Ministerio de Salud. De todo ese contingente un
tercio se reinsertó en el departamento de Jinotega, zona por excelencia de los
combates y de la militarización del país (donde está la aldea antes
mencionada). Y curiosamente ese departamento ¡no tiene equipo de salud mental para poner en práctica la
recomendación! No hay duda que la miseria condena a estar resignado. Es obligado que una comunidad que está
saliendo de una experiencia tan traumatizante como la que se vivió en Nicaragua
recientemente, necesita velar por su salud "espiritual". Pero la
miseria impide ver estas cosas; o, al menos, entre la clase dominante, eso no
interesa.
Algo similar puede decirse del caso
guatemalteco: la impunidad recorre la historia del país de cabo a rabo,
habiendo generado una cultura de transgresión que ya está normalizada,
justificada. Quien fuera el principal conductor de los momentos más álgidos de
la guerra, el general José Efraín Ríos Montt, bajo cuyo mando se produjeron las
más sangrientas masacres del conflicto interno, posteriormente fundó un partido
político y fue Presidente del Poder Legislativo, gozando de las más absoluta
impunidad. Años después, cuando la dinámica política del país lo pudo sentar en
el banquillo de los acusados como autor de crímenes de lesa humanidad, el
juicio transparente que se le siguió lo sentenció como criminal de guerra, pero
de inmediato los factores de poder para quien dirigió esas operaciones
militares lo rescataron e hicieron anular la sentencia. ¿Se puede construir así
una sociedad pacífica y respetuosa, confiada en las leyes y en la racionalidad?
Sin dudas, la post guerra en los países pobres tiene más de "guerra"
que de "post".
Si se ha vivido siempre resignado,
amordazado, sufriendo, se puede seguir haciéndolo. Para la lógica dominante
(para los grupos de poder dominantes) eso hasta tiene forma de imperativo. Si
se ha vivido siempre así… ¡¿por qué cambiarlo?! Y en el peor de los casos, la
guerra es una salida siempre presente como posibilidad.
Por todo lo dicho puede entenderse
entonces que la paz es posible muy limitadamente. Mientras existan
contradicciones antinómicas tan marcadas, mientras las diferencias sean tan
irritantes, la posibilidad de una explosión fulminante está siempre presente.
Hoy existe un clima de "paz" relativo (por lo menos no parece
inminente una guerra nuclear de exterminio masivo). Pero la sociedad global
sigue siendo un hervidero. Aunque no haya dirección clara en las explosiones
sociales que se registran por ahí (las cuales son muchas, aunque no conmocionen
al sistema en su conjunto) el malestar de fondo está. "¡Que se vayan todos!", era la expresión casi desesperada
de los argentinos en el 2001, cuando defenestraron al por entonces presidente
Fernando de la Rúa. Lo mismo podría decirse que levantan -quizá sin
pronunciarlo explícitamente- muchos alzamientos espontáneos que vemos recorrer
el mundo. El gasto incesante que las clases dominantes hacen en armas no es,
precisamente, para fomentar la paz. Las armas están para ser usadas. ¡Y se
usan!
V
¿Qué pasa con el desarrollo? Diría
que, por ejemplo, en la comunidad de El Patastillar habrá desarrollo cuando
tener un problema odontológico sea algo fácilmente solucionable. Porque no
poder hacerse un tratamiento de conducto, o no poder salir de la casa porque el
río está crecido, aleja de la buena calidad de vida. En Guatemala habrá habido
desarrollo cuando presentar una denuncia policial pueda servir de algo y el
linchamiento deje de ser visto como "justicia popular" ante la falta
de respuesta del Estado y la desesperación de la población.
En Nicaragua y en Guatemala pasó la
guerra; en muchos puntos de Latinoamérica pasó, al igual que en ciertas zonas
de África, o de Asia. Entonces, todas las aldeas -pequeñitas y numerosísimas-
homólogas al Patastillar que pueda haber por allí, ahora que no se sobresaltan
y angustian al ritmo de los cañonazos y tableteos de ametralladoras ¿cómo
entrarán a la senda del desarrollo?
Por un lado, restañando las heridas
de la guerra y devolviendo confianza en las instituciones (¿juicios de
Nüremberg?), fomentando una cultura que supere la impunidad crónica. Es decir,
sanando heridas que no son sólo materiales, que a veces son más paralizantes
que los daños físicos. Si esto se consigue, ¿cómo se construye el puente, se
levanta la unidad odontológica integral, se supera la cultura del
asistencialismo de que es preso cualquier refugiado o repatriado, se reemplaza
la cultura de la violencia que sigue estando presente en cada mina todavía
enterrada o en cada guerrillero/delincuente que no pudo producir su proceso de
reinserción civil? Definitivamente, el desarrollo es una compleja suma de
factores. Si se sigue viviendo con miedo y con el fantasma de la guerra siempre
presente, es muy difícil cuando no imposible pensar en un desarrollo genuino.
Para ello no pareciera alcanzar la
llamada cooperación internacional. Según escribía críticamente Luciano Carrino:
"En el plano político la cooperación
representa la voluntad de una parte de las poblaciones de los países ricos de
luchar contra racismos, la pobreza, la injusticia social y mejorar la calidad
de vida y las relaciones internacionales. Una voluntad que los grupos en el
poder tratan de voltear en su provecho [pues] la cooperación para el desarrollo
humano persigue objetivos oficialmente declarados pero sistemáticamente
traicionados (…) Los
datos sobre el uso global de los financiamientos de la cooperación parecen
demostrar que menos del 7% total de las sumas disponibles es orientado hacia la
ayuda a dominios prioritarios del desarrollo humano. El resto sirve para
objetivos comerciales y políticos que van en el sentido contrario."[viii] Habrá que
probar otros caminos entonces.
El
fin de la Segunda Guerra Mundial significó una suerte de pacto entre los
grandes poderes mundiales para no volver a enfrentarse, porque de hacerlo, les
iba la vida en ello. Pero las guerras no han desaparecido de la faz del
planeta, ni remotamente. En el Sur es donde las seguimos sufriendo. Ahora bien:
con el "pesimismo de la
inteligencia y el optimismo de la voluntad" que la situación requiere, como
reclamaba Gramsci, creamos firmemente y hagamos lo imposible para que ese
supuesto destino ineluctable no se termine concretando. Y mientras procesamos
nuestras post guerras (pero… ¿realmente terminaron?), sigamos apostando por
algo más que la sobrevivencia. Como dijera el subcomandante Marcos, hagamos
nuestra la idea, quizá no pacifista, pero sí humana, de poder llegar a empuñar "las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean
necesarios los ejércitos", es decir, un mundo
donde nadie tenga que cuidar "su" propiedad atentando contra la vida de otro.
[v] Luciano Carrino. “Notas sobre la Salud Mental
de Base”. Bucarest, 1992
[vi] Sigmund Freud “El malestar en la cultura”,
en Obras Completas, T. III, Madrid, 1973.
[vii] Marcelo Colussi “Salud Mental en el Proceso de
Desarme y Desmovilización de la Resistencia Nicaragüense - OPS/OMS”.
Managua, 1990.
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