Lo que puede hacer de
la biodiversidad –como de cualquier otro elemento natural– un recurso natural
es el trabajo socialmente organizado para su aprovechamiento. Si ese trabajo tiene un carácter extractivo,
destruye más valor del que agrega. Si se
orienta hacia el manejo de los ecosistemas para preservar y fomentar su
capacidad para sostener una biodiversidad abundante, el valor agregado puede
ser mucho mayor.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra
América
Desde
Ciudad Panamá
Para Lourdes, que nos enseña cada día que hacer
es la mejor manera de decir.
Uno de los efectos más notables de la
crisis ambiental global ha sido el estímulo que ha ofrecido al desarrollo de
formas innovadoras de poner el conocimiento al servicio del desarrollo
sostenible. Esa vinculación, que pudo parecer vaga y abstracta años atrás,
encuentra hoy un entorno cada vez más receptivo en el creciente interés global
en los problemas relacionados con la sostenibilidad del desarrollo del
capitalismo, en general, y con el aprovechamiento de las oportunidades para la
acumulación del capital que emergen de la formación de un mercado de servicios
ambientales de creciente importancia en la economía mundial.
Al respecto, el desarrollo de la economía
verde como disciplina hace parte del proceso más amplio de incorporación de lo
ambiental como objeto de interés para el capital. En ese marco, el desarrollo
de la economía verde opera a a partir de tres problemas especialmente
relevantes. Uno tiene que ver con el fomento de prácticas productivas más
armoniosas con las capacidades y las limitaciones de los sistemas naturales.
Otro, con la promoción de las formas de organización social y empresarial
correspondientes al carácter innovador de esas modalidades nuevas de
interacción con la naturaleza. Y el tercero, por último, se refiere a la
identificación de los vínculos de afinidad y conflicto de la economía verde con
el pensamiento económico precedente.
En esta etapa inicial del proceso de
formación de esa economía tienen especial relevancia los problemas que emergen
de la formación de un mercado global de servicios ambientales. En el caso de la
América Latina, por ejemplo, esto se refiere en particular a dos líneas de
conflicto vinculadas entre sí. La primera corresponde a la transformación
masiva del patrimonio natural de la región en capital natural para la
acumulación privada, mediante vastos procesos de reordenamiento territorial y
la inversión en infraestructuras de gran escala, a menudo en conflicto con
sectores indígenas, campesinos y de capas medias urbanas. La segunda, al
conflicto entre los sectores económicos que hoy buscan agregar valor a recursos
naturales como el agua y la biodiversidad, y aquellos otros cuya prosperidad ha
dependido del acceso a bajo costo, o sin costo alguno, a los ecosistemas que
proveen esos recursos, para extraer de ellos mucho más valor del que
incorporan.
En ese proceso de formación, como es
natural, la economía verde ha sido objeto de múltiples definiciones. La CEPAL,
por ejemplo, la define como “aquella que incrementa y privilegia el bienestar
humano y la equidad social, a la vez que reduce significativamente los riesgos
ambientales y las escaseces ecológicas”, en la cual “se reducen los impactos
ambientales negativos, como las emisiones de carbono y la contaminación, a la
vez que se promueve la eficiencia en el uso de la energía y de los recursos y
se evita la pérdida de diversidad biológica y de los servicios de los
ecosistemas”. (CEPAL 2011: 12)
Esta definición tiene al menos la virtud de
establecer un marco general para definir las prioridades que deben guiar la
asignación de recursos escasos entre fines múltiples y excluyentes. Y esto, a
su vez, permite distinguir esta economía de los negocios y los proyectos
específicos que tienen lugar en su desarrollo. De este modo, por ejemplo,
cabría entender como empleos verdes los que se generen en el marco de una economía
así entendida, y no meramente los que guarden una relación inmediata y directa
con aquellos negocios. Así, serían verdes los empleos que generan los proyectos
de construcción sostenible, pero no lo serían los que generan los proyectos
tradicionales de esa actividad económica.
Fomentar esos empleos implica, en todo
caso, encarar el hecho de que, siendo el ambiente el producto de las
interacciones entre la sociedad y su entorno natural, quien aspire a un
ambiente distinto tendrá que contribuir a la construcción de una sociedad
diferente. Así, por ejemplo, la coexistencia de empleos verdes y otros que no
lo son – como los asociados al complejo militar industrial y al extractivismo –
sólo puede ocurrir en una fase de transición hacia modalidades de relación entre
la sociedad global y su entorno planetario totalmente distintas a las que
conocemos hoy dado que, en la perspectiva que nos interesa, en el mediano plazo
todos los empleos habrán de ser verdes, o no habrá empleo alguno.
