Estamos en medio de una transición estructural que va de una
economía-mundo capitalista que se desvanece a un nuevo tipo de sistema. Pero
ese nuevo tipo de sistema podría resultar mejor o peor. Ésa es la real batalla
en los próximos 20-40 años.
Immanuel Wallerstein / LA
JORNADA
Al persistente nuevo levantamiento en Turquía le siguió uno aún más
grande en Brasil, que a su vez fue seguido por otro menos difundido, pero no
menos real, en Bulgaria. Por supuesto, no fueron los primeros, sino meramente
los más recientes en una serie en verdad mundial de tales levantamientos en los
últimos años. Hay muchas formas de analizar este fenómeno. Los veo como un
proceso continuado de lo que comenzó como la revolución-mundo de 1968.
Con toda seguridad, cada levantamiento es particular en sus detalles y
en la compenetración interna de las fuerzas en cada país. Pero hay ciertas
similitudes que deben apuntarse, si es que pretendemos hacer sentido de lo que
está ocurriendo y decidir lo que deberíamos hacer todos nosotros como
individuos y como grupos.
El primer rasgo común es que todos los levantamientos tienden a
empezar con muy poco –un puñado de gente valerosa que se manifiesta en torno a
algo. Y luego, si prenden, lo cual es en gran medida impredecible, se vuelven
masivos.
De pronto no es sólo el gobierno que está bajo asedio sino, hasta
cierto punto, el Estado como Estado. Estos levantamientos son una combinación
de aquellos que llaman a remplazar al gobierno por uno mejor y aquellos que
cuestionan la mera legitimidad del Estado. Ambos grupos invocan la democracia y
los derechos humanos, aunque las definiciones que brinden de estos dos términos
sean muy variadas. En general, la tonalidad de estos levantamientos comienza
del lado izquierdo de la arena política.
Por supuesto, los gobiernos en el poder reaccionan. Cada uno intenta
reprimir el levantamiento o intenta apaciguarlo con algunas concesiones, o
intenta ambas respuestas. Con frecuencia la represión resulta, pero en
ocasiones es contraproducente para el gobierno en el poder, y atrae más gente a
las calles. Las concesiones funcionan con frecuencia, pero algunas veces son
contraproducentes para el gobierno, y conducen a que la gente en la calle
escale sus demandas. Hablando en general, los gobiernos intentan la represión
más que las concesiones. Y, por lo general, la represión tiende a funcionar en
un relativamente corto plazo.
El segundo rasgo común de estos levantamientos es que ninguno continúa
a gran velocidad por demasiado tiempo. Quienes protestan se rinden ante las
medidas represivas. O se ven cooptados, hasta cierto punto, por el gobierno. O
los desgasta el enorme esfuerzo requerido para las manifestaciones continuadas.
Este desvanecimiento de las protestas abiertas es absolutamente normal. Esto no
indica el fracaso de las mismas.
Ése es el tercer rasgo común de los levantamientos. Sea como sea que
llegue a su fin, nos brindan un legado. Han cambiado en algo la política del
país, y casi siempre para mejorar. Han puesto en la agenda pública un asunto
importante, como por ejemplo las desigualdades. O han incrementado el sentido de
dignidad de los estratos bajos de la población. O han incrementado el
escepticismo en torno a la verbosidad con la que los gobiernos tienden a
enmascarar sus políticas.
El cuarto rasgo común es que, en todos los levantamientos, muchos de
los que se unen, en especial si se unieron tarde, no lo hacen para profundizar
los objetivos iniciales, sino para pervertirlos o para impulsar hacia el poder
político a grupos de derecha, diferentes de quienes están en el poder pero de
ningún modo gente más democrática o que impulse los derechos humanos.
El quinto rasgo común es que todos se ven embrollados en el forcejeo
geopolítico. Los gobiernos poderosos fuera del país en el que ocurre el
desasosiego trabajan duro, aunque no siempre con éxito, para ayudar a que los
grupos que le son favorables a sus intereses se hagan del poder. Esto ocurre
con tanta frecuencia que, por ahora, una de las cuestiones inmediatas acerca de
un levantamiento particular es siempre, o debería ser siempre, cuáles serán las
consecuencias para el sistema-mundo como un todo. Esto es muy difícil, dado que
las consecuencias geopolíticas potenciales pueden conducir a que alguien quiera
ir en dirección opuesta a la inicial dirección antiautoritaria.
Finalmente, recordemos que en esto, como en todo lo que ocurre ahora,
estamos en medio de una transición estructural que va de una economía-mundo
capitalista que se desvanece a un nuevo tipo de sistema. Pero ese nuevo tipo de
sistema podría resultar mejor o peor. Ésa es la real batalla en los próximos
20-40 años, y el cómo nos comportemos aquí, allá o en todas partes deberá
decidirse en función de esta importante batalla política fundamental a nivel
mundial.
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