Juan Manuel Santos acaba de desperdiciar una oportunidad de oro para
demostrar no sólo que es un hombre inteligente, sino también que es un
estadista.
William Ospina / El Espectador
(Colombia)
Ante las justas protestas de los campesinos del Catatumbo, abandonados
por décadas de negligencia estatal en manos de las guerrillas, de los
paramilitares, de las multinacionales, de la minería salvaje y de los rigores
del clima; ante el clamor de unos campesinos que reclaman inversión social y
una zona de reserva campesina aprobada por la Constitución, que muchos
consideran la solución a algunos de los problemas del campo colombiano, Santos,
con la arrogancia de la vieja aristocracia, con la soberbia clásica de los
gobernantes de este país, está permitiendo que una crisis de días se convierta
en un problema humanitario de mayores proporciones.
Tenía la oportunidad de decir a los manifestantes: “Todavía no sabemos
cuáles puedan ser las ventajas y las desventajas de esas zonas de reserva
campesina, pero esta es una excelente oportunidad de poner a prueba un proyecto
piloto con inversión pública, presencia del Estado y vigilancia de los medios y
de la comunidad internacional, para que no se diga que estas decisiones sólo
las podemos tomar de acuerdo con las guerrillas y después de largas discusiones
con ellas. En breve tiempo podremos ver si es verdad, como dicen sus
adversarios, que se pueden convertir en focos de conflicto, o si, como dicen
sus defensores, permiten el desarrollo de una economía comunitaria que por fin
ayude a los campesinos a salir del aislamiento y de la miseria, y los incorpore
a la sociedad y a la modernidad”.
A lo mejor esa decisión permitiría trabajar conjuntamente con los
campesinos en crear un laboratorio de solución de conflictos donde es más
importante: a nivel local. Porque tal vez tanto el Gobierno como la guerrilla
se equivocan pensando que la paz se puede construir primero en papeles en una
mesa y después trasladarla mecánicamente a las provincias.
La paz se construye con la comunidad, allí donde están los problemas:
la necesidad de una economía familiar, la necesidad de una agricultura
integrada a los desafíos de la época, la necesidad de un modelo de seguridad
del que formen parte la confianza ciudadana, la opinión de las personas y las
oportunidades reales de progreso.
Es, por supuesto, urgente que las armas se silencien y que este
maligno conflicto de 50 años, nacido de la arrogancia del poder y del desamparo
de las comunidades, un conflicto que se ha ido degradando y envileciendo por la
dinámica normal de una guerra bárbara y eterna, termine por fin, para sosiego
de los humildes hogares campesinos que lo padecen, de las jóvenes generaciones
que son inmoladas en él, y para que puedan arrancar la modernización y la
prosperidad del país.
Santos no debería desconfiar tanto de sus propias decisiones. Está
dialogando en La Habana con los insurgentes, pero teme que sus críticos desde
el guerrerismo lo acusen de ser débil, por hacerles concesiones a unos
campesinos que es evidente que han padecido no sólo la guerra, sino el modo
insensible y arrogante como se gobernó el país por todo un siglo.
Debería no poner a depender todo de la negociación. Aquí muchos saben
que si el Estado, por su propia iniciativa, hubiera tomado la decisión de
modernizar el campo y de abrirles un horizonte de justicia a millones de seres
humildes en toda la geografía nacional, no tendría que estar pactando ahora
cosas tan elementales con unos ejércitos insurgentes.
Yo creo que el Gobierno colombiano representa muy parcialmente a la
sociedad colombiana, pues aunque es elegido por millones de personas, suele
gobernar para los intereses de muy pocos. Pero aun así, creo que el Gobierno
representa a muchas más personas que la guerrilla: en esa medida está en la
facultad de tomar grandes decisiones benéficas por sí mismo, y si no lo ha
hecho históricamente ha sido por torpeza, por ignorancia, por soberbia o por
desprecio a la comunidad.
Además, ¿por qué creer que se les están haciendo concesiones a las
personas? El país es de la gente. La decisión de ayudarles a los pobres a vivir
mejor, la decisión de escuchar sus clamores de angustia, y de manejar con
serenidad y con respeto sus estallidos de desesperación, no es debilidad, es
fortaleza. Significa que el Gobierno sabe que está gobernando para resolver
problemas, no para satisfacer su arrogancia.
Gentes que lo han tenido todo, como las que nos gobiernan, no saben lo
que es estar en el desamparo, en la falta de horizontes, en la tiniebla de la
incertidumbre y de la soledad. ¿Por qué mirar siempre el dolor de los pobres,
que los lleva a afrontar a veces riesgos tremendos, como una expresión de
maldad, como algo que obedece siempre a un libreto infernal? Pobre democracia
la que obedece a semejantes prejuicios, y la que se eterniza en esas
terquedades y en esas arrogancias.
Juan Manuel Santos ha desperdiciado una oportunidad de mostrarse
generoso, de mostrarse estadista, de mostrar que es capaz, si no de sentir, por
lo menos de imaginar el estado de postración en que vive el pueblo al que
gobierna. Pero a lo mejor todavía está a tiempo de asumir una actitud más
inteligente. En vez de esperar que, uno tras otro, le estallen los incendios de
la inconformidad popular, que el país se reviente entre sus manos como el arco
del viejo rey nórdico, podría asumir esta posición que me parece la más
sensata.
No se le ha ocurrido a él. Pero también saber escuchar forma parte del
arte de gobernar.
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