Ante este tipo de
problemas, la economía verde debe encarar el hecho de que los modelos
económicos y empresariales que conocemos
no fueron generados para asumir los problemas de la sostenibilidad. Por
el contrario, han debido encararlos a contrapelo de su cultura de origen,
debido al deterioro de las bases naturales de su actividad, y al incremento de
la demanda social de un desarrollo que sea sostenible, que incrementa a su vez
los riesgos políticos de la inversión tradicional. Por ello,
aun el mejor de los casos esos modelos de razonamiento y acción tienden a un
enfoque reduccionista, en búsqueda de salidas que preserven la capacidad de
control del proceso por el capital. Tal
ocurre, por ejemplo, con la tendencia a reducir la crisis ambiental global al
cambio climático; éste, a medidas de mitigación y adaptación; éstas, a su
dimensión tecnológica, y esta última, a su vez, a su dimensión financiera.
Estas dificultades que aquejan a los modelos
económicos y empresariales vigentes se vinculan, a su vez, al hecho de que lo
ambiental constituye un eje de organización cultural finalmente inasimilable
por las estructuras de gestión del conocimiento creadas entre 1850 y 1950 como
respuesta a la demanda de trabajo intelectual por parte de los sectores
empresariales emblemáticos de aquel período. Esas estructuras se caracterizan
por dos rasgos principales: la especialización en las tareas de producción y
difusión de conocimiento, y la fragmentación siempre creciente en el ejercicio
de esas tareas.
La circunstancia
actual, sin embargo, demanda una gestión del conocimiento capaz de dar cuenta
de la complejidad del mundo tal como ahora empezamos a conocerla. Y esto, a su
vez, requiere vincular esa gestión del conocimiento con la de los procesos de
producción material de un modo enteramente nuevo.
Esto explica que un
número creciente de empresas se vea ya en la necesidad de encarar estos
problemas desde sus propias estructuras, generando iniciativas de investigación
e innovación sin equivalente en la oferta académica, o en las que esa oferta
académica tiene un papel meramente complementario. Y cabría decir, incluso, que
la cuota mayor de responsabilidad por el carácter aún fragmentario y
relativamente marginal de la respuesta académica ante los desafíos científicos,
tecnológicos y culturales de la sostenibilidad – que incluyen el desarrollo de
medios conceptuales y organizacionales para el fomento de una economía verde –
radica más en las universidades que en las empresas, y en éstas más que en los
movimientos sociales.
En la cultura puesta en
crisis por la irrupción de lo ambiental, por ejemplo, la naturaleza es asumida
directamente como capital natural, y los elementos naturales son entendidos de
igual modo como recursos disponibles para actividades productivas. Desde la
perspectiva de la economía verde, sin embargo, esto no es así. En lo que hace
al aprovechamiento productivo de la biodiversidad, por ejemplo, es necesario
advertir que ella es un rasgo de los sistemas naturales, y no constituye por sí
misma ni un recurso, ni una forma de capital natural.
Lo que puede hacer de
la biodiversidad –como de cualquier otro elemento natural– un recurso natural
es el trabajo socialmente organizado para su aprovechamiento. Si ese trabajo tiene un carácter extractivo,
destruye más valor del que agrega. Si se
orienta hacia el manejo de los ecosistemas para preservar y fomentar su
capacidad para sostener una biodiversidad abundante, el valor agregado puede
ser mucho mayor.
En un mundo donde todo
tiende a la apropiación privada del trabajo social, la socialidad misma del
trabajo se convierte en un factor de contradicción para el aprovechamiento
sostenible de la biodiversidad por el capital. Ese aprovechamiento sostenible,
en efecto, demanda una inversión en la formación de capacidades humanas y
sociales que a su vez genera una tendencia a retener un porcentaje mayor de
valor en la base de los procesos, limitando la plusvalía disponible para su
apropiación privada por el capital.
En realidad –y en sus
propios términos-, el desafío mayor para el capital consiste en que, desde la
perspectiva de la economía verde, la única manera de fomentar el capital
natural consiste en fomentar el desarrollo del capital social, para hacer
posible formas sociales de interacción con la naturaleza que permitan retener
cantidades cada vez mayores de valor en los eslabones iniciales de la cadena
productiva. A fin de cuentas, en la vida sólo se puede escoger entre
inconvenientes: en este caso, los de una tasa de ganancia menor, o ninguna
ganancia debido a la destrucción de la capacidad de la naturaleza para proveer
las condiciones que hacen posible cualquier producción.
En esta perspectiva,
por ejemplo, el Pago por Servicios Ambientales aparece como una forma primaria,
aún en desarrollo, de asumir el hecho de que es necesario producir las
condiciones naturales de producción – desde la biodiversidad de los ecosistemas
tropicales; la capacidad de algunos de ellos para capturar carbono con gran
eficiencia, como el bosque de manglar, y la de asimilar y degradar los desechos
de la actividad humana. La producción de
esas condiciones naturales de producción es un proceso de trabajo. El valor del
producto de ese trabajo está determinado por el tiempo socialmente necesario
para llevarlo a cabo, que incluye tanto el de su ejecución directa como el de
la producción de los medios técnicos, sociales y culturales necesarios para
realizarlo.
