La política que demandan estos tiempos, en efecto, es el arte de
crear las condiciones que hagan posible lo que ya es necesario: encarar los
males de la falsa erudición con el conocimiento de la naturaleza de nuestro
medio y de nuestra gente, para construir una civilización nueva, capaz de
enfrentar y derrotar a la barbarie en que se desgrana el mundo que hemos
conocido.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Panamá
“No hay batalla
entre la civilización la barbarie, sino entre la falsa erudición y la
naturaleza.”
José
Martí, 1891.[1]
I
La naturaleza no es en sí
misma capital natural. Su aprovechamiento por parte de los humanos sólo ha
estado dedicado a la producción de ganancias y la acumulación de capital a lo
largo de los últimos cinco siglos, a partir del desarrollo del capitalismo como
sistema de escala planetaria, mediante la formación y las transformaciones del
primer y único mercado mundial que ha conocido la Humanidad. En esta
perspectiva, cabe entender a iniciativas como el Pago por Servicios Ambientales
y la promoción de la llamada economía verde como medios para transformar en
capital natural el patrimonio natural aún no incorporado a la economía de
mercado, en el marco de la crisis ambiental generada por las modalidades de
intervención en los ecosistemas dominantes en el capitalismo.
Estas iniciativas apuntan a la
organización de mercados de servicios ambientales, que pasan a constituirse a
su vez en un subsistema del mercado mundial. Dicho subsistema ambiental tiene
como función fundamental poner a disposición del capital condiciones naturales que
son imprescindibles para su funcionamiento. Esas condiciones de producción incluyen, además del acceso a los elementos
naturales imprescindibles para toda producción – agua, aire, tierra y energía
-, la formación de la fuerza de trabajo capaz de transformar esos elementos en
recursos para otras actividades productivas o en bienes de consumo, y la
organización del espacio en que esas actividades tienen lugar.[2]
La organización de los
procesos necesarios para la producción de esas condiciones de producción es una
responsabilidad fundamental del Estado, y la forma en que cada Estado la ejerce
expresa el carácter de sus relaciones con su propia sociedad. Así, por ejemplo,
el Estado puede asumir el monopolio de todas las funciones relacionadas con la
producción de esas condiciones y con el acceso a las mismas de otros
productores – como ocurre en el caso de la provisión de los servicios
ambientales que ofrece la Cuenca del Canal de Panamá. Pero también puede puede transferir
por completo esas funciones a operadores privados, reteniendo para sí algunas tareas de regulación
y control, como ocurre en la gestión de esos servicios en el resto del país.
Entre ambos extremos,
naturalmente, hay múltiples combinaciones posibles. Sin embargo, en todos los
casos el Estado conserva una función de intermediación política entre todas las
partes involucradas, la cual puede ir desde la gestión de conflictos por vía de
la negociación, hasta la represión de expresiones de descontento asociadas a los
mismos. Lo esencial, en todo caso, es que el éxito o el fracaso del Estado en
el cumplimiento de esa función dependerá de la relación general de fuerzas – o
debilidades – que se derive del grado de desarrollo cultural y organizativo de
cada una de las partes, incluyendo por supuesto a las agencias gubernamentales
directamente implicadas. Dado que todos estos elementos son el producto de
complejos procesos de formación y transformación a lo largo del tiempo, su
análisis en perspectiva histórica puede aportar valiosos elementos de juicio
respecto a la viabilidad y la eficacia de las diversas opciones para la
creación de mercados de servicios ambientales en nuestros países.
II
Aquí conviene una precisión.
Mientras en el resto de Occidente las abreviaturas AC y DC sirven para ordenar
el tiempo en un antes y un después del nacimiento de Cristo, entre nosotros
sirven además para ordenar nuestra
propia historia en sus dos momentos fundamentales: antes y después de la
Conquista europea. Así, la extraordinaria complejidad ambiental, social y cultural
de nuestra América tiene su origen en el siglo XVI, cuando la región se vio
incorporada al proceso de formación del moderno sistema mundial como proveedora
de alimentos y materias primas, y como espacio de reserva de recursos naturales.
Esa modalidad de inserción definió a su vez una estructura de larga duración
que opera con tiempos y modalidades distintas en cuatro sub regiones
diferentes, y en todos los planos de la interacción entre los sistemas sociales
y naturales presentes en cada una de ellas.
Esas subregiones tomaron forma de
acuerdo a la presencia de distintas modalidades básicas de organización de las interacciones
entre los sistemas sociales y naturales en el espacio americano. Una se
articuló a partir del trabajo esclavo, asociado sobre todo – pero no
exclusivamente – a actividades de plantación; otra, a partir de distintas modalidades
de trabajo servil, destinado sobre todo a la producción de alimentos y a la
explotación minera, y otra más toma forma a partir de migraciones europeas a
espacios con bajas densidades de población indígena, donde se desarrollan
economías agroganaderas y tiene lugar un vasto proceso de mestizaje. A esas
tres se agrega, por último, un conjunto de espacios que escapan a la
articulación directa en el mercado mundial durante un período más o menos
prolongado, y se convierten en zonas de refugio de poblaciones indígenas,
afroamericanas y mestizas desplazadas por la Conquista, o que se resisten a
ella.