Visto así, el pago por
servicios ambientales es el reconocimiento del valor generado por la gestión de
los ecosistemas para la producción de condiciones de producción. Esto, en la
perspectiva de la formación de una economía verde, tiene al menos tres méritos.
Primero, el de ampliar la comprensión del alcance y la importancia de los
servicios ambientales para la economía en su conjunto. Segundo, el de facilitar
la tarea de asignar a esos servicios un valor que pueda ser traducido en y, por
último, el de que todo ello constituye un aporte de enorme importancia para
ayudar a una transición ordenada y pronta desde la teoría económica verde a la
práctica de una economía que merezca ese nombre.
En este panorama, la
contribución más importante que cabe esperar de los profesionales vinculados al
fomento de nuevas formas de interacción entre la sociedad y la naturaleza será
la de promover el desarrollo de una cultura organizacional correspondiente a la
complejidad de las interrelaciones que definen los problemas y oportunidades
que plantea la crisis ambiental global. Esto es imprescindible para diseminar
aquellas prácticas que permitan pasar de la explotación extensiva de ventajas
comparativas al aprovechamientos intensivo de ventajas competitivas, agregando
mayor valor a los recursos naturales, y reteniendo un porcentaje más alto de
ese valor en los niveles de interacción más directa con el entorno natural.
Así entendida, la tarea
de fomentar el capital natural mediante el fomento del capital social demanda
la creación de las capacidades organizacionales, culturales y educativas
imprescindibles para la incorporación de tecnologías más complejas a la
actividad productiva. Pero además – y sobre todo –, esa tarea demanda crear las
condiciones que permitan a todos los grupos humanos involucrados en esos
procesos productivos definir metas más complejas para su propia existencia, y
las formas de acción social más adecuadas para alcanzarlas.
Esta labor de promoción
ha tenido, y tendrá, un importante papel en la formación y la formulación de
las políticas públicas necesarias para consolidar esta transición hacia una
economía que sea nueva por lo verde que llegue a ser. Por ahora, los avances
en ese proceso son y seguirán siendo limitados mientras se siga asumiendo que
lo ambiental es un sector específico y no el elemento vinculante entre las
dimensiones económica y social del desarrollo.
Si bien el
proceso de construcción de la cultura de la sostenibilidad que llegue a
traducirse en políticas nuevas está apenas en sus comienzos, existen ya
importantes factores de esperanza en nuestra vida cotidiana. Uno, por ejemplo, es
el de la creciente participación de organizaciones sociales y productivas en
los procesos de formación y formulación de políticas públicas relacionadas con
el ambiente. Otro, la demanda cada vez más
frecuente de que toda política pública asuma lo ambiental como un factor
relevante en su proceso de formulación. Y otro más es el creciente interés de lo ambiental como
elemento relevante en el control social de la gestión pública.
¿Puede el capital
asumir y conducir un proceso de transición de esta complejidad, que en tantos
sentidos cuestiona su pretensión de constituir la única forma posible de
organización de la actividad humana? La respuesta a esta pregunta será
finalmente política, esto es, dependerá de la conciencia de sí y de la
capacidad de organización de cada uno de los sectores involucrados en el proceso.
De ello dependerá que la transición resulte en una sociedad que procure
contener el caos creado por el propio capital en nuestras relaciones con la
naturaleza mediante regímenes políticos cada vez más autoritarios, o en otra
que procure superar ese caos trascendiendo su circunstancia de origen,
garantizando ese objetivo con la participación de todos en las cosas de todos.
Lo esencial, de
momento, es que la economía verde – con ese nombre, o con cualquier otro que
resulte de su propia formación – terminará por ser la economía de la
sostenibilidad. Si eso ocurre en una sociedad creada con todos y para el bien
de todos, habremos ingresado en una etapa del desarrollo de nuestra especie en
la cual los problemas y obstáculos que hoy generan la pertinaz resistencia de
la mentalidad y las prácticas de la insostenibilidad habrán quedado como fuente
de cucos para asustar niños en lo más sencillo, y como el último capítulo en la
historia de la prehistoria de la Humanidad, en lo más complejo del quehacer de
los filósofos.
Panamá,
mayo 2015
Referencias:
Comisión Económica para América Latina y el
Caribe: La sostenibilidad del desarrollo a 20 años de la Cumbre de la
Tierra: avances, brechas y limitaciones para América Latina y el Caribe.
Versión preliminar, septiembre 2011.
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