La primera de esas regiones tiene,
así, un claro carácter afroamericano, asociado con frecuencia a una gran
debilidad organizativa de los sectores más pobres; en la segunda, indoamericana,
persisten a menudo importantes tradiciones de organización campesina y
comunitaria, mientras la tercera suele ser identificada como una suerte de
euroamérica mestiza. La cuarta, sin embargo, sin tradiciones relevantes de
producción para un mercado que en el mejor de los casos sólo ha tenido una
importancia complementaria en sus actividades productivas, pasó a constituirse en
una frontera interior de recursos sometida a una constante presión por parte de
las otras tres, con el objetivo de impedir su estructuración como zona de
refugio, primero y – sobre todo de mediados del siglo XIX en adelante -, con el
de ampliar las fronteras interiores de economías agroexportadoras, después.
Esas regiones, ciertamente,
constituyen una realidad en constante transformación. Así, el tránsito del
siglo XIX al XX es testigo de la formación, mediante la Reforma Liberal, de
mercados de trabajo y de tierra mediante
procesos masivos de expropiación de territorios sometidos a formas no
capitalistas de producción, para crear
las premisas indispensables a la apertura de la región a la inversión directa
extranjera y la creación de economías de enclave en el marco del Estado Liberal
Oligárquico. Los ciclos posteriores – populista, desarrollista y neoliberal –
marcarán el camino hacia el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.
Hoy asistimos al proces de
incorporación de las últimas fronteras de recursos a la economía global. Esto
explica la creciente importancia que adquieren en nuestras sociedades los conflictos
de origen ambiental, esto es, aquellos que surgen del interés de grupos
sociales distintos en hacer usos excluyentes de los recursos de un mismo
ecosistema. Por lo mismo, esos conflictos
no se reducen al enfrentamiento entre ricos y pobres, mestizos e indígenas,
grupos rurales y urbanos, o capitalistas nacionales y extranjeros, sino que
expresan todo eso y mucho más.
La ampliación de las últimas
fronteras de recursos de América Latina, asociada a la inversión masiva en
megaproyectos de infraestructura tiene hoy características inéditas. Así, por
ejemplo, a diferencia de lo ocurrido entre mediados del siglo XIX y comienzos
del XX, en ella se combinan el interés de burguesías nacionales y sus Estados -
que entonces estaban apenas empezando a formarse -, con el de empresas
transnacionales de una complejidad sin precedentes.
Ese proceso, además, opera en una
circunstancia de crisis ambiental a escala planetaria, que demanda el fomento
de procesos de producción de condiciones de producción de alcance global con
apoyo técnico, financiero y político de instituciones financieras
internacionales. En esa circunstancia, el proceso de transformación del
patrimonio natural en capital natural aparece asociado a la formación de una
fracción “verde” del capital transnacional y nacional, que opera en una
relación de conflictividad creciente tanto con las fracciones extractiva, agraria
e industrial tradicionales, como con los nuevos movimientos de resistencia
social a la expropiación del patrimonio colectivo y el deterioro de las
condiciones de vida de los habitantes de esas fronteras de recursos.
Todo esto plantea problemas de un
tipo nuevo en la historia de nuestra región, que no pueden ser encarados con la sola defensa de las
relaciones no capitalistas de producción que ese desarrollo pone en crisis. Es
necesario, en cambio, comprender esas transformaciones en su relación con el
proceso infinitamente más amplio y complejo de la crisis del capitalismo a
escala del planeta entero, del mismo modo que es indispensable entender esa
crisis global desde nuestra circunstancia entera, sin oponer el mundo rural al
urbano, sino y sobre todo entendiendo la relación entre ambos, y los modos en
que cabe orientar la transformación por la que atraviesan, para ir guiándolos
“en junto”
para llegar, por
métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde
cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la
Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden
con sus vidas.[3]
Ese “estado apetecible” será el
producto de un desarrollo que será sostenible por lo humano que llegue a ser.
Allí, las condiciones de producción que hoy produce el capital para sí mismo
mediante prácticas que degradan a un tiempo a los trabajadores y al objeto de
su trabajo, pasarán a ser producidas por todos, y para el bien de todos. De lo
que se trata no es de defender un pasado cuyo tiempo de pasar ha llegado, sino
de construir las bases de un futuro queya va siendo imprescindible si deseamos
sobrevivir como la especie que somos.
Vistas las cosas así, debería resultar evidente que no estamos
ya ante desafíos meramente tecnológicos o económicos, sino esencialmente
culturales, esto es, de cultura en ejercicio. Y puesto que estamos ante ese
desafío, es bueno recordar que si bien el sentido común de la vieja cultura nos
advertía que la política era el arte de lo posible, el buen sentido de la
cultura que emerge de las luchas de nuestros pueblos nos advierte otra cosa. La
política que demandan estos tiempos, en efecto, es el arte de crear las
condiciones que hagan posible lo que ya es necesario: encarar los males de la
falsa erudición con el conocimiento de la naturaleza de nuestro medio y de
nuestra gente, para construir una civilización nueva, capaz de enfrentar y
derrotar a la barbarie en que se desgrana el mundo que hemos conocido.
Panamá, junio – julio 2015
NOTAS:
[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero
de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI,
17.
[2] Al respecto, O’Connor,
James: “The conditions of production and the production of conditions”. Natural Causes. Essays in ecological Marxism.
The Guilford Press, New York London, 1998. Traducción de Guillermo Castro H.,
Panamá, 2000. Existe una versión en español de Siglo XXI, México: Causas Naturales. Ensayos de marxismo
ecológico.
[3] “Nuestra América”,
1891. Obras Completas. Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 17.
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